domingo, 20 de septiembre de 2009

¿Mayor o menor? (Donde el tamaño sí importa)

Que no cunda el pánico, esto no es lo que parece. Aunque el título haya podido despertar otras expectativas en sus rijosas mentes, se trata nada más que de una nueva entrega de mis interminables disquisiciones musicales, de las que sin duda acabaré por aburrirme algún día. Día que, lamento comunicarles, no ha llegado aún. De hecho, me propongo, en primer lugar, proceder a la

Solución del acertijo musical

que quedó aquí planteado hace una semana (¡Caramba, lo prolífico que me estoy volviendo! A ver si se me van a acostumbrar mal...)



Sí, señores: como acertó sagazmente... esto... un momento... eh... nadie... eh... decía que... la misteriosa melodía que, convenientemente alterada, sirvió de voz principal a mi composición musical del anterior post era... el Himno Nacional. Mi alteración consistió en volverlo del revés y volver luego a armonizar el resultado.

(Mi agradecimiento de autor novel para todos los que han respondido a la adivinanza con sus conjeturas. Merece especial mención Zafferano, por su perseverancia en tratar de acertar con repetidos disparos que, desafortunadamente, no dieron ninguno en el blanco. Lansky, con su única apuesta por "Clavelitos", es el que menos lejos anduvo; por lo menos acertó con el género, que en ambos casos viene a ser, como es notorio, la exaltación de los valores patrios.)

El Himno Nacional, también conocido como Marcha Granadera o Marcha Real Española, es un toque militar del siglo XVIII que, sin duda a falta de algo mejor, nuestros gobernantes de 1870 decidieron dejar como símbolo musical de la nación, y que ha seguido siéndolo desde entonces con la más o menos entusiasta aquiescencia general y con las interrupciones y amenidades que son del dominio público. (Como dice Mafalda: si vos creés que es elblico el que domina los acontecimientos...)


Pues sí, pues sí. Verán: si a esta conocida melodía:



se le da la vuelta, esto es, se escriben exactamente las mismas notas en el orden contrario, empezando por la última y acabando por la primera, queda esta otra, que la verdad es que no se le parece en nada, no me extraña que nadie la reconociera:




Esta segunda, la Marcha Real del revés (podemos llamarla la Laer Ahcram, para entendernos), es la que, tras la inexplicable inspiración que me llevó a realizar esta maniobra subversiva –"démosle la vuelta al menos a esto, ya que a otra cosa no podemos", me dije– decidí yo tomar como melodía principal de mi composición.

Naturalmente, el cambio requiere mucho trabajo. Para que se hagan una idea: si hiciéramos la misma operación con una novela y la escribiéramos de nuevo pero colocando en orden contrario las principales peripecias del argumento, tendríamos que reescribir un montón de cosas. No es lo mismo, por ejemplo, contar que Johny encontró a su mujer en la cama con su mejor amigo y decidió, en vista de ello, alistarse en la Legión Extranjera, que contar que Johny resolvió conocer por fin el África enrolándose en la Legión Extranjera y su esposa aprovechó la ocasión para beneficiarse al mejor amigo de su marido. Son historias totalmente diferentes, que requieren explicaciones, emociones, motivaciones y mises en scène por completo distintas.

Bueno, pues con la música pasa lo mismo: las armonías, segundas voces y demás chundaratas que acompañaban satisfactoriamente a la Marcha Real resultan por completo inadecuadas, discordantes y tirando a inexplicables cuando se les da la vuelta y se pretende que acompañen a la Laer Ahcram. No sirven, hay que inventarse otras. Eso es lo que hice, con gran trabajo y resultado opinable, pero en cualquier caso perfectamente intrascendente: en resumidas cuentas, tampoco es así como acabaremos con la Monarquía. Vaya por Dios.

La verdad es que estas manipulaciones musicales, aunque políticamente inútiles, resultan muy entretenidas y constituyen un buen sucedáneo para los que, faltos de talento para inventarnos nuestra propia música, queremos no obstante experimentar algo remotamente parecido a lo que debe ser el disfrute de los compositores de verdad. Yo al menos me lo he pasado muy bien y he aprendido mucho aderezando un par de melodías de las diversas maneras que se me han ido ocurriendo; y llevado de mi afán didáctico tanto como del no menos noble de escribir algo en este blog, me propongo ahora compartir con ustedes al menos la instrucción, con la esperanza de que algo les alcance también de la diversión.

La de darle la vuelta como a un calcetín es una de las metamorfosis más radicales a que puede someterse una melodía, pero hay otras no tan drásticas que también dan un juego muy satisfactorio. La más sencilla de todas, por ejemplo: cambiarla de tono. Si todas las notas de una música cualquiera se suben, o se bajan, en la misma cantidad de medios tonos –que vienen a ser las unidades mínimas de la música decente, desde que Bach escribiera El clave bien temperado hasta que los músicos contemporáneos han resuelto prescindir al tiempo del clave y de la templanza– seguimos teniendo la misma melodía, perfectamente idéntica y reconocible, pero transportada a una tonalidad distinta de la que su creador dispuso. Es tan elemental esta manipulación que, de no mediar comparación inmediata y recordable entre las dos tonalidades, no solo nadie la advierte –salvo dos o tres felices mortales que gozan de lo que se llama "oído absoluto", lo que les supone un gran ahorro en diapasones– sino que todos la realizamos sin saberlo y con la mayor soltura cuando silbamos o cantamos cualquier melodía. Lo hacemos empezando en la nota que nos pide el cuerpo o que nos permite la voz, que rara vez, y solo por casualidad, será la que señala la partitura original. Nos quedamos tan anchos y a nadie le parece mal porque, de hecho, está muy bien. Una melodía viene a ser como una figura, que no cambia aunque se la traslade de lugar. Igual que un dibujo cualquiera sigue siendo el mismo lo pongas arriba o abajo de la hoja, una melodía sigue siendo la misma la toques empezando en Do o en Mi. Lo que la define no es dónde está, sino qué distancia hay entre sus notas, y mientras esta no varíe no se "deformará", y seguirá siendo la misma. Por eso siguen ustedes reconociendo la Marcha Real si, en vez de escribirla en Do mayor, como está arriba y ordena la versión canónica, la bajamos cuatro semitonos y nos la plantamos así en La bemol Mayor:



¿A que les da igual? Más baja de tono, pero sigue siendo la Marcha Real, a la que, como a cualquier otra música, podemos subir y bajar tranquilamente por toda la escala musical, valga decir por todo el teclado del piano, sin que sufra modificación advertible.


También resulta muy vistoso cambiar el ritmo, esto es, la duración relativa de las notas y de los silencios. Si se hace con un poco de criterio, salen cosas muy interesantes. Vean, por ejemplo, lo que promete una simple redistribución de duraciones en los primeros compases de la Marcha Real (espero que el intenso manoseo a que la estoy sometiendo no resulte ser ninguna clase de desacato, porque entonces se me va a caer el pelo):



Tiene ritmo, ¿verdad? Bueno, así, a palo seco, queda un poco sosa; pero si le metemos unas cuantas notas de relleno, le ralentizamos un poco el tempo y le ponemos un sencillo acompañamiento para la mano izquierda, nos queda esta especie de foxtrot:



en el cual quien siga reconociendo la melodía de nuestro Himno Nacional cuenta con mi más cordial enhorabuena y con mi personal garantía de que tiene un oído estupendo. Porque, aunque está ahí, con todas sus notas, es cierto que a primera vista no es fácil advertirlo. Traten ustedes de tararearlo al tiempo que suena mi arreglo y verán lo bien que encaja.


Ahora bien, la manipulación más espectacular de todas, en mi opinión; la que ha dado origen al título de este post, es también una de las más sencillas. La que consiste en variar el modo mayor o menor en que está la tonalidad. Es sorprendente lo que puede cambiar una música sólo con bajarle medio tono unas cuantas notas elegidas estratégicamente –si está en Mayor y queremos pasarla a Menor– o con subírselo a esas mismas notas –si la transformación deseada es la contraria–.

Por lo poco que yo sé del asunto –no me hagan mucho caso, en esta materia soy perfectamente autodidacta y probablemente me estoy inventando o contando mal buena parte de lo que sigue– lo de mayor o menor no se refiere a otro tamaño que al de la tercera que separa las dos primeras notas del acorde correspondiente a la tonalidad en que está la música en cuestión.

Esto de la tercera tiene también sus bemoles: para no perder el estilo arbitrariamente irracional que preside toda la terminología musical, los músicos llaman tercera al intervalo que separa dos notas alternas cualesquiera, "primera" y "tercera", respectivamente, en el orden en que están en la escala diatónica (perdonen el palabro: en las teclas blancas del piano). Intervalo que, notoriamente, será de dos "unidades": tres menos uno, dos. Bueno, pues es igual; ellos lo llaman tercera, imagino que por el aquel de despistar a los no iniciados.


Para acabar de arreglarlo estas "unidades" no son todas iguales, porque algunas tienen dos semitonos y otras solamente uno. Fíjense ustedes en el teclado –me refiero al de un piano, o instrumento similar, no al de su ordenador– y verán que las teclas negras no están repartidas homogéneamente: entre dos teclas blancas consecutivas puede haber una tecla negra, es decir, dos semitonos, o puede no haber ninguna, y entonces solo las separa un semitono. Como consecuencia hay terceras más largas que otras; terceras de cuatro semitonos, que son terceras mayores, y terceras de solo tres semitonos, que son terceras menores. ¿Me siguen?

No, ¿verdad?

Sinceramente, no puedo reprochárselo.

Bien, a lo que iba: al parecer las dos primeras notas de cualquier acorde, o tonalidad, están siempre a la distancia de una tercera o, por decirlo más exactamente, la segunda nota de un acorde es siempre una tercera de la nota por la que empieza. (Esta última se llama, creo, tónica y es la que le da nombre al acorde: Do Mayor empieza por Do, La sostenido Menor empieza por La sostenido...) Si es una tercera mayor, uséase si está a cuatro semitonos de la tónica–la distancia de Do a Mi, pongo por caso– el acorde está en modo Mayor. Y si es una tercera menor, es decir, a solo tres semitonos de la tónica–lo que va de Re a Fa, un poner– el acorde está en modo Menor.

(Si no lo han entendido no se preocupen, es culpa mía y además no es importante. La música, ahora que no me oye ningún profesional, es para disfrutarla. Destriparla para averiguar cómo funciona merece la pena solo si nos divierte.)


Sí es importante, en cambio, la diferencia sonora entre ambas clases de acorde que, a pesar de estos nombres, no tiene absolutamente nada que ver con tamaño, cantidad o altura. Es mucho más espectacular. Si hay que situar sus efectos en algún terreno, yo los colocaría en los del color, la luz o la emoción. Pero como no suele gustarme caer en el lirismo, omitiré las descripciones y pasaré directamente a un conocido ejemplo pictórico, la Catedral de Rouen pintada por Monet a dos horas distintas del día, que, por una vez, vale casi tanto como mil palabras, incluso aunque sean mías.

Mejor aún ilustrará lo que quiero decirles un ejemplo musical. Vean ustedes, por variar de himno y no desgastar más al nuestro, esta versión de La Marsellesa. (Esta vez el arreglo no es mío, me lo he bajado de Internet, donde puede encontrarse y descargarse gratis, en formato MID, prácticamente cualquier música que se busque. Habitualmente la descarga provoca que el ordenador "toque" la música con cualquiera de los programas que traen puestos a estos efectos, pero si uno tiene el Finale instalado puede "abrirlo", en vez de tocarlo, y se encuentra con una valiosa partitura que, además, puede guardar, retocar y modificar a su antojo. Imagino que al hacerlo estoy vulnerando de varias maneras distintas al menos dos o tres derechos de autor por cada partitura. No duermo, del remordimiento.)

La Marsellesa es un canto guerrero del siglo XVIII, como la Marcha Real, y, como ella, está en un brioso y enérgico tono Mayor. Do Mayor, concretamente, que parece ser el preferido para los himnos. Suena, como bien saben ustedes, así:



y oyéndola se comprende que a sus sones los franceses tomaran la Bastilla, guillotinaran a medio Gotha y conquistaran otra media Europa. Según Napoleón, que no tenía ni idea de música pero de guerra algo sabía, esta música les ahorró muchos cañones.


Si ahora va uno –yo, sin ir más lejos– y se dedica a la laboriosa tarea de buscar en la partitura todas las notas que coinciden con las terceras mayores de las tónicas de los acordes que se suceden en esta música y en los que resulte necesaria la transformación; borrarlas y sustituirlas por otras iguales pero medio tono más bajas, es decir, correspondientes a las terceras menores, lo que ha conseguido al cabo de cosa de un par de horas de trabajo es cambiarle el modo. Ya no está en Mayor, sino en Menor.

Podemos llamar, a lo que nos ha quedado, la Marsellesita. (Digamos, de paso, que la Marsellesa no esta integramente en tono mayor; tiene un pedazo, ese en el que habla de los feroces soldados que vienen a degollar a nuestras mujeres e hijos, en el que se pasa un ratito al modo menor, cuatro compases, para ser exactos. En ese pasaje he hecho la maniobra inversa y he subido en medio tono las notas correspondientes, para que quede en modo mayor y se conserve el contraste original.)

La Marsellesita, o Marsellesa en tono menor, suena insidiosamente reconocible, pero muy, muy distinta de su hermana mayor. Ya no inspira deseos de degollar aristócratas ni de cargar a la bayoneta contra los prusianos. A lo sumo, de meditar piadosamente sobre la mera consideración de semejantes actividades, para deplorar la triste condición humana y su inclinación a la violencia. Ya no se adapta tan naturalmente a sus notas esa frase final tan bonita: ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos!, que siempre me ha causado un sobresalto considerable. (¿Se imaginan ustedes decir semejante cosa en un himno que se escribiera hoy? Los franceses es que escribieron su himno hace doscientos y pico años. A nosotros se nos ha pasado la edad, mejor dejamos sin letra al nuestro.)

Con lo que a continuación oirán si aprietan el botón lo más que puede invocarse como riego de los campos de Francia son las dulces lluvias de la primavera, o el llanto que brote de los enternecidos ojos de los agricultores que lo escuchen. La cosa suena así:



A mí me parece una ilustración bastante clara de la diferencia de sonido, significado y emoción que existe entre las tonalidades mayores y las menores; y de cómo hay asuntos en los que tenerla mayor o menor –la tonalidad, digo– es una cuestión importante.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Acertijo musical


Acertijo Musical - Júbilo Matinal

No, lo siento. No se me ha pasado aún la manía de las musiquitas. Al contrario, sigo dándole al Finale NotePad a ratos perdidos, y les sorprendería a ustedes saber la cantidad de ratos perdidos que puedo reunir al cabo de un mes o dos.

Y me lo paso muy bien, la verdad. He dado un paso más, y me he lanzado a inventarme mis propias músicas. Efectivamente, la que encabeza este post es mi primera composición musical. ¿Por qué, entonces, –se preguntarán quizás ustedes, o al menos aquellos de ustedes que, inasequibles al desaliento, hayan apretado el botón– suena como si fuera una jiga escocesa interpretada por una banda de gaiteros jubilados que desfilaran por el páramo contra un fuerte vendaval? ¿Hay, oh Júbilo, alguna razón para que aumentes la ya más que suficiente cantidad de jigas escocesas en una más, que encima no es ni escocesa ni jiga? ¿No podías ceñirte a los boleros, pongamos por caso?

Duras palabras son esas para unos fieles lectores, pero trataré de responderlas. En primer lugar, si hubiera compuesto un bolero me habrían preguntado ustedes, con igual justicia, qué necesidad había de aumentar el ya más que suficiente número de boleros. En segundo, ese sonido rasposo y ondulante que no habrán dejado de advertir no es de mi exclusiva responsabilidad. Gran parte de la culpa es del Finale, que sin duda hace lo que puede para imitar fielmente los timbres del saxo o del cello, pero que parece que puede poco; y el proceso de convertir el archivo MUS original, el que yo escribo como partitura, en otro MID que suene, y este en otro MP3 que pueda reproducir cualquier ordenador, y subir este último a DivShare para que desde allí puedan bajarlo ustedes, tampoco ha contribuido a mejorar el resultado final, que se ha ido dejando rebañaduras y perdiendo apresto en cada uno de estos trasvases. Por último, pero no menos importante, la errática melodía, esa que les ha hecho pensar con nostalgia en los posts que dedico a cualquier otro asunto, tampoco puede serme imputada por entero. La cosa es así:

De las cuatro voces que suenan (sí, hay cuatro, aunque parezcan una masa indistinta), tres son de mi exclusiva invención y responsabilidad. Arropan muy polifónicamente a la principal, le proporcionan un apoyo armónico y le sirven de envoltorio y acompañamiento. Pero esa voz principal a la que las otras tres dan, por así decirlo, una "explicación" armónica, no me la he inventado yo. Como en tantos otros terrenos en los que incurro, tampoco en el musical me distingo por mi creatividad, y también en él me viene bien un empujoncito inicial en el que apoyarme, así que la melodía conductora está, digamos, inspirada en otra previamente existente, que yo me he limitado a modificar, siguiendo unas precisas pautas sobre las que de momento me permitirán que no dé más detalles. Se trata de una pieza muy popular y, sinceramente, tengo curiosidad por saber si mis maniobras han conseguido enmascararla por completo o si, por el contrario, hay alguno de ustedes que siga pudiendo reconocer, a pesar de mis maquinaciones, de qué música se trata. Puedo asegurar que, la reconozcan aquí o no, todos ustedes la han escuchado más de una vez y la reconocerían si se la presentara sin manipulaciones.

Si alguien cree saber la solución a este acertijo musical puede publicarla en los comentarios, chafando así a cualquier otro que quisiera intentarlo después. Eso no deja de tener su gracia. Y puede también comunicarme privadamente su respuesta en el correo electrónico que figura en el perfil de Júbilo Matinal y que reproduzco aquí: jubilomatinal seguido de arroba y acontinuación gmail punto com. Los acertantes, anticipo, gozarán de la mayor consideración general y de mi personal admiración, que no son poco premio.

En cualquier caso, haya o no respuestas, cualquier día de estos daré yo mismo la solución. Entretanto, disfruten. De nada.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (2)


Georges Brassens - Stances à un cambrioleur

De modo que allí estábamos I y yo,esperando el regreso de nuestra, respectivamente, madre y esposa, que se había adentrado en el territorio hostil del Depósito Municipal de Vehículos con la única compañía de un guía nativo inamistoso, y de la que ahora nos separaban una alambrada cerrada con candados y cerrojos y unos cuantos miles de metros cuadrados llenos de coches abandonados. Recé mentalmente para que, si llegaba a producirse el enfrentamiento –cosa muy probable, dada por un lado la catadura general del segurata y por el otro el estado de ánimo cercano a la ebullición en el que sabía a mi mujer– a ella no le fallaran los reflejos. "Si consigue pillarle desprevenido puede tener alguna posibilidad", calculé. "No parece en muy buena forma y no esperará ser atacado por una madre de familia. Espero que tenga el sentido común de quitarle la pistola antes de golpearle. Mientras está conduciendo, sería el mejor momento..." Me distrajo de estos pensamientos la llegada de una pareja.

–¿Esto es el puto depósito de coches?– nos saludó, más expeditiva que cortés, el miembro femenino, una jovencita que parecía atormentada por una pena secreta. Asentimos, y mientras él, siguiendo nuestras indicaciones, entraba en el cobertizo, ella decidió hacer su pena un poco menos secreta y, sin duda para bajar presión, comenzó a rociarnos con unos cuantos escapes de su caldera interior. Atraje a I hacia mí, para protegerle en caso necesario y para que su evidente condición de no beligerante nos identificara a primera vista como neutrales y posibles aliados.

–Me llaman ayer al trabajo –soltó su primer chorro la recién llegada– para decirme que se me han llevado el coche, porque van a rodar no sé qué mierda de película, y que lo puedo recoger en... no sé cómo cojones lo llaman, pero por lo menos estaba en un sitio civilizado, joder. Que lo tendrían allí cinco días y luego lo traerían al depósito si no lo recogíamos antes. Vamos allí esta mañana y me dicen que ya no está allí, que se lo han traído a este puto culo del mundo... ¡Y que traiga una grúa, porque a lo mejor ahora no anda! Ayer andaba perfectamente, así que ¿por qué leches no va a andar hoy? ¿Qué le han hecho, los cabrones estos? ¿Quién coño me va a pagar a mí el arreglo? ¿Y el taxi que hemos tenido que coger para venir a este jodido vertedero? ¿Y de dónde cojones saco yo una grúa, y quién la va a pagar?

Reconocí lo justo de su ira y desplegué toda mi simpatía. Tanto por solidaridad elemental como por regular en lo posible el flujo de denuestos, que I, siempre interesado en el lenguaje, escuchaba con gran atención, probablemente tomando nota mental de los hallazgos expresivos más felices. Nuestra nueva amiga pasó de lo que podríamos llamar parte expositiva de su desahogo a la dispositiva, una explicación fervorosa de sus proyectos inmediatos, que incluían explícitamente el homicidio indiscriminado y la destrucción a gran escala de objetos, de modo que, prefiriendo prevenir a curar, la conduje con mano firme y palabras de aliento hacia el interior del chamizo, donde me pareció que sus iniciativas encontrarían un campo de acción más amplio y útil. Allí la dejé con su novio, estrellando sus iras al alimón contra la estolidez imperturbable del tipo del mostrador y salí de nuevo a la relativa paz exterior. I aplastaba la cara contra la alambrada, en busca vana de algún atisbo de su madre.

–No vienen...– me dijo.

La verdad era que ya tardaban en volver. "No se han oído disparos ni gritos de auxilio", me dije para tranquilizarme. "M es muy rápida corriendo, y entre tanto coche no le será dificil darle esquinazo. Si han llegado hasta el Golf, allí hay una llave inglesa..."

Pero al fin oímos llegar al cochecillo a toda velocidad. Se detuvo al otro lado de la verja con un frenazo y, como en los atracos, las dos puertas se abrieron a la vez y M y el sicario, sin señales visibles de violencia en sus personas, se bajaron cada uno por su lado. M nos saludó con la mano y nos hizo señas de que entráramos en la caseta, mientras seguía la rápida marcha del rufián hacia la puerta trasera. Nos reunimos todos en la oficinilla, ellos entrando por detrás y nosotros por delante, y nuestra entrada interrumpió por un momento la batalla del mostrador. M comenzó a ponerme en autos, nunca mejor dicho, de sus andanzas por la Frontera, y algo magnético había en su tono y ademán que hizo que, según empezaba a hablar, el habitáculo todo quedara suspenso, pendiente de sus labios:

–No tiene gota de gasolina. Le he hecho el puente y el motor de arranque funciona, pero la grúa lo ha dejado caer al fondo de un terraplén y no creo que pueda subir aunque consigamos que ande, porque la cuesta es enorme y está encima de un matorral. Lo ha debido de aplastar al caer y se ha quedado medio encajado. He tenido que romper unas cuantas ramas para abrir el maletero, me he hecho cisco las manos. Ese señor del jersey azul –señaló sin mirarlo al Guardia de Inseguridad, que nos miraba hosco– no ha movido un dedo para ayudarme. Ni se ha acercado al coche. Se ha quedado arriba, cruzado de brazos. Cuando le he dicho que si no nos lo sacan de ese agujero en que lo han tirado no nos lo podemos llevar, me ha contestado que traigamos nosotros una grúa, que el coche se queda donde está hasta que nosotros lo movamos.

La jovencita prorrumpió en una especie de ovación triunfal: se confirmaban sus peores sospechas y le traían combustible de refuerzo y una aliada de su sexo, siempre más de fiar que los contemporizadores varones. El del mostrador, contento de poder desentenderse aunque fuera un momento del acoso de la pareja, creyó llegado el momento de intervenir.

–Si quieren ustedes volver con una grúa, nosotros tenemos abierto hasta...

–Lo que es yo –declaró en ese momento el segurata– no pienso volverla a acompañar. Ya he ido una vez y no voy más.

Alguien se ha llevado del maletero el balón de fútbol de I– siguió contándonos M, mirándole fijo. –El ladrón se ha dejado dentro un montón de cosas suyas, hasta un pico, así que no creo que haya sido él.

–¡El balón de mi cumpleaños!– clamó I.

–Yo te compraré otro, hijo, no te preocupes.– dijo M.– Ahora lo que quiero es irnos de aquí. Cuanto antes.

–Pues vámonos– concluí yo.

–¿Pero no se llevan ustedes el coche?– quiso saber el del mostrador.

–Hoy no. Ya vendremos otro día que tengamos más ganas. Y si se les ocurre a ustedes cobrarnos ni un solo euro por el depósito del coche... –busqué una amenaza verosímil y, como no la encontré, acabé con cierta prisa– los denunciaré por receptación de vehículo robado y saldremos todos en los periódicos.

Y nos fuimos los tres. Fué una salida más o menos digna y tuvimos el consuelo, mientras cruzábamos la puerta exterior en busca de mi coche, de oir a nuestra espalda cómo redoblaban los gritos de la jovencita, cubriéndonos la retirada.

* * * * *

Mi jefa, que se ríe mucho con mis historias y conoce a todo el mundo, nos consiguió un desguace que no solo fue con una grúa una semana después a sacar el Golf del depósito, sino que no nos cobró nada y hasta nos pagó cien euros por lo que de él pudiera aprovechar.

Gracias, pues, al Ayuntamiento de Madrid, un coche que andaba estupendamente y que el primer ladrón había dejado en razonables condiciones de uso y decentemente aparcado en una calle céntrica, a tiro de Metro, pasó a ser un montón de chatarra inerte arrojada a un barranco del extrarradio más inaccesible.

¿No está la Administración Pública precisamente para eso, para llegar donde la iniciativa privada no puede o no quiere?

Como dueña del coche M tuvo que acompañar a la grúa para retirarlo. Cuando entraron a buscarlo, y contra lo que había dicho el segurata sin afeitar (ese día ya había otro, afeitado. Los deben de mandar allí temporadas cortas, como castigo), el Golf ya no estaba al fondo del terraplén, encajado en un arbusto, sino correctamente aparcado en un llano, del que ella solita se lo habría podido llevar sin más que echarle un poco de gasolina. Pero ¿cómo despedir de vacío al de la grúa y volverse atrás del trato con el desguace? Y ¿qué hacer con un tercer coche en un barrio como el nuestro, en el que aparcar a diario dos ya es un serio problema y en el que puedes conseguir tantas tarjetas de residente como conductores haya en el domicilio, pero no más?

M me contó este segundo viaje muy tranquila y objetiva, sin la menor muestra de emoción. Pero la conozco y sé que esta última y definitiva despedida de su Golf, que la esperaba allí tan dispuesto, el pobre, y al que tuvo que abandonar para el desguace, debió de resultarle muy dura.

* * * * *

Cosa de dos meses después a M le han llegado cinco denuncias por estacionar sin distintivo que lo autorice, todas ellas del lugar en que el ladrón dejó el coche y de los días en que aún no nos habían avisado, pero ya el robo llevaba denunciado una semana. (Dos de ellas, por cierto, del mismo día, cosa legalmente imposible.) La Policía Municipal, que tardó cinco días en darse cuenta de que era un coche robado y en avisar a su dueña, fue capaz en cambio desde el mismo principio de advertir y denunciar que estaba mal aparcado. Por esto último el Ayuntamiento cobra sustanciosas multas. Por lo otro, solo nuestros vulgares impuestos, que va a recibir de todos modos, lo haga bien o mal, antes o después.

M ha presentado otros tantos pliegos de descargo contra las denuncias, explicando que el coche estaba robado y su robo denunciado, pero la Concejalía ha hecho caso omiso y, a su debido tiempo, le han llegado las multas. Las hemos recurrido, pero desestimarán los recursos, seguro. Y como no las pagaremos –no se debe jamás cooperar con el verdugo– nos embargarán la cuenta del banco o la devolución del IRPF y nos tendremos que aguantar.

Bien dice Brassens que también entre los ladrones hay clases, y que van quedando pocos como Dios manda...