Transcribí aquí el otro día la carta que envié hace ya tiempo a Amando de Miguel, en la que le comentaba lo mal que me parecía su tolerancia hacia lo que él considera meras vacilaciones léxicas - y yo alarmantes muestras de la barbarie idiomática creciente - y en la que enunciaba las simples reglas que transgrede quien incurre en tres de las más extendidas: el leísmo, el laísmo y loísmo, y el "delante mío", "encima mía" y crímenes similares.
Unos días después D. Amando acusó en su columna recibo de mi escrito. Con estas palabras (Libertad Digital, 15 de Octubre de 2004) :
"Javier Carrascón Garrido (Madrid) ─presumo que filólogo, pero mucho más docto que el lendakari de Extremadura─ me acompaña una completísima lección sobre el uso del lo, la, le... ...Sin embargo, no estoy muy conforme con la admonición de don Javier de que sobre lo dicho no caben vacilaciones. Don Javier las compara con las posibles "vacilaciones en la estructura de un edificio: Yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima”. Mala comparación es esa, don Javier. Precisamente un edificio alto oscila, se mueve, y gracias a eso, normalmente no se derrumba. Si la estructura no oscilara un poquitín, entonces es cuando se derrumbaría al menor soplo de un ventarrón. Vea usted las palmeras cómo resisten los huracanes: moviéndose, vacilando. En cambio, en esas condiciones el vidrio de un ventanal oscila poco y se rompe. Hágame caso, seor filólogo, vacilemos lo justo para no tener que bacilar o bacigalupar demasiado."
A lo cual, tras aclararle que no soy filólogo y mostrar mi sorpresa por que me comparara con el presidente extremeño sin haberle faltado yo en nada, le envié la siguiente respuesta, de la que nunca más se supo, como es lógico, porque tampoco va D. Amando a dedicar su columna a mis expansiones sociolingüísticas, que para eso ya está este blog:
"Me halaga usted y se lo agradezco sinceramente, pero no deja de preocuparme que unos conocimientos básicos que adquirí en el Bachillerato (bien es verdad que en un Bachillerato pre-LOGSE) y que deberían presumírsele a cualquier hispanohablante medianamente instruido, basten para que me suponga usted filólogo. Si tener nociones tan elementales como las mías sobre el correcto uso del español requiere estudios de filología, no me extraña que los bachilleres de a pie hablen como hablan.
No, mi interés por el lenguaje no tiene ninguna relación ni con mi formación académica ni con mi profesión; es el de un hablante común, que utiliza su idioma como herramienta de pensamiento, de comunicación y, desde luego, también de trabajo, y que, por lo mismo, tiene una sana curiosidad sobre el funcionamiento de esta herramienta y cierto empeño en que se mantenga en buen uso.
Si usted trata de ajustar una tuerca del doce con una llave del trece, lo logrará a duras penas y, lo que es más grave, la llave se deformará, cogerá holgura y la siguiente vez no servirá ni para el doce ni para el trece, a lo sumo para darle con ella en la cabeza al que se la cargó. Pregúntele usted a cualquier artesano, y le dirá que en el mantenimiento de las herramientas no caben vías intermedias: o se cuidan, se engrasan, se guardan limpias y ordenadas y se utiliza cada una para la tarea específica para la que se concibió y respetando las instrucciones del fabricante y las reglas del oficio, o acaba uno quedándose sin ellas: el destornillador se queda sin filo por querer usarlo de palanca, la garlopa se embota si no se emplea del modo adecuado y la broca pierde toda eficacia horadante si se la usa para remover el cemento. Al final tenemos una surtida colección de objetos vistosos, pero inútiles.
Con el idioma pasa lo mismo: su mal uso lo deforma, lo estropea y le quita utilidad. Si las palabras dejan de usarse con sus significados precisos, o en la forma correcta (¡la sintaxis!) en que deben emplearse para contener con eficacia esos significados, lo pierden (en el único sitio donde lo tienen, que es en la cabeza de los hablantes), de lo que se siguen dos consecuencias bastante desastrosas: un significado se queda sin el medio de ser expresado, y un significante deja de serlo para convertirse en un ruido, una muletilla, uno más de los cada vez más numerosos sonidos huecos e imprecisos que pasan por palabras en el habla de nuestros políticos, nuestros juristas, nuestros comentaristas deportivos, nuestros expertos en técnicas abstrusas y gran parte - cada vez mayor - de nuestros hablantes corrientes y molientes. Y, con ser grave el menoscabo que sufre el habla, es más grave aún, aunque sea menos notorio, el que sufre el pensamiento: hablamos siempre del idioma como un medio de comunicación, pero, antes que eso, es el instrumento con el que pensamos. Quien domine mal su idioma, pensará mal. No tenemos otro medio de producir y manejar conceptos que las palabras, y si tenemos pocas e inútiles palabras, tendremos pocas y malas ideas.
Es quizás consolador, pero yo pienso que inútil y peligroso, querer presentar este deterioro, sea de las herramientas o del idioma, como una evolución natural, inevitable y hasta deseable. Naturalmente que el idioma evoluciona, y que hoy no hablamos, ni escribimos, como hace cien años. El uso correcto de las herramientas les descubre nuevas utilidades, las necesidades nuevas determinan la invención de nuevas técnicas y nuevos utensilios... tiene que existir, lógicamente, un crecimiento y una renovación de cualquier panoplia de herramientas que sea realmente usada, y, perseverando en mi comparación, también de cualquier idioma que esté realmente vivo.
Pero así como no podemos atribuir al crecimiento natural de un cuerpo humano las deformaciones de columna, ni el desarrollo de tumores, ni la esclerosis de los tejidos, ni siquiera las torceduras de tobillo, por mucho que se trate de “cambios” y que el crecimiento también sea un “cambio”, así tampoco deberíamos celebrar cualquier novedad lingüística como síntoma de la vitalidad del idioma. Hay cambios para crecer y cambios para morir, hay innovaciones que enriquecen y aportan mayor precisión y mayor capacidad de diferenciación y de matiz (y en esto consiste la evolución de un idioma: en pasar del gruñido inicial a la creación de un vocabulario cada vez más amplio y preciso) y hay novedades que hacen “avanzar” justo en el sentido contrario: hacia el comodín indistinto que pretende servir para decir cualquier cosa de cualquier manera y, en consecuencia, no sirve en manera alguna para decir nada. Son esas las que, lejos de hacer crecer un idioma, lo destruyen, o lo deterioran considerablemente.
El único medio de asegurar que las naturales innovaciones en los usos lingüísticos vayan en el sentido adecuado, es decir, aporten mayor capacidad de ideación y de expresión al idioma, es que se produzcan respetando las reglas que han presidido la creación de ese idioma, reglas que no son solo un requisito formal, más o menos omisible y del que solo se deben preocupar los eruditos, sino que, muy al contrario, constituyen la esencia misma, el alma, poniéndonos un poco cursis, de cualquier idioma. Y para que esto suceda es ineludiblemente necesario que estas reglas estén firmemente asentadas en el único lugar donde, insisto, existe realmente el lenguaje: en las mentes de quienes lo emplean.
Mi hijo de seis años es incapaz de enunciar ni una sola norma de las que regulan su modo de hablar. No sabe qué es un sustantivo, ni un verbo copulativo, ni un objeto directo. Ni, añado, falta que le hace. Porque sin conocerlas de un modo consciente ni explícito, las aplica con notable destreza y habla con una corrección que para sí quisieran muchos portavoces de grupos parlamentarios. Con esto, además de hacer notar lo listo que es mi niño, quiero decir que este “asentamiento mental” de las normas no necesita conocimientos especializados ni estudios de gramática, necesita tan solo el hábito de hablar bien. He conocido pastores castellanos analfabetos que empleaban su idioma con una riqueza, una precisión y una elegancia admirables; y todos conocemos, en cambio, periodistas, abogados, políticos e historiadores llenos de títulos universitarios cuya prosa hablada o escrita induce al vómito con gran eficacia, y no solo por lo que dicen, sino sobre todo por cómo lo dicen. Porque el idioma es a la vez fondo y forma, y lo que se dice es inseparable, y está fundamentalmente determinado, por cómo se dice.
Es posible, por tanto, que, como usted me advertía amablemente, convenga que los edificios sean capaces de oscilar ligeramente para que sean verdaderamente seguros frente a los ataques del viento o de los terremotos, pero estas oscilaciones son habitualmente imperceptibles para quienes los habitan, se producen en torno a un punto estable de equilibrio y tienen un límite pasado el cual la estructura se resquebraja, los paramentos se rajan y la construcción se va al carajo, para hablar sin ambages. El edificio del idioma castellano es solidísimo y firmemente asentado, y de momento no parece que vaya a sucederle ninguna catástrofe tan definitiva. Pero un deterioro lento y progresivo es casi tan dañino como el colapso repentino, y puede acabar por provocarlo. Para evitarlo, los hablantes que aún somos conscientes de la importancia de conservar en buen uso nuestro idioma debemos seguir, contra viento y marea, hablando y escribiendo lo mejor que sepamos, proclamando la necesidad de hacerlo así y corrigiendo, cuando la buena educación lo permita, a los que lo maltratan y lo usan de cualquier manera. Aunque sea más cómodo pretender que sus patadas al idioma común no son más que simpáticas “vacilaciones”.
Unos días después D. Amando acusó en su columna recibo de mi escrito. Con estas palabras (Libertad Digital, 15 de Octubre de 2004) :
"Javier Carrascón Garrido (Madrid) ─presumo que filólogo, pero mucho más docto que el lendakari de Extremadura─ me acompaña una completísima lección sobre el uso del lo, la, le... ...Sin embargo, no estoy muy conforme con la admonición de don Javier de que sobre lo dicho no caben vacilaciones. Don Javier las compara con las posibles "vacilaciones en la estructura de un edificio: Yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima”. Mala comparación es esa, don Javier. Precisamente un edificio alto oscila, se mueve, y gracias a eso, normalmente no se derrumba. Si la estructura no oscilara un poquitín, entonces es cuando se derrumbaría al menor soplo de un ventarrón. Vea usted las palmeras cómo resisten los huracanes: moviéndose, vacilando. En cambio, en esas condiciones el vidrio de un ventanal oscila poco y se rompe. Hágame caso, seor filólogo, vacilemos lo justo para no tener que bacilar o bacigalupar demasiado."
A lo cual, tras aclararle que no soy filólogo y mostrar mi sorpresa por que me comparara con el presidente extremeño sin haberle faltado yo en nada, le envié la siguiente respuesta, de la que nunca más se supo, como es lógico, porque tampoco va D. Amando a dedicar su columna a mis expansiones sociolingüísticas, que para eso ya está este blog:
"Me halaga usted y se lo agradezco sinceramente, pero no deja de preocuparme que unos conocimientos básicos que adquirí en el Bachillerato (bien es verdad que en un Bachillerato pre-LOGSE) y que deberían presumírsele a cualquier hispanohablante medianamente instruido, basten para que me suponga usted filólogo. Si tener nociones tan elementales como las mías sobre el correcto uso del español requiere estudios de filología, no me extraña que los bachilleres de a pie hablen como hablan.
No, mi interés por el lenguaje no tiene ninguna relación ni con mi formación académica ni con mi profesión; es el de un hablante común, que utiliza su idioma como herramienta de pensamiento, de comunicación y, desde luego, también de trabajo, y que, por lo mismo, tiene una sana curiosidad sobre el funcionamiento de esta herramienta y cierto empeño en que se mantenga en buen uso.
Si usted trata de ajustar una tuerca del doce con una llave del trece, lo logrará a duras penas y, lo que es más grave, la llave se deformará, cogerá holgura y la siguiente vez no servirá ni para el doce ni para el trece, a lo sumo para darle con ella en la cabeza al que se la cargó. Pregúntele usted a cualquier artesano, y le dirá que en el mantenimiento de las herramientas no caben vías intermedias: o se cuidan, se engrasan, se guardan limpias y ordenadas y se utiliza cada una para la tarea específica para la que se concibió y respetando las instrucciones del fabricante y las reglas del oficio, o acaba uno quedándose sin ellas: el destornillador se queda sin filo por querer usarlo de palanca, la garlopa se embota si no se emplea del modo adecuado y la broca pierde toda eficacia horadante si se la usa para remover el cemento. Al final tenemos una surtida colección de objetos vistosos, pero inútiles.
Con el idioma pasa lo mismo: su mal uso lo deforma, lo estropea y le quita utilidad. Si las palabras dejan de usarse con sus significados precisos, o en la forma correcta (¡la sintaxis!) en que deben emplearse para contener con eficacia esos significados, lo pierden (en el único sitio donde lo tienen, que es en la cabeza de los hablantes), de lo que se siguen dos consecuencias bastante desastrosas: un significado se queda sin el medio de ser expresado, y un significante deja de serlo para convertirse en un ruido, una muletilla, uno más de los cada vez más numerosos sonidos huecos e imprecisos que pasan por palabras en el habla de nuestros políticos, nuestros juristas, nuestros comentaristas deportivos, nuestros expertos en técnicas abstrusas y gran parte - cada vez mayor - de nuestros hablantes corrientes y molientes. Y, con ser grave el menoscabo que sufre el habla, es más grave aún, aunque sea menos notorio, el que sufre el pensamiento: hablamos siempre del idioma como un medio de comunicación, pero, antes que eso, es el instrumento con el que pensamos. Quien domine mal su idioma, pensará mal. No tenemos otro medio de producir y manejar conceptos que las palabras, y si tenemos pocas e inútiles palabras, tendremos pocas y malas ideas.
Es quizás consolador, pero yo pienso que inútil y peligroso, querer presentar este deterioro, sea de las herramientas o del idioma, como una evolución natural, inevitable y hasta deseable. Naturalmente que el idioma evoluciona, y que hoy no hablamos, ni escribimos, como hace cien años. El uso correcto de las herramientas les descubre nuevas utilidades, las necesidades nuevas determinan la invención de nuevas técnicas y nuevos utensilios... tiene que existir, lógicamente, un crecimiento y una renovación de cualquier panoplia de herramientas que sea realmente usada, y, perseverando en mi comparación, también de cualquier idioma que esté realmente vivo.
Pero así como no podemos atribuir al crecimiento natural de un cuerpo humano las deformaciones de columna, ni el desarrollo de tumores, ni la esclerosis de los tejidos, ni siquiera las torceduras de tobillo, por mucho que se trate de “cambios” y que el crecimiento también sea un “cambio”, así tampoco deberíamos celebrar cualquier novedad lingüística como síntoma de la vitalidad del idioma. Hay cambios para crecer y cambios para morir, hay innovaciones que enriquecen y aportan mayor precisión y mayor capacidad de diferenciación y de matiz (y en esto consiste la evolución de un idioma: en pasar del gruñido inicial a la creación de un vocabulario cada vez más amplio y preciso) y hay novedades que hacen “avanzar” justo en el sentido contrario: hacia el comodín indistinto que pretende servir para decir cualquier cosa de cualquier manera y, en consecuencia, no sirve en manera alguna para decir nada. Son esas las que, lejos de hacer crecer un idioma, lo destruyen, o lo deterioran considerablemente.
El único medio de asegurar que las naturales innovaciones en los usos lingüísticos vayan en el sentido adecuado, es decir, aporten mayor capacidad de ideación y de expresión al idioma, es que se produzcan respetando las reglas que han presidido la creación de ese idioma, reglas que no son solo un requisito formal, más o menos omisible y del que solo se deben preocupar los eruditos, sino que, muy al contrario, constituyen la esencia misma, el alma, poniéndonos un poco cursis, de cualquier idioma. Y para que esto suceda es ineludiblemente necesario que estas reglas estén firmemente asentadas en el único lugar donde, insisto, existe realmente el lenguaje: en las mentes de quienes lo emplean.
Mi hijo de seis años es incapaz de enunciar ni una sola norma de las que regulan su modo de hablar. No sabe qué es un sustantivo, ni un verbo copulativo, ni un objeto directo. Ni, añado, falta que le hace. Porque sin conocerlas de un modo consciente ni explícito, las aplica con notable destreza y habla con una corrección que para sí quisieran muchos portavoces de grupos parlamentarios. Con esto, además de hacer notar lo listo que es mi niño, quiero decir que este “asentamiento mental” de las normas no necesita conocimientos especializados ni estudios de gramática, necesita tan solo el hábito de hablar bien. He conocido pastores castellanos analfabetos que empleaban su idioma con una riqueza, una precisión y una elegancia admirables; y todos conocemos, en cambio, periodistas, abogados, políticos e historiadores llenos de títulos universitarios cuya prosa hablada o escrita induce al vómito con gran eficacia, y no solo por lo que dicen, sino sobre todo por cómo lo dicen. Porque el idioma es a la vez fondo y forma, y lo que se dice es inseparable, y está fundamentalmente determinado, por cómo se dice.
Es posible, por tanto, que, como usted me advertía amablemente, convenga que los edificios sean capaces de oscilar ligeramente para que sean verdaderamente seguros frente a los ataques del viento o de los terremotos, pero estas oscilaciones son habitualmente imperceptibles para quienes los habitan, se producen en torno a un punto estable de equilibrio y tienen un límite pasado el cual la estructura se resquebraja, los paramentos se rajan y la construcción se va al carajo, para hablar sin ambages. El edificio del idioma castellano es solidísimo y firmemente asentado, y de momento no parece que vaya a sucederle ninguna catástrofe tan definitiva. Pero un deterioro lento y progresivo es casi tan dañino como el colapso repentino, y puede acabar por provocarlo. Para evitarlo, los hablantes que aún somos conscientes de la importancia de conservar en buen uso nuestro idioma debemos seguir, contra viento y marea, hablando y escribiendo lo mejor que sepamos, proclamando la necesidad de hacerlo así y corrigiendo, cuando la buena educación lo permita, a los que lo maltratan y lo usan de cualquier manera. Aunque sea más cómodo pretender que sus patadas al idioma común no son más que simpáticas “vacilaciones”.