jueves, 28 de febrero de 2008

Soy creyente

A Miroslav Panciutti

No sé exactamente quién ha popularizado la palabra “creyente” para referirse a quienes profesamos creencias religiosas, en general y, por estos pagos, a los católicos que aún nos tomamos en serio nuestro catolicismo, en particular. Sea quien fuere, ha tenido éxito. Todo el mundo entiende lo que se quiere decir cuando se habla de ser “creyente”. Yo mismo, como puede verse por el título de esta entrada, uso esta expresión para calificarme a mí mismo, como si fuera inequívoca y de significado evidente.

Pero lo cierto es que no lo es. Pocas palabras lo son. El idioma, como me hacía notar Miroslav Panciutti en unos comentarios que hace ya más de dos meses cruzamos en el recomendabilísimo blog de Lansky, es enormemente polisémico. Él lo decía a propósito de la palabra religión, de la cual acababa yo de hablar en unos términos que le parecieron sorprendentes. Y lo cierto es, como yo le contestaba, que en el terreno de lo religioso es posiblemente donde la polisemia del idioma se manifieste con más evidencia, porque a los muchos significados distintos que la mayoría de las palabras van acumulando a lo largo de su vida se añaden, en este campo semántico, los más numerosos aún derivados de las actitudes y emociones no ya diferentes, sino abiertamente enfrentadas que concita la religión.

Así, por ejemplo, a mi forma de entender y vivir la religión no puede dejar de chocarle que alguien se refiera a ella como "un sistema de amenazas y promesas que cultiva y desarrolla el fondo temeroso de la naturaleza humana", definición debida a Lucrecio, creo, que Lansky, citándola, hacía suya en aquel memorable post (El "If "de Lansky sin permiso de Kipling), que deben ustedes correr a leer si es que aún no lo han hecho. A Miroslav, en cambio, lo que le sorprendía es que "un punto sólido de apoyo y conexión con el resto del Universo que permite y propicia el crecimiento y la liberación personales" me pareciera a mí una buena aproximación a lo que creo que como mínimo debe ser una creencia para poder considerarse verdaderamente religiosa. La sorpresa de ambos era sincera (y de la que me manifestó Miroslav nace este post, tardío y torpe, pero cumplidor) porque a ambos nos resultaba la otra definición completamente ajena y opuesta a nuestra propia experiencia.

Pero las dos definiciones se corresponden, bastante exactamente, con sendas experiencias de las muchas y muy distintas que desde hace siglos han venido suponiendo las religiones para los hombres. Millones de hombres desde el principio de la humanidad han vivido su relación con la divinidad como un proceso de enriquecimiento y de liberación personales, que les ha abierto a los demás y al mundo. Para otros muchos millones, en cambio, la religión ha sido un eficaz mecanismo administrador del miedo y de la ambición, de las inagotables y complementarias ansias de sumisión y de dominio que hay en el ser humano. Y sin duda pueden darse muchas más definiciones de religión, cada una de ellas fiel en igual medida a experiencias reales de muchos seres humanos: la religión ha sido y es, según quién hable, y según de cuándo y de dónde hable, “opio del pueblo”, herramienta de cohesión y pacificación social, adormecedor de conciencias y tranquilizador de espíritus, instrumento de poder, medio de propaganda, arma de guerra y fuerza represiva. Y también camino de realización personal, fermento de movimientos sociales, impulso para cambiar el mundo y vía para escaparse de él.

Hay que tener en cuenta que estas diferentes visiones que pueden darse de la religión no dependen de cuál sea la religión de que se habla: de la mayoría de ellas se pueden decir, y se han dicho, nunca sin algún fundamento, la mayoría de esas cosas. Y tampoco depende de la religiosidad de quien habla: muchos de estos puntos de vista sobre la religión -el que la considera un eficacísimo regulador de las conductas, muy útil socialmente, por ejemplo; o el que la ve como un medio para alcanzar el equilibrio anímico y emocional- son mantenidos indistintamente por corrientes de pensamiento creyentes y no creyentes.

Con lo que henos aquí usando de nuevo la palabra “creyente” como si fuera una categoría claramente definida. Creyente ¿en qué? En Dios, claro. Pero ¿en qué Dios? ¡Puf! Esta es, precisamente, la cuestión central. ¿No queríamos polisemia? Hemos caído de plano en su mismo centro. Dudo mucho que haya muchas palabras más cargadas de más significados antagónicos que este aparentemente sencillo monosílabo.

En el caso de la palabra "Dios" la polisemia ya no es cuestión de diferencias entre creyentes y no creyentes, ni entre fieles de una u otra confesión, ni siquiera entre adeptos de una u otra corriente teológica. Prácticamente cada persona tiene su propia idea de Dios; y que esto no esté claramente establecido y reconocido, y que este infinito número de "dioses" reciban todos el mismo nombre y se hable de ellos como de un concepto único e inequívoco -cosa inevitable, por otra parte, producto de la naturaleza metafórica y "platónica" intrínseca al lenguaje- no hace más que añadir confusión a las ya de por sí confusas e interminables controversias entre creyentes, ateos y agnósticos; cristianos, musulmanes e hindúes; católicos, protestantes y ortodoxos; progresistas, integristas y "cristianos por el socialismo"...

Hay un solo lugar en el que es seguro que Dios existe, y ese lugar es la cabeza de los hombres. Los no creyentes, claro, creen que solo existe ahí -lo cual, paradójicamente, no pasa de ser una creencia, igual de respetable, no más; e igual de indemostrable, no menos, que la contraria.- Pero los creyentes, por más que creamos en su existencia real y autónoma fuera de nuestra mente, no deberíamos ignorar que ese, el de nuestras construcciones mentales y nuestras reacciones emocionales, es, también para nosotros, el primer lugar en que nos encontramos a Dios. No solo eso, sino que, fuera de ese lugar "a Dios nadie lo ha visto nunca", -y esto no es propaganda atea de ningún astronauta ruso romo mental, sino una afirmación del Evangelio según San Juan, capítulo 1, versículo 18.- Por eso, porque Dios es por esencia invisible e inasible, todo lo que tenemos para hacerlo accesible en alguna medida a nuestra experiencia son imágenes y representaciones suyas, formadas a lo largo de siglos de cristianismo y de años de vida personal, a partir de la Escritura, de la tradición, de la exégesis y, para cada uno, del propio temperamento y de las propias experiencias vitales.

Es a esta imagen mental que de Dios tenemos cada uno a la que dirigimos nuestra adhesión o nuestro rechazo, es a través de ella como los creyentes nos relacionamos con Dios y es ella la que en la práctica dirige y orienta, en la medida en que se lo permitimos, nuestra conducta y nuestra vida cuando tratamos de vivirla con arreglo a nuestra fe. Y, desde un punto de vista creyente, también es de ella de la que Dios, el Dios verdadero y vivo, mucho más grande que nada que de Él seamos capaces de imaginar ni comprender, se sirve para actuar en cada uno de nosotros y, a través de nosotros, en el mundo.

Esta noción elemental de que cuando hablamos de Dios todos, creyentes y ateos, estamos en realidad hablando de la imagen que de Dios nos hemos hecho, debería estar mucho más claramente establecida de lo que lo está en la cabeza de la mayor parte de los creyentes. Si fuéramos más conscientes de ella seríamos mucho más respetuosos con los no creyentes, con los que compartimos, aunque nuestra arrogancia no suela admitirlo, una ignorancia prácticamente igual a la suya, encubierta y manejada con construcciones culturales perfectamente equiparables a las suyas, y de quienes solo nos separa un hallazgo, un atisbo, una promesa, una fe: nada que deba impedirnos buscar juntos, ni que nos autorice a despreciar ni a condenar. Seríamos también más humildes frente al infinito e inabarcable misterio de Dios, del que no somos dueños, ni únicos depositarios, y del que no sabemos mucho más - a veces, al contrario, tengo la impresión de que mucho menos - que quienes lo ignoran o lo niegan. Y seríamos, sobre todo, más exigentes con nuestra propia fe y más conscientes de la necesidad de depurar nuestra imagen de Dios y purgarla constantemente de adherencias y deformaciones que poco o nada tienen que ver con Él; que nacen de nuestros miedos, de nuestros deseos, de nuestras miserias y de nuestras limitaciones. Y que no solo estropean nuestras vidas, son contrarias al "sueño de Dios" sobre nosotros y convierten la religión, efectivamente, en el "sistema de amenazas y promesas" conectado directamente con lo más triste y menos gallardo del ser humano al que se refería Lucrecio, sino que son en grandísima medida las causantes de que tantos hombres inteligentes y de buena voluntad, desde Lucrecio hasta aquí, no hayan encontrado más salida que negarse a creer en ningún Dios, antes que creer en las tristes estupideces y aberraciones que con tanta frecuencia los creyentes predicamos de Él.

Bueno, soy consciente de haberme ido por las ramas. Tiende a pasarme con todas las cuestiones, cuánto más con esta, frondosa y evanescente de por sí. He escrito, sí, el post largo que me pedía Miroslav, pero me temo que no ha resultado nada didáctico y sí bastante confuso y más bien oscurecedor. Prometo ahora tratar de completarlo, en un futuro prudentemente indeterminado, con al menos otra entrada en la que intentaré pormenarizar más detalladamente cuáles son las principales de esas deformaciones y adherencias de nuestras imágenes de Dios. Pero no me extrañaría que el asunto me llevara otro par de meses, con no mucho mejores resultados.