jueves, 4 de marzo de 2010

Deliberadamente obtusos

Lo de menos es el asunto, aunque esta vez ha sido la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. (Comparto con los nacionalistas catalanes el rechazo a las corridas. Comparto con quienes se oponen a ellos el rechazo a las prohibiciones. Pero, insisto, no es este el asunto) . También lo de menos es el sujeto, aunque esta vez ha sido un tal Mosterín, al que no tengo el gusto.

Al parecer Mosterín argumentó ayer ante el parlamento catalán que no puede aducirse en favor de las corridas de toros el hecho de que sean tradicionales, del mismo modo que no toleramos la ablación del clítoris por muy tradicional que sea en África.

Hoy no sé cuántos periódicos y no sé cuántas radios (una, al menos, que yo haya oído, pero me imagino que más) han denunciado que “los antitaurinos comparan las corridas con la ablación del clítoris”. Rajoy ha dicho que es “inaceptable comparar toros y mujeres”.

No sé cómo me escandaliza más, si como prueba de mala fe o como muestra de absoluta incapacidad lógica.

Mosterín se ha limitado a demostrar, mediante un caso extremo, en el que, por serlo, espera que todo el mundo esté de acuerdo y que, por ello, reduce la cuestión al meollo en que quiere centrarla y elimina de ella interferencias que la compliquen, que el hecho de que una práctica sea tradicional no basta para legitimarla.

Una vez demostrado este principio general, lo ha aplicado al asunto  específico que en ese momento trataba, que eran las corridas de toros.

Es una forma legítima y útil de argumentar, que todos usamos. Hasta tiene un nombre en latín: reductio ad absurdum. 

Cuando mi hijo me pide que le deje acostarse tarde, porque sus amigos lo hacen, y yo, en un rapto de originalidad, le digo “Y si tus amigos se tiraran por el balcón, ¿también tú querrías tirarte?” a nadie se le ocurre decir que estoy comparando acostarse tarde con tirarse por el balcón. Es posible que mi hijo, que es un dialéctico nato, lo argumente así, pero hasta él sabe, a sus once años, que está empleando una falacia, en mero ejercicio de su derecho al pataleo, y que lo que estoy haciendo es ilustrar un principio -no basta que mucha gente haga algo para volver recomendable ese algo- mediante un ejemplo que lo hace especialmente evidente precisamente por ser extremo. Lo entiende cualquiera.

Igual que cualquiera puede entender que el argumento de Mosterín no compara las corridas con la ablación, ni los toros con las mujeres: explica, para quien no sea deliberada o irremediablemente obtuso, que no basta que algo sea tradicional para que deba ser autorizado.

Pero hay cuestiones, por lo que se ve, que solo pueden defenderse mostrándose irremediable o deliberadamente obtuso.