Los Fronterizos - Serenata del 900 (1)
A Marta, que entiende que me pasen estas cosas.
Cuando se tienen seis años un jardín llega a ser tan grande como el mundo. Sobre todo un jardín de la sierra de Madrid, que en unos pocos cientos de metros cuadrados en cuesta acumula senderos, escaleras, cancelas, terrazas, setos, balaustradas de granito, encinas, acequias, porches y pinos en infinitas posibilidades de recorridos en torno a la casa. Un mundo maravilloso en el que jugar eternamente a policías y ladrones -la eternidad es una tarde de verano de la infancia- leer innumerables tebeos o dejar pasar el tiempo charlando y embriagándote de sol y olor a pino.
No llegué a pasar un día entero en aquel jardín y no sé cuántas de mis tardes, no más de dos o tres, supongo, transcurrirían en él. Visitas de un día a la casa que alquiló mi tío en el lejano verano del 64, excursiones desde Madrid a El Escorial para charlar los padres y jugar los primos al aire libre. Sé que nunca entré en la casa, que para mí se limitó siempre a su exterior, una parte más del jardín, su límite y su núcleo: muros de piedra con contraventanas verdes metálicas siempre cerradas y una puerta abierta a un vestíbulo oscuro y fresco, del que salía mi tía con la merienda. Pero el jardín quedó para siempre en mi memoria como el paradigma de los jardines, como la personificación de la sierra, como la quintaesencia de El Escorial. Y también como uno de mis emblemas privados del verano, las vacaciones, el juego, la aventura. La felicidad.
He estado luego en El Escorial incontables veces, y alguna, pasados los años, traté de localizar la casa y el jardín, pero siempre sin éxito. Nunca más lo encontré después de aquel verano. Sus senderos, sus recovecos, sus plantas, sus escaleras, sus terrazas y sus árboles, o más bien mis recorridos de niño que jugaba en el pequeño universo que todo ello formaba, así hurtados del mundo real, cuajaron entretanto en mi memoria como un escenario privado, casi onírico que, como muchos otros, -no sé si a alguien más le pasa esto que me pasa a mí: los recuerdos, emociones, sensaciones y estados de ánimo me cristalizan en paisajes mentales, de cuya permanente y discreta presencia en mi cabeza soy apenas consciente- me ha acompañado desde entonces, catalizando calladamente, a modo de inadvertido pero luminoso telón de fondo, buena parte de mis pensamientos, sentimientos y vivencias. Buena parte de mi vida.
No es fácil, por eso, explicar mi impresión cuando hace unos días, tras deambular un rato por el laberinto de caminos flanqueados de jardines que se extiende entre la Herrería y el Horizontal, en la falda sur de Abantos, me encontré de repente frente al murete de granito. No era muy alto y tras él se elevaba, ofreciéndose a mi mirada en exacta materialización de mi impreciso decorado mental, todo el jardín en pendiente. Todo estaba allí, idéntico a mi recuerdo, cada escalera, cada seto, cada sendero, balaustrada y árbol colocándose obedientemente en su sitio a medida que mi vista y mi memoria iban constatando su asombrosa coincidencia en un único lugar real, al cabo de cuarenta y seis años de buscarlo cada una por su cuenta.
La casa parecía cerrada y vacía. Me subí al muro y, ya a punto de poner el pie en aquella mágica materialización de mis recuerdos más remotos, caí en la cuenta de que no es conveniente allanar moradas ajenas, por propias que sean en nuestro ánimo; menos aún con mi hijo mirando escandalizado cómo por una vez era yo el infractor. Me contuve, pues, y me conformé con mirarlo desde fuera. Lo rodée y pasé un largo rato acodado en el muro del otro lado, el que dominaba el jardín desde arriba, sumido en la fascinada contemplación de aquella irrupción del pasado, súbita y arrasadora. (Se me revivió, incluso -y me llevó un tiempo identificarla- una leve sensación de ansiedad que sin duda tenía -pero nunca había vuelto a recordarlo conscientemente- aquel lejano mes de agosto: la inminencia de mi primer curso de colegio, que yo sabía que iba a empezar poco después, a primeros de octubre.)
Es muy raro que se produzcan estos encuentros, tan completamente coincidentes y tan inopinados, entre nuestros recuerdos y la realidad recordada. A mí me ha ocurrido, con esta, en dos ocasiones, y en ambas me ha supuesto una experiencia intensa y algo catártica, una especie de aglutinación y renovación repentinas de la propia personalidad, que tiende a diluirse y a atenuarse al irse extendiendo a lo largo del tiempo y de improviso se encuentra reunida consigo misma en un momento concreto y olvidado del pasado. No es posible provocarlos, claro. Deben su potencia, su enorme y reveladora capacidad de trastornarnos, precisamente a que son incontrolables, por completo inesperados y muy poco frecuentes. Revulsivos, enriquecedores y, desde luego muy recomendables, si de algo sirviera recomendarlos.
(Imagino que la célebre magdalena no supuso para Proust una experiencia muy distinta de esta mía. Pero mientras que el sabor y el tacto de unas pocas migas de bollo en una taza de té bastaron para desencadenar en la cabeza de Marcel su prodigiosa búsqueda del tiempo perdido, en la mía la aparición de todo un jardín no ha alcanzado a provocar -en lo que a escribir se refiere, quiero decir- más que este modesto post. Es duro ver tan patentemente resumida en esa diferencia la distancia que me separa del genio. Mirémosle, no obstante, el lado bueno: esos siete tomos que nos hemos ahorrado todos.)
No llegué a pasar un día entero en aquel jardín y no sé cuántas de mis tardes, no más de dos o tres, supongo, transcurrirían en él. Visitas de un día a la casa que alquiló mi tío en el lejano verano del 64, excursiones desde Madrid a El Escorial para charlar los padres y jugar los primos al aire libre. Sé que nunca entré en la casa, que para mí se limitó siempre a su exterior, una parte más del jardín, su límite y su núcleo: muros de piedra con contraventanas verdes metálicas siempre cerradas y una puerta abierta a un vestíbulo oscuro y fresco, del que salía mi tía con la merienda. Pero el jardín quedó para siempre en mi memoria como el paradigma de los jardines, como la personificación de la sierra, como la quintaesencia de El Escorial. Y también como uno de mis emblemas privados del verano, las vacaciones, el juego, la aventura. La felicidad.
He estado luego en El Escorial incontables veces, y alguna, pasados los años, traté de localizar la casa y el jardín, pero siempre sin éxito. Nunca más lo encontré después de aquel verano. Sus senderos, sus recovecos, sus plantas, sus escaleras, sus terrazas y sus árboles, o más bien mis recorridos de niño que jugaba en el pequeño universo que todo ello formaba, así hurtados del mundo real, cuajaron entretanto en mi memoria como un escenario privado, casi onírico que, como muchos otros, -no sé si a alguien más le pasa esto que me pasa a mí: los recuerdos, emociones, sensaciones y estados de ánimo me cristalizan en paisajes mentales, de cuya permanente y discreta presencia en mi cabeza soy apenas consciente- me ha acompañado desde entonces, catalizando calladamente, a modo de inadvertido pero luminoso telón de fondo, buena parte de mis pensamientos, sentimientos y vivencias. Buena parte de mi vida.
No es fácil, por eso, explicar mi impresión cuando hace unos días, tras deambular un rato por el laberinto de caminos flanqueados de jardines que se extiende entre la Herrería y el Horizontal, en la falda sur de Abantos, me encontré de repente frente al murete de granito. No era muy alto y tras él se elevaba, ofreciéndose a mi mirada en exacta materialización de mi impreciso decorado mental, todo el jardín en pendiente. Todo estaba allí, idéntico a mi recuerdo, cada escalera, cada seto, cada sendero, balaustrada y árbol colocándose obedientemente en su sitio a medida que mi vista y mi memoria iban constatando su asombrosa coincidencia en un único lugar real, al cabo de cuarenta y seis años de buscarlo cada una por su cuenta.
La casa parecía cerrada y vacía. Me subí al muro y, ya a punto de poner el pie en aquella mágica materialización de mis recuerdos más remotos, caí en la cuenta de que no es conveniente allanar moradas ajenas, por propias que sean en nuestro ánimo; menos aún con mi hijo mirando escandalizado cómo por una vez era yo el infractor. Me contuve, pues, y me conformé con mirarlo desde fuera. Lo rodée y pasé un largo rato acodado en el muro del otro lado, el que dominaba el jardín desde arriba, sumido en la fascinada contemplación de aquella irrupción del pasado, súbita y arrasadora. (Se me revivió, incluso -y me llevó un tiempo identificarla- una leve sensación de ansiedad que sin duda tenía -pero nunca había vuelto a recordarlo conscientemente- aquel lejano mes de agosto: la inminencia de mi primer curso de colegio, que yo sabía que iba a empezar poco después, a primeros de octubre.)
Es muy raro que se produzcan estos encuentros, tan completamente coincidentes y tan inopinados, entre nuestros recuerdos y la realidad recordada. A mí me ha ocurrido, con esta, en dos ocasiones, y en ambas me ha supuesto una experiencia intensa y algo catártica, una especie de aglutinación y renovación repentinas de la propia personalidad, que tiende a diluirse y a atenuarse al irse extendiendo a lo largo del tiempo y de improviso se encuentra reunida consigo misma en un momento concreto y olvidado del pasado. No es posible provocarlos, claro. Deben su potencia, su enorme y reveladora capacidad de trastornarnos, precisamente a que son incontrolables, por completo inesperados y muy poco frecuentes. Revulsivos, enriquecedores y, desde luego muy recomendables, si de algo sirviera recomendarlos.
(Imagino que la célebre magdalena no supuso para Proust una experiencia muy distinta de esta mía. Pero mientras que el sabor y el tacto de unas pocas migas de bollo en una taza de té bastaron para desencadenar en la cabeza de Marcel su prodigiosa búsqueda del tiempo perdido, en la mía la aparición de todo un jardín no ha alcanzado a provocar -en lo que a escribir se refiere, quiero decir- más que este modesto post. Es duro ver tan patentemente resumida en esa diferencia la distancia que me separa del genio. Mirémosle, no obstante, el lado bueno: esos siete tomos que nos hemos ahorrado todos.)
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(1) La música elegida no parece tener gran relación con el texto, pero la tiene, y mucha. Es una canción que aquel verano cantábamos incansablemente mis hermanos y yo, traída a casa por nuestra particular y musical Cigarra, que la había aprendido no sé si en el colegio o con las guías. La cantábamos con otro ritmo y con letra ligeramente distinta, sin la menor idea de que fuera argentina. Muchos años después, recopilando con fervor de coleccionista por tiendas de segunda mano viejos vinilos de zambas, chacareras y vidalas, encontré en uno de ellos esta versión de Los Fronterizos, cuyo título no me dijo nada de entrada pero en la que, al oírla, reconocí con sorpresa la casi olvidada canción de mi infancia. Está aquí doblemente indicada, porque fue también alguno de aquellos veranos de los sesenta cuando entró en casa y en mi vida, de la mano esta vez de mi hermano Ricardo, la pasión que aún me dura por el folclore argentino.
Las fotos las he hecho en una visita posterior, más sosegada y ya no bajo los efectos del primer reencuentro. Tampoco esta vez me resolví a invadir el jardín, y tuve por tanto que hacerlas desde fuera. La fotografía nunca ha sido mi fuerte, y no me han salido muy allá. Pero permiten hacerse una idea.
Las fotos las he hecho en una visita posterior, más sosegada y ya no bajo los efectos del primer reencuentro. Tampoco esta vez me resolví a invadir el jardín, y tuve por tanto que hacerlas desde fuera. La fotografía nunca ha sido mi fuerte, y no me han salido muy allá. Pero permiten hacerse una idea.