domingo, 27 de junio de 2010

El jardín



Los Fronterizos - Serenata del 900 (1)


A Marta, que entiende que me pasen estas cosas.

Cuando se tienen seis años un jardín llega a ser tan grande como el mundo. Sobre todo un jardín de la sierra de Madrid, que en unos pocos cientos de metros cuadrados en cuesta acumula senderos, escaleras, cancelas, terrazas, setos, balaustradas de granito, encinas, acequias, porches y pinos en infinitas posibilidades de recorridos en torno a la casa. Un mundo maravilloso en el que jugar eternamente a policías y ladrones -la eternidad es una tarde de verano de la infancia- leer innumerables tebeos o dejar pasar el tiempo charlando y embriagándote de sol y olor a pino.


No llegué a pasar un día entero en aquel jardín y no sé cuántas de mis tardes, no más de dos o tres, supongo, transcurrirían en él. Visitas de un día a la casa que alquiló mi tío en el lejano verano del 64, excursiones desde Madrid a El Escorial para charlar los padres y jugar los primos al aire libre. Sé que nunca entré en la casa, que para mí se limitó siempre a su exterior, una parte más del jardín, su límite y su núcleo: muros de piedra con contraventanas verdes metálicas siempre cerradas y una puerta abierta a un vestíbulo oscuro y fresco, del que salía mi tía con la merienda. Pero el jardín quedó para siempre en mi memoria como el paradigma de los jardines, como la personificación de la sierra, como la quintaesencia de El Escorial. Y también como uno de mis emblemas privados del verano, las vacaciones, el juego, la aventura. La felicidad.


He estado luego en El Escorial incontables veces, y alguna, pasados los años, traté de localizar la casa y el jardín, pero siempre sin éxito. Nunca más lo encontré después de aquel verano. Sus senderos, sus recovecos, sus plantas, sus escaleras, sus terrazas y sus árboles, o más bien mis recorridos de niño que jugaba en el pequeño universo que todo ello formaba, así hurtados del mundo real, cuajaron entretanto en mi memoria como un escenario privado, casi onírico que, como muchos otros, -no sé si a alguien más le pasa esto que me pasa a mí:  los recuerdos, emociones, sensaciones y estados de ánimo me cristalizan en paisajes mentales, de cuya permanente y discreta presencia en mi cabeza soy apenas consciente- me ha acompañado desde entonces, catalizando calladamente, a modo de inadvertido pero luminoso telón de fondo, buena parte de mis pensamientos, sentimientos y vivencias. Buena parte de mi vida.


No es fácil, por eso, explicar mi impresión cuando hace unos días, tras deambular un rato por el laberinto de caminos flanqueados de jardines que se extiende entre la Herrería y el Horizontal, en la falda sur de Abantos, me encontré de repente frente al murete de granito. No era muy alto y tras él se elevaba, ofreciéndose a mi mirada en exacta materialización de mi impreciso decorado mental, todo el jardín en pendiente. Todo estaba allí, idéntico a mi recuerdo, cada escalera, cada seto, cada sendero, balaustrada y árbol colocándose obedientemente en su sitio a medida que mi vista y mi memoria iban constatando su asombrosa coincidencia en un único lugar real, al cabo de cuarenta y seis años de buscarlo cada una por su cuenta.


La casa parecía cerrada y vacía. Me subí al muro y, ya a punto de poner el pie en aquella mágica materialización de mis recuerdos más remotos, caí en la cuenta de que no es conveniente allanar moradas ajenas, por propias que sean en nuestro ánimo; menos aún con mi hijo mirando escandalizado cómo por una vez era yo el infractor. Me contuve, pues, y me conformé con mirarlo desde fuera. Lo rodée y pasé un largo rato acodado en el muro del otro lado, el que dominaba el jardín desde arriba, sumido en la fascinada contemplación de aquella irrupción del pasado, súbita y arrasadora. (Se me revivió, incluso -y me llevó un tiempo identificarla- una leve sensación de ansiedad que sin duda tenía -pero nunca había vuelto a recordarlo conscientemente- aquel lejano mes de agosto: la inminencia de mi primer curso de colegio, que yo sabía que iba a empezar poco después, a primeros de octubre.)


Es muy raro que se produzcan estos encuentros, tan completamente coincidentes y tan inopinados, entre nuestros recuerdos y la realidad recordada. A mí me ha ocurrido, con esta, en dos ocasiones, y en ambas me ha supuesto una experiencia intensa y algo catártica, una especie de aglutinación  y renovación repentinas de la propia personalidad, que tiende a diluirse y a atenuarse al  irse extendiendo a lo largo del tiempo y de improviso se encuentra reunida consigo misma en un momento concreto y olvidado del pasado. No es posible provocarlos, claro. Deben su potencia, su enorme y reveladora capacidad de trastornarnos, precisamente a que son incontrolables, por completo inesperados y muy poco frecuentes. Revulsivos, enriquecedores y, desde luego muy recomendables, si de algo sirviera recomendarlos.

(Imagino que la célebre magdalena no supuso para Proust una experiencia muy distinta de esta mía.  Pero mientras que el sabor y el tacto de unas pocas migas de bollo en una taza de té bastaron para desencadenar en la cabeza de Marcel su prodigiosa búsqueda del tiempo perdido, en la mía la aparición de todo un jardín no ha alcanzado a provocar -en  lo que a escribir se refiere, quiero decir- más que este modesto post. Es duro ver tan patentemente resumida en esa diferencia la distancia que me separa del genio. Mirémosle, no obstante, el lado bueno: esos siete tomos que nos hemos ahorrado todos.)

 * * * * * 


(1) La música elegida no parece tener gran relación con el texto, pero la tiene, y mucha. Es una canción que aquel verano cantábamos incansablemente mis hermanos y yo, traída a casa por nuestra particular y musical Cigarra, que la había aprendido no sé si en el colegio o con las guías. La cantábamos con otro ritmo y con letra ligeramente distinta, sin la menor idea de que fuera argentina. Muchos años después, recopilando con fervor de coleccionista por tiendas de segunda mano viejos vinilos de zambas, chacareras y vidalas, encontré en uno de ellos esta versión de Los Fronterizos, cuyo título no me dijo nada de entrada pero en la que, al oírla, reconocí con sorpresa la casi olvidada canción de mi infancia. Está aquí doblemente indicada, porque fue también alguno de aquellos veranos de los sesenta cuando entró en casa y en mi vida, de la mano esta vez de mi hermano Ricardo, la pasión que aún me dura por el folclore argentino.

Las fotos las he hecho en una visita posterior, más sosegada y ya no bajo los efectos del primer reencuentro. Tampoco esta vez me resolví a invadir el jardín, y tuve por tanto que hacerlas desde fuera. La fotografía nunca ha sido mi fuerte, y no me han salido muy allá. Pero permiten hacerse una idea.

domingo, 20 de junio de 2010

Lo mejor de cada casa


Lluis Llach - Companys, no és això

No les reprocho que sean chorizos, ni siquiera creo que, como tanta gente afirma, lo sean mayoritariamente. Los hay que roban, es evidente. Probablemente más que en otras profesiones, porque tienen mucho más dinero a su alcance que casi todo el mundo, y muchas más facilidades para disponer de él, bien o mal. Pero estoy seguro de que los hay también escrupulosamente honrados, y hasta puedo admitir que la mayoría de ellos lo sea. El problema, pienso, es que manejan demasiado dinero, con demasiado poco control y con criterios demasiado fuera del alcance de los ciudadanos. Y que ya sé que éticamente no es lo mismo, pero quien emplea estúpidamente el dinero público, aunque no distraiga ni un céntimo, no causa un daño objetivo menor que quien lo trinca por las bravas para su provecho personal.

No les reprocho que sean mala gente, que olviden deliberadamente el bien común o que tengan de él una idea disparatada desde mi punto de vista. De algunos –de muchos, si soy sincero- me resulta difícil no pensarlo, pero es claro que mi criterio no es el único, que existen opiniones para todos los gustos y que hay ciudadanos, muchos, a los que parecen estupendas cosas para mi gusto aberrantes o absurdas; y nada prueba que la razón la tenga yo y no ellos. La cuestión no es tanto que las ideas o las conductas de muchos de ellos no me gusten como que casi ninguno acaba nunca de enunciar unas ideas ni de mantener una conducta que sean consecuentes y razonablemente predecibles, bien de acuerdo con mis preferencias, bien en contra de ellas. La claridad y la coherencia lógica son, probablemente, las cualidades que más aprecio en los comportamientos públicos, incluso aunque persigan objetivos opuestos a los míos, y son, precisamente, las que más echo en falta en los políticos. Parecen rehuirlas, de hecho, con tanto afán como yo las persigo. Ni para hacer lo que yo querría que hicieran ni para hacer lo contrario dan nunca los motivos que yo sería capaz de entender, compartiéndolos o no. Su especialidad, la de prácticamente todos, es decir a la vez una cosa y la contraria -no decir nunca claramente nada- y su pretensión caer bien a la mayor cantidad de gente posible. No hay discurso que más me irrite ni medio más seguro de caerme irremediablemente mal a mí. Para bien o para mal, la impresión que me dan es siempre la de una indefinición aleatoria con la que me molestan mucho más que que si decidida y francamente me llevaran la contraria o me perjudicaran.

No les reprocho que no sean muy inteligentes, aunque temo que pocos de ellos lo son. Estoy seguro de que su trabajo exige una clase específica de inteligencia, la que permite influir en la gente y predecir y dirigir su conducta, de la que yo carezco y que ellos, en cambio, tienen en grandes cantidades; y me libraré muy bien de desdeñarla porque sin duda es muy necesaria para gobernar con eficacia. Pero no puedo evitar pensar que a un gran número de ellos les faltan de modo alarmante las competencias básicas que a los ciudadanos normales nos permiten manejar nuestros asuntos, desenvolvernos en nuestro medio con cierta soltura y desempeñar nuestro oficio con solvencia al menos pasable. A la mayoría no es fácil imaginarlos haciendo otro trabajo útil y remunerado que el de la política, al que tantos parecen haberse dedicado en exclusiva desde su juventud y que, sin embargo, tan pocos hacen ni medianamente bien. En cambio son demasiadas las torpezas manifiestas y las estupideces mayúsculas que a diario les veo cometer desde el Gobierno, los gobiernillos, la Oposición o las oposicioncitas, y que no puedo explicarme de otro modo que atribuyéndoles una capacidad mental significativamente inferior a la media.

No les reprocho que tiendan a ser poco escrupulosos y que no parezcan tener mucho inconveniente en faltar a la verdad y a su propia palabra. Manejan -y tienen que dar la impresión de que controlan- una realidad que en gran medida no conocen ni entienden, compleja, cambiante y considerablemente ingobernable. Quizás sea excesivo, por tanto, exigirles que no se desdigan cuando son los propios hechos quienes les desdicen a diario, sin que por su parte puedan hacer otra cosa que poner cara de póquer y asegurar que eso que ha pasado no ha pasado en realidad, o que es exactamente lo que ellos dijeron que iba a pasar, o que eso que se han visto obligados a hacer es precisamente lo que siempre han afirmado que debía hacerse.

No les reprocho que sean prepotentes, vanidosos y ávidos de poder y de reconocimiento. La responsabilidad de los asuntos públicos me parece un engorro insoportable, que personalmente no asumiría nunca, y entiendo por eso que quienes, al contrario que yo, están dispuestos a echársela encima, lo hagan porque obtengan de ello unas compensaciones que yo ni deseo ni puedo siquiera imaginar. No me gusta el poder, solo hay una cosa que me moleste más que tener que ejercerlo sobre otros y es tener que soportar que otros lo ejerzan sobre mí. Y no me gusta nada, en general, la gente a la que le gusta. Pero comprendo que no es posible organizar una sociedad sin un mínimo ejercicio del poder y que, desde el momento en que alguien tiene que hacerla, es inevitable y hasta deseable que, como cualquier otra tarea, esta quede a cargo de quienes sientan inclinación por ella.


No les reprocho, digo, ninguna de estas cosas, ni alguna otra que se me esté olvidando, porque reprochárselas me parecería tan poco razonable como reprocharle al tigre que tenga rayas o como quejarse de que broten ajos en un campo donde se han plantado ajos, por utilizar la expresiva imagen de mi amigo Lansky.


Quiero decir con esto que los políticos son una casta que se cría y reproduce en un medio muy específico, los partidos políticos. Instituciones, por cuanto de ellas sé, cuyo funcionamiento requiere y fomenta que nadie pueda sobrevivir en su seno, ni mucho menos medrar hasta alcanzar la codiciada situación que permite figurar en las ejecutivas y en las listas electorales, sin las dosis adecuadas de determinadas cualidades entre las que sobresalen esas, precisamente, que no les quiero reprochar. Sin provisión suficiente de vanidad, arrogancia, falta de escrúpulos, desinterés por la especulación teórica, el razonamiento abstracto y la cultura en general, dedicación obsesiva y exclusiva a la propia promoción, obsequiosidad sumisa hacia quien manda, agresividad prepotente hacia quien no, conformismo con lo mayoritario y lo conocido, ostracismo contra las minorías y las innovaciones y despreocupada alegría para gastar el dinero ajeno, por no citar más que las condiciones más importantes, no creo que nadie pueda llegar, en ningún partido político español de ahora mismo, a otra cosa que a militante de base que pega carteles y corea consignas. ¿Cómo voy a quejarme  entonces de que sean como son, si todo el proceso de su selección, formación y promoción parece específicamente diseñado para asegurar que no puedan ser de otro modo?

(Posiblemente piensen ustedes que el post me ha salido excesivamente amargo, que exagero. Y hasta es posible que tengan razón. Ojalá. Si por ventura los hechos vinieran a demostrar que es así, les aseguro que yo sería el primero en celebrarlo.)