miércoles, 25 de enero de 2006

Bacilaciones léxicas

Transcribí aquí el otro día la carta que envié hace ya tiempo a Amando de Miguel, en la que le comentaba lo mal que me parecía su tolerancia hacia lo que él considera meras vacilaciones léxicas - y yo alarmantes muestras de la barbarie idiomática creciente - y en la que enunciaba las simples reglas que transgrede quien incurre en tres de las más extendidas: el leísmo, el laísmo y loísmo, y el "delante mío", "encima mía" y crímenes similares.

Unos días después D. Amando acusó en su columna recibo de mi escrito. Con estas palabras (Libertad Digital, 15 de Octubre de 2004) :

"Javier Carrascón Garrido (Madrid) ─presumo que filólogo, pero mucho más docto que el lendakari de Extremadura─ me acompaña una completísima lección sobre el uso del lo, la, le... ...Sin embargo, no estoy muy conforme con la admonición de don Javier de que sobre lo dicho no caben vacilaciones. Don Javier las compara con las posibles "vacilaciones en la estructura de un edificio: Yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima”. Mala comparación es esa, don Javier. Precisamente un edificio alto oscila, se mueve, y gracias a eso, normalmente no se derrumba. Si la estructura no oscilara un poquitín, entonces es cuando se derrumbaría al menor soplo de un ventarrón. Vea usted las palmeras cómo resisten los huracanes: moviéndose, vacilando. En cambio, en esas condiciones el vidrio de un ventanal oscila poco y se rompe. Hágame caso, seor filólogo, vacilemos lo justo para no tener que bacilar o bacigalupar demasiado."

A lo cual, tras aclararle que no soy filólogo y mostrar mi sorpresa por que me comparara con el presidente extremeño sin haberle faltado yo en nada, le envié la siguiente respuesta, de la que nunca más se supo, como es lógico, porque tampoco va D. Amando a dedicar su columna a mis expansiones sociolingüísticas, que para eso ya está este blog:

"Me halaga usted y se lo agradezco sinceramente, pero no deja de preocuparme que unos conocimientos básicos que adquirí en el Bachillerato (bien es verdad que en un Bachillerato pre-LOGSE) y que deberían presumírsele a cualquier hispanohablante medianamente instruido, basten para que me suponga usted filólogo. Si tener nociones tan elementales como las mías sobre el correcto uso del español requiere estudios de filología, no me extraña que los bachilleres de a pie hablen como hablan.

No, mi interés por el lenguaje no tiene ninguna relación ni con mi formación académica ni con mi profesión; es el de un hablante común, que utiliza su idioma como herramienta de pensamiento, de comunicación y, desde luego, también de trabajo, y que, por lo mismo, tiene una sana curiosidad sobre el funcionamiento de esta herramienta y cierto empeño en que se mantenga en buen uso.

Si usted trata de ajustar una tuerca del doce con una llave del trece, lo logrará a duras penas y, lo que es más grave, la llave se deformará, cogerá holgura y la siguiente vez no servirá ni para el doce ni para el trece, a lo sumo para darle con ella en la cabeza al que se la cargó. Pregúntele usted a cualquier artesano, y le dirá que en el mantenimiento de las herramientas no caben vías intermedias: o se cuidan, se engrasan, se guardan limpias y ordenadas y se utiliza cada una para la tarea específica para la que se concibió y respetando las instrucciones del fabricante y las reglas del oficio, o acaba uno quedándose sin ellas: el destornillador se queda sin filo por querer usarlo de palanca, la garlopa se embota si no se emplea del modo adecuado y la broca pierde toda eficacia horadante si se la usa para remover el cemento. Al final tenemos una surtida colección de objetos vistosos, pero inútiles.

Con el idioma pasa lo mismo: su mal uso lo deforma, lo estropea y le quita utilidad. Si las palabras dejan de usarse con sus significados precisos, o en la forma correcta (¡la sintaxis!) en que deben emplearse para contener con eficacia esos significados, lo pierden (en el único sitio donde lo tienen, que es en la cabeza de los hablantes), de lo que se siguen dos consecuencias bastante desastrosas: un significado se queda sin el medio de ser expresado, y un significante deja de serlo para convertirse en un ruido, una muletilla, uno más de los cada vez más numerosos sonidos huecos e imprecisos que pasan por palabras en el habla de nuestros políticos, nuestros juristas, nuestros comentaristas deportivos, nuestros expertos en técnicas abstrusas y gran parte - cada vez mayor - de nuestros hablantes corrientes y molientes. Y, con ser grave el menoscabo que sufre el habla, es más grave aún, aunque sea menos notorio, el que sufre el pensamiento: hablamos siempre del idioma como un medio de comunicación, pero, antes que eso, es el instrumento con el que pensamos. Quien domine mal su idioma, pensará mal. No tenemos otro medio de producir y manejar conceptos que las palabras, y si tenemos pocas e inútiles palabras, tendremos pocas y malas ideas.

Es quizás consolador, pero yo pienso que inútil y peligroso, querer presentar este deterioro, sea de las herramientas o del idioma, como una evolución natural, inevitable y hasta deseable. Naturalmente que el idioma evoluciona, y que hoy no hablamos, ni escribimos, como hace cien años. El uso correcto de las herramientas les descubre nuevas utilidades, las necesidades nuevas determinan la invención de nuevas técnicas y nuevos utensilios... tiene que existir, lógicamente, un crecimiento y una renovación de cualquier panoplia de herramientas que sea realmente usada, y, perseverando en mi comparación, también de cualquier idioma que esté realmente vivo.

Pero así como no podemos atribuir al crecimiento natural de un cuerpo humano las deformaciones de columna, ni el desarrollo de tumores, ni la esclerosis de los tejidos, ni siquiera las torceduras de tobillo, por mucho que se trate de “cambios” y que el crecimiento también sea un “cambio”, así tampoco deberíamos celebrar cualquier novedad lingüística como síntoma de la vitalidad del idioma. Hay cambios para crecer y cambios para morir, hay innovaciones que enriquecen y aportan mayor precisión y mayor capacidad de diferenciación y de matiz (y en esto consiste la evolución de un idioma: en pasar del gruñido inicial a la creación de un vocabulario cada vez más amplio y preciso) y hay novedades que hacen “avanzar” justo en el sentido contrario: hacia el comodín indistinto que pretende servir para decir cualquier cosa de cualquier manera y, en consecuencia, no sirve en manera alguna para decir nada. Son esas las que, lejos de hacer crecer un idioma, lo destruyen, o lo deterioran considerablemente.

El único medio de asegurar que las naturales innovaciones en los usos lingüísticos vayan en el sentido adecuado, es decir, aporten mayor capacidad de ideación y de expresión al idioma, es que se produzcan respetando las reglas que han presidido la creación de ese idioma, reglas que no son solo un requisito formal, más o menos omisible y del que solo se deben preocupar los eruditos, sino que, muy al contrario, constituyen la esencia misma, el alma, poniéndonos un poco cursis, de cualquier idioma. Y para que esto suceda es ineludiblemente necesario que estas reglas estén firmemente asentadas en el único lugar donde, insisto, existe realmente el lenguaje: en las mentes de quienes lo emplean.

Mi hijo de seis años es incapaz de enunciar ni una sola norma de las que regulan su modo de hablar. No sabe qué es un sustantivo, ni un verbo copulativo, ni un objeto directo. Ni, añado, falta que le hace. Porque sin conocerlas de un modo consciente ni explícito, las aplica con notable destreza y habla con una corrección que para sí quisieran muchos portavoces de grupos parlamentarios. Con esto, además de hacer notar lo listo que es mi niño, quiero decir que este “asentamiento mental” de las normas no necesita conocimientos especializados ni estudios de gramática, necesita tan solo el hábito de hablar bien. He conocido pastores castellanos analfabetos que empleaban su idioma con una riqueza, una precisión y una elegancia admirables; y todos conocemos, en cambio, periodistas, abogados, políticos e historiadores llenos de títulos universitarios cuya prosa hablada o escrita induce al vómito con gran eficacia, y no solo por lo que dicen, sino sobre todo por cómo lo dicen. Porque el idioma es a la vez fondo y forma, y lo que se dice es inseparable, y está fundamentalmente determinado, por cómo se dice.

Es posible, por tanto, que, como usted me advertía amablemente, convenga que los edificios sean capaces de oscilar ligeramente para que sean verdaderamente seguros frente a los ataques del viento o de los terremotos, pero estas oscilaciones son habitualmente imperceptibles para quienes los habitan, se producen en torno a un punto estable de equilibrio y tienen un límite pasado el cual la estructura se resquebraja, los paramentos se rajan y la construcción se va al carajo, para hablar sin ambages. El edificio del idioma castellano es solidísimo y firmemente asentado, y de momento no parece que vaya a sucederle ninguna catástrofe tan definitiva. Pero un deterioro lento y progresivo es casi tan dañino como el colapso repentino, y puede acabar por provocarlo. Para evitarlo, los hablantes que aún somos conscientes de la importancia de conservar en buen uso nuestro idioma debemos seguir, contra viento y marea, hablando y escribiendo lo mejor que sepamos, proclamando la necesidad de hacerlo así y corrigiendo, cuando la buena educación lo permita, a los que lo maltratan y lo usan de cualquier manera. Aunque sea más cómodo pretender que sus patadas al idioma común no son más que simpáticas “vacilaciones”.

lunes, 23 de enero de 2006

Delante mío

Mi hermano Ricardo tiene un blog aquí al lado, según van ustedes leyendo, a mano derecha, en el que pueden encontrar, además de otras muchas cosas interesantes, un artículo con este mismo título. Como verán cuando lo lean, está dedicado a anatematizar con toda la razón esta expresión horrenda y otras similares, y a afearle la conducta al distinguido sociólogo Amando de Miguel, que en su columna de "Libertad Digital" poco menos que las defiende con el popular argumento de que el idioma es algo vivo que crece y se enriquece gracias a semejantes aberraciones, piadosamente llamadas por él "vacilaciones léxicas". De paso habla bien de mi, lo que no por ser su obligación de hermano mayor es menos de agradecer. Por cierto, no le hagan ustedes ni caso, no es en absoluto cierto que yo sea más hábil que él, ni escribiendo ni en ningún otro campo. Lo que pasa es que yo meto más palabras al hablar y al escribir, me enrollo mucho y parece que hace más bulto. Pero saber, saber, el que realmente sabe es él. Es el listo de la familia, como lo prueba el hecho verídico de que haga relojes, o por lo menos finja arreglarlos con bastante éxito.

El caso es que prácticamente al tiempo y sin habernos puesto de acuerdo escribimos los dos sendas cartas a D. Amando, escandalizados ambos por su culpable tolerancia hacia una expresión que debería estar tipificada en el código penal. La suya la reproduce en su artículo; y, siguiendo sus consejos - con los que siempre me ha ido muy bien - reproduzco aquí la mía, para ilustración y regocijo de mis lectores, a los que tanto quiero. Decía así:

Estimado D. Amando: por mucho que me esfuerzo, y aunque aprecio su buena intención y su “talante”, no consigo compartir su aparente entusiasmo por las “vacilaciones léxicas”. En mi opinión las que usted bondadosamente llama así no son más que el resultado de que un número significativo de hablantes haya dejado de conocer, y por tanto de aplicar, reglas clarísimas que no permiten vacilación alguna. Comprendo que se le haga duro considerar llanamente inculta a una gran parte de castellano hablantes, y que recurra a ese bienintencionado eufemismo de la “vacilación”, pero las cosas son como son. A saber:

1 a) “Lo” y “la” deben usarse siempre que se refieran al objeto directo del verbo. Da igual que sea persona, animal o cosa: si puede ser puesto como sujeto paciente del verbo en pasiva, es decir, si es el objeto directo del verbo en activa, debe ser sustituido por “lo” o por “la”, según su género. NO DEBERÍA HABER EXCEPCIONES. La tolerancia que muestra la Academia a usar “le” como objeto directo cuando se refiere a una persona masculina carece de ningún fundamento, y solo da pie a confusiones, errores y vacilaciones, a mi juicio nada maravillosas. (Insignes hablantes, y hasta escribientes, de nuestro idioma, han sido y son leístas; todos mis respetos hacia ellos, pero el leísmo sigue siendo atroz, incluso cuando son ellos quienes incurren en él. La espléndida traducción de Proust que hizo Salinas esta plagada de “les” donde debería haber “las” o “los”. Cada vez que la leo me duelen los ojos con cada uno de ellos. Mi querida familia política segoviana es tan encantadora como culta, pero cada vez que les oigo decir “le” donde deberían decir “lo” o “la” me cuesta trabajo evitar el respingo)

1 b) En justa correspondencia, “le” SOLO debe usarse, y SIEMPRE debe usarse, para sustituir al objeto indirecto, con total independencia de que se trate o no de una persona, y de cuál sea su género, sexo o inclinación amatoria.

1 Resumen:
“¿Has visto a Pedro?” – “Sí, LO encontré el otro día y LE dije que te llamara.” – “¿Y a Maria?” – “No, no LA he visto desde hace tiempo. O LA han echado o LE han dado unas vacaciones.” – “¿Has decapitado al pollo?” – “No, no LO he decapitado. Solo LE he dado un tajo en el cuello. LO he degollado.”

Como diría Bugs Bunny, esto es todo, amigos. No hay ningún otro criterio para decidir entre “le”, “la” y “lo” y, aplicándolo, no hay lugar a la menor vacilación. Es decir, sí: podemos vacilar entre decirlo bien y decirlo mal. (Y, por cierto, no sé de ningún otro idioma afín al español en que suceda nada parecido. Los franceses y los italianos no consiguen entender qué nos pasa a los españoles con este asunto. Ellos lo tienen clarísimo, no se equivocan jamás en su idioma - ni, cuando lo hablan, en el nuestro - y no se explican por qué nosotros nos equivocamos tanto)

2 a) “Mío”, “mía” y su común apócope “mi” son adjetivos. Como tales solo pueden predicarse de sustantivos. Basta esta sencillísima regla para explicar por qué ninguno de ellos puede acompañar a palabras tales como “delante”, “detrás”, “encima” , “debajo”, “enfrente” o “en contra”. Como todas ellas son adverbios, y no sustantivos, no pueden hacerse acompañar de ningún adjetivo. Para hacer esta imposibilidad más evidente, tienen la amabilidad, como buenos adverbios, de carecer de género, con lo cual recuerdan al hablante distraído su naturaleza y lo disuaden de decir burradas ¿Debajo “mío” o “mía”? ¿Es “debajo” masculino o femenino? ¿”Un debajo” o “una debajo”?¿Ninguna de las dos cosas? ¡Ah, claro, NO es un sustantivo! ¡Por tanto no se le puede acoplar ni “mío” ni “mía”, sólo “de mi”! Este debería ser el proceso lógico de nuestro hablante distraído, si no tuviera el oído estragado por tanta y tan maravillosa vacilación léxica.

2 b) No obstante lo cual hay algunas “locuciones adverbiales” (qué horror, qué cosas podemos llegar a decir), como “al lado”, que, mire usted por dónde, resultan estar formadas con un sustantivo. “Lado” es un honorabilísimo sustantivo de género masculino y, como tal, admite sin el menor problema que se le califique de “mío”, “tuyo”, “suyo” o cualquier otra cualidad adjetiva. Puede, por tanto, decirse “al lado mío” o “a mi lado” con entera corrección, y esto, lejos de ser una excepción a la regla enunciada en 2 a), es, muy al contrario, el resultado lógico de aplicarla estrictamente.

2 Resumen :LOS ADJETIVOS SOLO PUEDEN ACOMPAÑAR A SUSTANTIVOS (por eso no pueden acompañar a “en contra” o a “debajo”) Y SIEMPRE PUEDEN HACERLO (por eso pueden acompañar a “lado”). Una vez más, solo puede vacilar quien no sepa lo que todos deberíamos saber.

Insisto, D. Amando: estimo en lo que se merece su bienhumorada tolerancia, pero las vacilaciones léxicas me parecen, personalmente, tan maravillosas como me lo parecerían las “vacilaciones” de la estructura de un edificio en el que todos viviéramos. Siempre cabría la hipótesis optimista (“
No, es que el edificio está creciendo, por eso se mueve”) pero yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima.

domingo, 22 de enero de 2006

Qué quiere usted que le cuente

Yo creía que con lo del otro día había quedado zanjada la cuestión del año cero, pero tus protestas, querido fantasma, me demuestran que no es así, y me obligan a ponerme aún más pesado sobre el asunto.

Habíamos quedado en que el ejemplo de la regla que proponías en tu sesudo comentario ilustraba claramente lo que ya se apuntaba en mi escrito original, a saber, que los números, en cualquier cuenta que se haga, pueden representarse como puntos a lo largo de una línea, y que, en esta representación, las unidades que contamos se corresponden con los tramos entre punto y punto, y no con los puntos mismos. Y que por ello el cero existe, claro que sí, tanto en las reglas, como en los años, como en cualquier otra cuenta. Pero existe como punto, no como tramo, y, por tanto, no como unidad contable. Existe en la regla un punto cero, pero no un centímetro cero. Existe en el tiempo un punto cero, pero no un año cero.

Esto suena irritantemente arbitrario, lo comprendo. ¿Por qué, si hay un punto 1 y un tramo 1, un punto 2 y un tramo 2... hay, en cambio, sólo un punto 0, pero no un tramo 0?

Respuesta a bulto y genérica: porque el 0 es un número raro – propiamente hablando no es un número, porque los números expresan cantidades y el cero indica, precisamente, que no hay cantidad alguna – lleno de singularidades y que justamente por eso tardó en ser “inventado” y en emplearse como tal número. Tanto tardó que tú, por ejemplo, como estamos viendo, todavía no lo acabas de usar del todo bien, cosa que probablemente no te pasa con el tres, ni con el quince mil trescientos ochenta y cuatro, ni con ningún otro de los números corrientes que sí expresan cantidades.

Respuesta más específica y detallada:

En esta representación gráfica de que hablamos, en que a cada punto se le asigna un número -y aquí sí entra el cero, porque esto todavía no es contar; estamos hablando aún de puntos, todavía no de tramos; estamos fabricando la regla, no midiendo con ella - cada tramo - cada unidad - recibe el nombre del punto en que termina. El tramo 1 (el centímetro 1, el año 1) es el que empieza en el punto 0 y acaba en el punto 1. El tramo 2, el que empieza en el punto 1 y acaba en el punto 2...

Hasta aquí es fácil, intuyo que el problema viene con las rayitas de la regla a la izquierda del cero, con los años de antes de Cristo, con los euros que no solo no tienes sino que debes... con los números negativos, vaya.

Y viene el problema porque probablemente me dirás: el primer tramo situado a la izquierda del cero, (el centímetro –1, el año 1 a.C), que empieza en el punto –1 y acaba en el punto 0, deberá, por tanto, como todos los demás, recibir el nombre del punto en que termina, y ser llamado tramo 0. Ya tenemos un tramo 0. ¡Sí que existía!

Pues no, señor. El punto cero se define, precisamente, por ser el punto a partir del cual se cuenta. (¡Ojo! A partir del cual se cuenta, no por el que se empieza a contar. No es el primer tramo de la cuenta, es el punto en el que empieza el primer tramo de la cuenta) Los números positivos se cuentan a partir del cero en dirección creciente, y los números negativos se cuentan, también a partir del cero, en dirección contraria, decreciente. (El –2 es menor que el –1. Si debes dos euros tienes menos dinero que si solo debes uno. Si todavía estás en el año 2 a.C has vivido menos tiempo que si estas ya en el 1 a.C)

Que contemos a partir del cero también los números negativos quiere decir que el primer tramo a la izquierda del cero NO empieza en el punto 1 y acaba en el punto 0, sino al revés: empieza en el punto 0 y acaba en el punto -1. Y, por tanto, debe llamarse, como todos, igual que el punto en que termina: tramo –1.

Y esto sigue siendo cierto en el caso de los años, porque aunque el año 1 a.C comenzó, históricamente, en el punto –1 y acabó en el punto 0, aquí no estamos hablando de la dirección en que transcurrió efectivamente el año real, sino de la dirección en que lo contamos en nuestra cabeza, que es exactamente la contraria. Perdóname si insisto, pero es fundamental: el punto cero se define, precisamente, por ser el punto a partir del cual contamos, tanto hacia un lado como hacia el otro, y si no contáramos a partir de él, ya no podríamos llamarlo punto cero.

Y el pobre punto cero, como en él, por definición, empiezan dos tramos (el tramo 1 y el tramo –1), pero no acaba ninguno, tampoco tiene ningún tramo que se llame igual que él. Es el único punto de la regla que no da nombre a ningún centímetro, el único punto del tiempo que no da nombre a ningún año... el único número, en definitiva, que no se corresponde con ninguna unidad, lo que concuerda muy adecuada y matemáticamente con la naturaleza del número que le hemos asignado, que es la ausencia de unidades. Cero unidades. Ninguna unidad.

Esta singularidad del punto cero quizás resulte más fácil de entender si pensamos en un largo tramo de valla metálica sujeta al suelo con postes. Para sujetar UN trozo de valla hacen falta DOS postes, uno en cada extremo del trozo. Para sujetar DOS tramos, hacen falta TRES postes... Siempre hay un poste más que trozos de valla, un punto más que tramos. Si a cada trozo de valla le hacemos corresponder un poste comprobamos que hay siempre un poste que se queda sin trozo, un punto al que no corresponde ningún tramo. Ese que sobra es el punto cero, el poste a partir del cual hemos empezado a contar

Aunque no lo parezca - porque las monedas, los hijos y los sacos de harina no van pegados unos a otros formando un todo continuo, como los centímetros en la regla, los años en el tiempo o los trozos de valla en la valla - lo que acabo de explicar es exactamente igual de aplicable cuando lo que contamos son monedas, hijos, sacos de harina o cualesquiera otras cosas, sean o no fácilmente divisibles (y digo fácilmente porque TODAS las cosas son divisibles, excepto, creo, los quanta de energía y los protones y electrones; la única diferencia está en los destrozos que sea necesario producir para dividirlas. Y mentalmente, ni siquiera hay que hacer destrozos. Yo puedo perfectamente considerar en mi cabeza la décima parte de una oveja, o la milésima parte de un piso de cuatro habitaciones, sin que ni piso ni oveja sufran menoscabo apreciable).

En esta cuenta de monedas, niños o sacos, como en cualquier otra, los puntos a los que asignamos números como paso previo a la cuenta propiamente dicha, no se corresponden con las unidades que contamos, sino con las separaciones entre unidad y unidad, es decir, con los momentos lógicos en que consideramos completa una unidad y aún no hemos empezado a considerar la siguiente. Con los postes de la valla, vaya, en los que ya se ha acabado el tramo de valla anterior y aún no ha comenzado el siguiente

Decimos que tenemos cinco euros cuando ya hemos tenido en cuenta, completos, los cinco primeros euros, y todavía no hemos empezado a tener en cuenta ni un poquito del sexto. Y esos cinco euros podemos definirlos en nuestra cabeza – que es donde tiene lugar el acto de contar – como los cinco tramos lógicos comprendidos entre los seis momentos lógicos a los que hemos asignado los seis números que van del 0 al 5. El euro número 1 es el tramo lógico comprendido entre el momento lógico 0 (cuando aún no hemos contado ningún euro) y el momento lógico 1 (cuando ya hemos contado un euro, y aún nada más que uno). El euro número 2 es el tramo lógico comprendido entre el momento lógico 1 (ya un euro y aún nada más que uno) y el momento lógico 2 (ya dos euros y aún nada más que dos).

Y todo ello porque también cuando contamos euros, hijos y cuadros de Goya sigue siendo verdad que a lo que en primer lugar asignamos números no es a las unidades, sino a las separaciones entre unidad y unidad; y que solo después de esta operación mental, instantánea e inconsciente, cuya plasmación física más visible es la confección de la regla con la que luego mediremos, empieza la verdadera cuenta, la medición, que consiste en asignar a cada unidad el número de la separación entre esa unidad y la siguiente, el número del momento lógico en que consideramos a esa unidad ya completa y todavía no hemos empezado a tener en cuenta la que viene después.

Por eso no hay ninguna unidad a la que debamos asignar el número cero: porque el momento lógico cero no separa ninguna unidad de la siguiente, dado que es, por definición, el momento en el que aún no hemos considerado ninguna unidad y en el que empezamos a tener en cuenta la primera, sin que exista ninguna anterior de la que separarla. Y por eso el número cero no nos hace falta para contar, y los romanos y los griegos, (que no es que no lo conocieran, sino que no le habían puesto nombre, es decir, que no sabían que lo conocían) contaban exactamente igual que nosotros, y llegaban a los mismos resultados.

Por eso no hay un euro al que debamos llamar euro cero, ni un hijo al que debamos llamar hijo cero, como no hay ningún centímetro cero, ni ningún año cero. Por eso, al contar, no empezamos por cero, como bien sabía Dionisio. Por eso el cero es un número raro, y sólo empezó a utilizarse conscientemente muchos siglos después que todos los demás.

No es que Dionisio no lo usara porque aún no se conocía, como tanto se ha dicho, sino justo al revés. Aún no se conocía porque ni a Dionisio ni a nadie le había hecho falta hasta entonces para contar, ni se la ha hecho después. Hace falta para otras cosas. Para contar, no.

Insisto, contar es una operación mental, no física, que tiene lugar en nuestra cabeza y en ningún otro sitio. Esta ubicación privilegiada nos permite pegar unas a otras las monedas como si fueran años, separar unos años de otros como si fueran monedas, dividir mentalmente en diez, doce, cien o un millón de partes los hijos y los cuadros de Goya como si fueran euros, considerar agrupaciones de cien monedas de céntimo como si fueran una única y sólida moneda de euro, hacer que los años transcurran, a efectos de su cuenta, comenzando por su final cronológico, si es ese final el que hemos decidido tomar como punto de partida de la cuenta y al que, por tanto, hemos asignado el número cero... En nuestra cabeza, de momento y en tanto Carod Rovira no ordene a Maragall que ordene a Zapatero que disponga otra cosa, podemos hacer lo que nos dé la gana.

Y lo que en ella hacemos cuando contamos es reducir cualquier objeto contable, sólido o líquido, material o ideal, fraccionable o no, fraccionado o no, al concepto abstracto de unidad, y tras haberlo hecho, contar unidades, asignando a cada una el número que, en nuestra regla mental, corresponde al momento lógico que la separa de la siguiente.

Contar unidades. Siempre contamos unidades, nunca ninguna otra cosa. Contamos tramos enteros entre punto y punto, y, para hacerlo, nos da exactamente igual lo que suceda dentro del tramo: si puede o no dividirse en partes menores, si está efectivamente dividido o si no lo está.

Si puede ser dividido, e incluso si efectivamente lo está, lo único que pasará es que, cuando se nos hayan acabado los tramos completos, cuando lo que nos quede, o su representación sobre la famosa recta, ya no alcance la distancia entera entre un punto y el siguiente; cuando ya no queden más años enteros, o más euros enteros, y sí solo pedazos de ellos menores que lo que hasta ese momento estábamos tomando como unidad, entonces daremos por acabada la cuenta de los años o de los euros y comenzaremos una nueva cuenta, de fracciones de euro o de año. Simplemente, cambiaremos de unidad. Y volveremos a empezar a contar unidades, que es lo único que sabemos contar. O mejor dicho, que es en lo que automáticamente convertimos cualquier cosa por el mero hecho de decidir contarla. Solo que esta vez las unidades que contemos serán meses o céntimos. Pero las contaremos exactamente igual que contábamos los años o los euros, porque contar es siempre la misma operación, siempre son unidades lo que contamos – representen lo que representen – y siempre las contamos de la misma forma: 1, 2, 3...

Si después de este fárrago espantoso -suponiendo que lo hayas aguantado hasta aquí - sigues pensando que en la regla hay un centímetro cero o en el tiempo un año cero; o que debería haberlos y que el hecho de que no los haya supone una quiebra lógica de las matemáticas; o que lo correcto sería que empezáramos a contar los años por el cero aunque no lo hagamos así con el resto de las cosas; o que saber que un euro puede dividirse en cien céntimos o un año en treinta y un mil quinientos millones de milésimas de segundo influye en algo sobre la manera en que debemos contar las monedas de euro o los años... entonces no solo es que tú no tienes remedio como alumno de matemáticas, sino que tampoco yo lo tengo como profesor, y es mejor que los dos nos dediquemos a cualquier otra cosa.

Lo que, por si acaso, procedo a hacer en este mismo momento.

jueves, 19 de enero de 2006

Año cero

Durante los dos últimos años del anterior milenio y el primero de este los que no teníamos nada mejor que hacer discutimos hasta la saciedad cuándo se producía realmente el cambio de siglo y de milenio.

La facción romántico-impaciente quería que el nuevo siglo empezara en cuanto el número mágico, 2, hiciera su primera aparición en las cifras de los años; y, en consecuencia, sostenían que 1999 era el último año del siglo XX y del segundo milenio y que el 1 de Enero de 2000 comenzaban el milenio tercero y el siglo XXI. Pedirles argumentos a favor de esta afirmación era ponerlos en un serio aprieto.

En cuanto a la facción matemático-tocapelotas, nos limitábamos a afirmar que si la peseta número cien corresponde al cambio de la primera moneda de veinte duros, y no al de la segunda, con igual derecho el año número 100 pertenece al siglo I y no al II; y que basta iterar este sencillo razonamiento veinte veces para comprender que el año 2000 está dentro del siglo XX y no del XXI.

Solo los más refractarios a las matemáticas se resistieron a esta evidencia, y los dejamos por imposibles. Pero el resto encontró enseguida un nuevo argumento para entrar en el tercer milenio con un año de antelación. “Ya” –contestaron –“pero es que los años se empiezan a contar por el cero. El primer año de nuestra era fue el año 0. Y así sí que cuadra: del año 0 al año 99, el siglo I. Del año 100 al 199, el siglo II. ... Del año 1900 al 1999, el siglo XX. Y al llegar al año 2000 estamos ya en el siglo XXI, que es lo que nos apetece.”

El argumento presentaba unos insidiosos visos de verosimilitud matemática, porque, en efecto: si para pasar de los números negativos a los positivos hay que cruzar el 0, y contamos “-3, -2, -1, 0, 1, 2, 3...” ¿por qué no va a ser lo mismo con los años y no vamos a poder contar “año 3 antes de Cristo, año 2 antes de Cristo, año 0, año 1 después de Cristo, año 2 después de Cristo...”?

Al intentar refutarlo comprobamos que el número de los reñidos con el álgebra aumentaba considerablemente. Empezábamos a explicar que en esa relación de números, cada número representa un punto, y, efectivamente, existe un punto 0 entre el punto –1 y el punto 1; pero que los años –y cualesquiera otras unidades que queramos contar– no deben equipararse con esos puntos, sino con los tramos comprendidos entre ellos. Y que no existiendo ningún tramo 0, sino solo un tramo –1 (que va del punto –1 al punto 0) e, inmediatamente después, un tramo 1, (que va del punto 0 al punto 1), tampoco, en conclusión, debe existir ningún año cero, y el único 0 del que cronológicamente cabe hablar son las 24:00 horas del 31 de Diciembre del año primero antes de Cristo, o instante que separa el año –1 del año 1. Pero mucho antes de que llegáramos a esa luminosa conclusión ya nos habían mandado al cuerno para afirmar desdeñosamente que el primer año fue el año cero, que lo demás son mandangas de maniáticos incapaces de reconocer que hay cosas en las que las matemáticas no pintan nada, y que el siglo XXI empieza con el año 2000.

Atacamos entonces por otro lado, y por aquí sí se rindieron enseguida. “De acuerdo”
dijimos– “eso sería si se hubiera empezado a contar por el cero. Pero es que no se hizo así. Cuando en el siglo VI un tal Dionisio el Exiguo numeró los años transcurridos desde el nacimiento de Jesús, llamó año 1 al primero, y a partir de ahí a todos los demás en ambas direcciones, y, en consecuencia, la historia conocida no registra ningún año 0, y pasa directamente del año 1 a.C. al año 1 d.C. La cosa no tiene ya remedio.”

Esto ya eran hechos, no teorías discutibles, y tuvieron que aceptarlo. Entramos, pues, en el nuevo milenio el día 1 de Enero de 2001, como debe ser, y para aquel entonces ya estaba todo el mundo bastante aburrido del tema (menos yo, como puede apreciarse). Pero quedó un cierto rencor hacia el tal Dionisio, que se había equivocado de año
porque resulta que Jesús no nació cuando él creía que lo había hecho y, para remate, metió la pata y llamó año 1 al primero de su cuenta, en vez de llamarlo año 0, como exigían el recto sentir y las ganas de cambiar de siglo cuanto antes. La impresión general fue que por su culpa habíamos tenido que esperar un año de más para disfrutar de los cohetes y demás celebraciones milenarias.

Enseguida hubo almas buenas que le buscaron una disculpa. “Claro, cómo iba Dionisio a llamar cero al primer año, si en su tiempo el cero todavía no se había inventado.” Y con esto nos quedamos todos tranquilísimos. Ya no hacía falta enfadarse con Dionisio y, además, estábamos otra vez del lado de la ciencia. Las cosas se habían hecho mal, pero es que en aquel entonces no había tantos adelantos... no había cero... qué iban a hacerle, los pobres...

Bueno, pues no. Yo no estoy dispuesto a que la cuestión quede ahí. No es cierto que Dionisio el Exiguo no empezara a contar los años por el cero “porque no se había inventado aún”, y, a riesgo de parecer pesado, no tengo más remedio que insistir en ello.

Efectivamente, el cero no se había inventado, pero eso no tiene nada que ver. La causa de que Dionisio no empezara a contar por el año cero no es esa sino, sencillamente, que NO SE EMPIEZA A CONTAR POR EL CERO.

Nada. Nunca. Ni los años, ni ninguna otra cosa. Ni en tiempo de Dionisio, ni en el nuestro. Ni antes de que se inventara el cero, ni después, porque no se inventó para eso.

No contamos los cinco céntimos de nuestro bolsillo diciendo “cero, uno, dos, tres y cuatro”, sino diciendo “uno, dos, tres, cuatro y cinco”. Por eso, porque empezamos en uno y acabamos en cinco, es por lo que sabemos que tenemos cinco céntimos, que es para lo que sirve contar.

El día primero de cada mes es el día 1, no el día 0, por eso “primero” se escribe “” y no “”. Enero es el mes 1, no el mes 0. El primer siglo fue el siglo I, no el siglo 0, por eso al actual lo llamamos siglo XXI y no siglo XX. El primer milenio fue el 1, no el 0, y por eso ahora estamos en el milenio 3, y no en el 2.

¿Por qué íbamos a emplear para contar años un sistema diferente del que empleamos para contar céntimos, días, meses, milenios o sacos de harina? Y si lo hiciéramos ¿cómo, si es correcto el que utilizamos para contar todo lo demás, iba a serlo también el distinto que usáramos para contar años? Contar, cuéntese lo que se cuente, es siempre la misma operación: poner en relación el conjunto de los números naturales con el conjunto de cosas cuyo número queremos averiguar. Y sólo puede hacerse de una manera, siempre la misma. Si esa es la adecuada, no puede serlo a la vez otra distinta.

Para contar es preciso que haya algo, y el cero es el número que utilizamos para decir que no hay nada. Nada que contar. Situación anterior a ninguna posible cuenta, que solo puede empezar cuando hay, al menos, uno. 1.

Bastan y sobran estas nociones axiomáticas de aritmética elemental, que los niños aprenden
los que las aprenden a los siete años, para explicar por qué el primer año de nuestra Era fue el año 1, por qué, por tanto, el siglo XXI empezó el 1 de Enero de 2001, y por qué no podría haber sido de ningún otro modo, ni antes ni después de empezar a utilizarse el cero.

Hasta el exiguo de Dionisio fue capaz de entenderlo.

miércoles, 18 de enero de 2006

Gerundios

Yo comprendo que insistir en la importancia de usar bien el idioma es pedante e impopular. Intento hacerlo poquito y como de broma, para ver si así pasa mejor. Pero al fin y al cabo este es mi blog, hablo en él de lo que me da la gana y, al que no le guste, que no me lea. O mejor, que me lea y luego me lo diga. Y lo del gerundio viene atacándome los nervios desde hace mucho tiempo.

¿Ya no se aprende en los colegios una norma muy sencilla sobre el uso del gerundio que a mí sí me enseñaron y que dice que solo se puede utilizar si la acción que expresa es anterior o simultánea a la del verbo principal?

Fleming descubrió la penicilina investigando sobre los hongos”, o “Le abrieron la cabeza golpeándole con un martillo” son frases correctas, en las que el gerundio se usa adecuadamente, para indicar las circunstancias en las que Fleming hizo su descubrimiento, o el sistema de que se sirvieron para desnucar a la víctima; porque el gerundio, me explicaba años ha mi profesor de Lengua, viene a funcionar como un adverbio, que precisa la forma, la causa o la circunstancia en que se desarrolla la acción del verbo al que acompaña.

Pero ya nadie lo usa así. Lo que con toda probabilidad leeremos o escucharemos ahora es todo lo contrario: “Fleming investigó sobre los hongos, descubriendo la penicilina”, o “Le golpearon con un martillo, abriéndole la cabeza”. Y aunque a fuerza de oírlas estas frases ya casi no nos suenan mal, lo están. Atrozmente mal. De hecho implican que abrirle la cabeza a alguien es una de las formas que pueden usarse para golpearle con un martillo – cuando lo cierto es exactamente lo contrario – y que descubrir la penicilina es un medio muy recomendable para acabar investigando sobre los hongos – cuando en realidad es justo al revés.

Con lo fácil, además, que sería decir: “Fleming investigó los hongos Y descubrió la penicilina”, “Le dieron con un martillo Y le abrieron la cabeza”. Afirmaciones sencillas, correctas y exactas. Pero que, ah, no tienen gerundios. Y precisamente los que no saben usarlos son los que sufren una atracción más fatal, compulsiva e irreprimible por ellos, y necesitan meter uno cada tres frases para sentir que les ha quedado el párrafo verdaderamente redondo.

El Gobierno debería plantearse seriamente la promulgación de una buena ley, restrictiva, como a Él le gustan - salvo cuando afectan a Batasuna - que regulara estrictamente el empleo del gerundio en escritos públicos de más de cien líneas, y hasta en conversaciones privadas, si hay niños delante. Y que estableciera la obligación ciudadana de denunciar los malos usos escuchados al amigo, al cónyuge o al compañero de trabajo. Además de ir muy en consonancia con los tiempos, eso sí que nos normalizaría lingüísticamente, limpiaría el ambiente de intoxicadoras y nefandas terminaciones en “ndo” e incluso me parecería bien a mi, que soy tan difícil de contentar.

A ver si lo hacen, hombre. Fumando espero.

lunes, 16 de enero de 2006

El Estado vela por mi hijo

Ayer entré en un bar a comer algo rápido con mi mujer y mi hijo de siete años. Nos tomamos unos bocadillos sentados en una mesa de la zona en la que estaba prohibido fumar, ensordecidos por el estruendo de la televisión que presidía legal y felizmente el local. Cuando acabamos fuimos a tomarnos un café y, como deseábamos acompañarlo de un pitillito, nos trasladamos al extremo de la barra en el que un cartel anunciaba que allí sí se podía fumar. Como es normal en la zona de los parias, no había mesas y tuvimos que tomárnoslo de pie. Nuestro hijo no pudo acompañarnos; la Ley, para protegerlo del humo producido por los inconscientes de sus padres, le obligó a permanecer en la zona de no fumadores, a unos dos metros de nosotros, teóricamente libre de poluciones, al menos por vía respiratoria. No le importó gran cosa, estaba embebido en la contemplación de la tele, que emitía su programación habitual. Nada fuera de lo normal. La media ordinaria de crímenes, sexo y violencia por minuto, de la que en casa le protegemos cuidadosamente pero que ninguna Ley ha pensado hasta ahora en evitarle a él y a sus coetáneos, ni siquiera en locales públicos.

Estaba meditando en lo paradójico de la situación cuando caí en la cuenta de que, si hubiera estado allí mi sobrina de catorce años, tampoco ella hubiera podido acompañarnos, ni aunque la autorizáramos nosotros, ni aunque lo hicieran sus padres. (Ni hubiera querido, adoctrinada como está en el Dogma Indiscutido de que el Tabaco es el Mal Absoluto). Sin embargo esa misma sobrina sí puede recibir del Ayuntamiento de Madrid, la Comunidad o no sé cuál otra de las filantrópicas administraciones empeñadas en organizarnos la vida, la píldora del día después, sin que para ello sea necesario que sus padres la autoricen, ni que lleguen siquiera a enterarse.

Cada vez con más convencimiento llego a la conclusión de que solo un nivel general alarmantemente alto de abotargamiento mental permite que pasen estas cosas dentro de la normalidad y la legalidad. Los pueblos tienen exactamente la legislación que se merecen.