miércoles, 23 de enero de 2008

A buen juez, mejor testigo

Mis relaciones con la Justicia.

Carlos Gardel - A la luz de un candil

Me han citado como testigo. El Juzgado de Instrucción número tantos, del Pueblo Gordo de al lado del Pueblo Pequeño donde está mi puesto de trabajo, me ha mandado una “Cédula de Citación a Testigo” en la que me dice que el próximo 3 de Abril, a las doce, deberé comparecer ante él para prestar declaración “en calidad de testigo, sobre DAÑOS ocurrido (sic) el 1 de Abril de 2007 en Pueblo Pequeño.”
Si se me ocurre no ir “sin alegar causa justa que me lo impida” “me aperciben que” se me podrá imponer una multa de 30’05 a 150’25 euros.
Aparte de estas instrucciones, tan corteses como bien redactadas, la Cédula no contiene mucho más. Un encabezamiento con la identificación del Juzgado y su número de teléfono, la indicación de que el procedimiento son unas “DILIGENCIAS PREVIAS PROC. ABREVIADO xxxx/2007”, y un pie con la fecha, la firma de “EL/LA SECRETARIO”, el sello del Juzgado y mi nombre seguido del cargo que ocupo en mi empresa, que es donde me han mandado la citación.
Esto último, y la mención de que los “daños” de que al parecer fui testigo ocurrieron el 1 de Abril de 2007 en el Pueblo Pequeño donde trabajo son las únicas pistas de que dispongo para tratar de adivinar sobre qué demonios quiere el señor Juez que preste mi testimonio. Quiero decir que ya sé, por ejemplo, que no se trata de una riña entre vecinos de mi casa de Madrid, ni de un accidente de tráfico en la autopista. Es algo, unos "daños", "ocurrido" donde tengo el curro y de lo que al parecer debería estar yo enterado por razón de mi trabajo. Y eso es todo lo que sé.
Pero el caso es que yo, y así lo proclamo solemnemente, no tengo la menor idea de haber sido testigo de "daños" algunos, ni en esa fecha ni en ninguna otra, ni en ese pueblo ni en ningún otro sitio, ni por mi profesión ni por ningún otro motivo. No sé de qué rayos me están hablando -y, lo que es peor, me requieren para que hable yo- y no veo, sinceramente, de qué puede servir mi testimonio sobre un asunto que, si alguna vez he conocido, ha debido de borrárseme de la cabeza.
Por lo que cojo el teléfono y llamo diligentemente -nunca mejor dicho- al Juzgado en cuestión. Tras varias llamadas en tres días seguidos, porque la persona que se ocupa de estas cosas no está el Lunes a tres horas distintas, ni el Martes a otras tres, por fin el Miércoles consigo llamarla a una hora a la que sí está y me atiende. Le cuento mi caso y cuando me dispongo a darle los datos exactos para que me diga de qué se tratan las diligencias y sobre qué voy a tener que testificar, me interrumpe: imposible darme ninguna información por teléfono. Yo puedo ser quien digo que soy, pero puedo también no serlo. Si quiero esa información, tengo que ir en persona al Juzgado. Cualquier día de Lunes a Viernes, de nueve a dos.
Pero, señorita -objeto- en esas horas y días que usted dice yo estoy trabajando. Podré abandonar mi puesto el día para el que he sido citado, porque tengo una citación. Pero no puedo irme alegremente cualquier otro día, solo porque usted no quiera contarme ahora lo que necesito saber.
Pues lo lamenta, me responde, pero así están las cosas. Si quiero saber sobre qué asunto se va a requerir mi testimonio, tengo que ir allí a preguntarlo. Por teléfono, ni soñarlo.
Señorita -insisto, aún cortésmente- siendo así mi testimonio no le va a servir de nada a ese Juzgado. Yo no recuerdo haber sido testigo de nada que pueda ser objeto de un juicio penal. Si se me advierte de antemano de cuál es el asunto puedo hacer memoria, consultar apuntes - ya que, al parecer es algo relacionado con mi trabajo- recopilar datos... algo. Pero si no puedo hacer nada de todo eso y solo el día en que se me ha citado me entero de para qué, nada podré contar. -Y qué quiere usted que yo le haga, me responde. -Pues decirme en la citación de qué asunto se trata, por ejemplo, quién demanda a quién por qué daños y cuál de los dos, demandante o demandado, ha requerido mi testimonio, cosas todas que lógicamente tengo yo derecho a saber si he de ser testigo, le respondo yo. -Me va usted a enseñar a hacer cédulas de citación, dice ella. -No, no parece que haya muchas esperanzas de que pueda enseñársele a usted a hacer nada, digo yo.
Frase esta que, siento decirlo, señala el deterioro definitivo de las buenas maneras en esta conversación. Ella me acusa de querer enseñarle a hacer su trabajo y yo la acuso a ella de conculcar mis derechos de ciudadano y perjudicar el curso de la justicia. Prudentemente no he dado aún dato alguno que permita identificarme; a esa precaución tendré que agradecer el que el día de mi comparecencia no me manden prender según cruce las puertas del Juzgado. Me dejo llevar por la retórica. Lamento que la Justicia española siga empleando en sus tratos con los ciudadanos los mismos modales que la Inquisición, y le ruego que al menos me informe de si va a emplearse la tortura judicial para asegurar la veracidad de mi declaración. Por ir preparado al menos en eso, concluyo antes de colgar airadamente.
Comprendo que he hecho mal. La señorita que me ha atendido es grosera, prepotente y refractaria al razonamiento lógico, pero sin duda no hace más que cumplir normas que no está en su mano cambiar, y no está bien por mi parte buscar querella a quien no puede responderme más que así.
Pero el caso es que este es un razonamiento que empieza a cansarme. Quienes están a mi alcance nunca tienen la culpa, quienes tienen la culpa nunca están a mi alcance. Y yo ya no quiero sufrir más atropellos ni más arbitrariedades mansamente, sonriendo comprensivo a quienes solo cumplen -a veces con visible satisfacción- su obligación de imponérmelos. Si solo puedo protestarles a ellos, bien, les protestaré a ellos. Es posible que esto sea obrar mal, pero pienso seguir haciéndolo. ¿Por qué he de ser yo el único que no obre mal? Pretender tal cosa es soberbio, insolidario y poco realista. Renuncio.
El día en que declare, además, le explicaré al Juez que no puedo decir nada sobre el caso porque nada recuerdo y se me ha impedido hacer lo necesario para recordar. Que no tengo nada que declarar y que, si algo hubiera podido tener, la forma absurda, prepotente e irrespetuosa de mis derechos con que he sido citado nos ha privado a todos de ese algo. Por lo cual todos, la Justicia, él, mi empresa y yo estamos perdiendo el tiempo con mi no declaración, en beneficio de nadie, por culpa de un procedimiento estúpido y de unos ejecutores obtusos.
Aunque también es posible que ese día no diga nada de todo eso y me limite a declarar que no recuerdo. Desahogarse es estupendo, pero con los jueces más vale andarse con cuidado. Ellos pueden dejar escapar a narcotraficantes, descuidar plazos o diligencias elementales o faltar al debido sigilo con sus mujeres sin que les pase nada (a ellos; a la mujer, que no tiene obligación alguna de ser discreta, sí la sancionan), pero los demás tenemos que mirar mucho qué decimos sobre ellos, porque se nos puede caer el pelo. Bien pensado, no, no creo que le diga al Juez ninguna de estas cosas.
Desde luego no le diré que la Justicia española es un cachondeo. Ya hubo un Alcalde que se vio en aprietos por decirlo y, además, yo no veo el cachondeo por ninguna parte.
Maldita la gracia que me hace, de hecho.

lunes, 14 de enero de 2008

Ha muerto Gonzalo Arias

Unos días antes de publicar mi anterior post, le envié una copia a Gonzalo Arias, a la dirección electrónica que figura en su página de Internet. Me pareció de cortesía que fuera el primero en leer un texto que se refería a él y que pudiera darle o negarle su nihil obstat. Me respondió a las pocas horas, un correo dictado a uno de sus hijos, según me explicó, porque llevaba diez días sin poder moverse apenas de la cama, "luchando con una leucemia que al parecer no tiene cura", por lo cual consideraba que recibía mi "torrente de elogios" en "un momento propicio para pasar revista a su vida". La fortaleza, la serenidad, la cordialidad y el buen humor que respiraba su correo en semejantes circunstancias no dejaron de impresionarme, aunque tenía ya bastantes motivos para saber la extraordinaria clase de persona que era.

Hoy he recibido la esquela que copio a continuación.



Gonzalo Arias Bonet

falleció (es decir, pasó de una a otra dimensión espacial y temporal) el día 11 de enero de 2008 a los 81 años de edad..

He vivido como cristiano –ha dejado él escrito--, y como tal entiendo morir, después de haber intentado aplicar y practicar, desde la doctrina de la noviolencia, el mensaje de amor universal que Jesús nos trajo de parte de Dios para la construcción del Reino de Dios.

Sin embargo, no deseo que se celebren para mí funerales ni cualesquiera otros ritos de la Iglesia Católica. Llegada la hora de la sinceridad, debo decir que he evolucionado al final de mi vida de manera que ya no tengo esperanza en la renovación de la Iglesia Católico Romana desde dentro, aunque conservo la esperanza en la renovación del cristianismo por obra de comunidades de base, iglesias pacifistas y movimientos ecuménicos. Entiéndase esto como una forma de protesta frente a una Iglesia ritualista y dogmática, poco sensible a los signos de los tiempos.

Sé que no siempre he respondido a las expectativas de personas que podían esperar de mí ayuda, consuelo o simplemente amistad. Espero que me perdonen.

En definitiva, me considero afortunado por la vida que he vivido y por el cariño de que me veo rodeado en mi fase final. Alabado sea Dios.”


Su esposa Hilde, sus hijos Irene, Sonia, Ana, Mario, Diego y Marta, sus nietos Germán, Paula, Olivia, Celia, Aorinco, Nadiejda, Daniel y Lara

se sienten afortunados por haberte tenido de compañero, padre y abuelo. Has sido y sigues siendo en nuestros corazones un ejemplo excelente y gracias a tu bondad, tenacidad, paciencia, humildad y honradez, nos has transmitido valores de gran coherencia y unos principios éticos que siempre recordaremos y nos servirán de guía en los momentos difíciles.

Tu espíritu rebelde, inquieto y curioso ha sido la mejor educación que tus hijos podríamos desear.

Queremos agradecerte la valentía, buen humor y tranquilidad con que supiste afrontar tu enfermedad y los que sabías eran los últimos días entre nosotros. Fuiste un buen paciente y para nosotros fue una gran suerte y satisfacción haberte acompañado hasta el final; esperamos haberte servido de ayuda.

Sabemos que quisiste ahorrarnos trabajo preparando tus libros y otros asuntos en tu último año de vida, gracias de nuevo.

Te deseamos que tengas un buen viaje, que allá donde estés sigas explorando e investigando, y seas feliz en cualquier rama de la historia a donde hayas ido a parar.



Gonzalo Arias Bonet

(1926-2008)