martes, 22 de febrero de 2011

Perplejidades deportivas


Inti Illimani - Alturas

Nunca he sido lo que se dice un aficionado al deporte. Mi familia es algo rarita, en este y en algunos otros aspectos, así que me crié en la ignorancia absoluta, algo teñida de desprecio, de cualquier actividad que no se realizara fundamentalmente con la cabeza, en especial de cualquiera que mereciera el nombre infame de deporte. Mi padre, para que se hagan ustedes una idea, habia adoptado, adaptándola a su manera, la máxima de Concepción Arenal sobre el delito: odio al deporte y compadezco al deportista, dictaminaba cuando le parecía que venía a cuento. (No muy a menudo: era firme en sus convicciones, pero discreto al manifestarlas.) Y uno de mis hermanos no tiene inconveniente en afirmar, cada vez que las circunstancias lo requieren, que un caballero con la conciencia tranquila no corre jamás. Esta frase podría ser un buen resumen de la actitud familiar sobre el asunto.

Sin embargo con los años y con la natural emancipación de los cánones familiares mi actitud hacia el deporte ha ido modificándose un tanto. Como actividad propia pronto me di cuenta de que tenía indudables ventajas –ejercicio físico, relajación mental, desconexión temporal de otras preocupaciones, enriquecimiento de la vida social...– y me apliqué, con moderación, a tratar de procurármelas. Jugué al frontón, nadé, trisqué por el monte. Todas ellas actividades que, mal mirado, podían considerarse deportivas. Afortunadamente mi familia también cuenta entre sus rarezas la de ser tolerante con las excentricidades de cada cual, e hizo cortésmente como si no se diera cuenta de estas disidencias mías, y de alguna que otra de algún que otro hermano, respecto del patrón familiar. Con tal de que uno no se exhibiera innecesariamente en público llevando zapatillas de deporte, chándales ni otras atrocidades vestimentarias, y de que guardara donde no se vieran mucho las botas de montaña y demás aperos vergonzosos tras cada utilización, nadie tuvo nada que decir.

Pero en cambio respecto al deporte considerado como espectáculo, esto es como actividad ajena de la que uno mismo es mero "seguidor", la intransigencia familiar debía de ser más radical y, por este o por algún otro motivo, arraigó más firmemente en mí.  El caso es que el deporte-espectáculo, el deporte ajeno, me ha sido toda la vida eso: ajeno. Jamás he padecido esa que juzgo inexplicable alienación por la cual la victoria de un equipo de fútbol, por ejemplo, al que arbitrariariamente han decidido considerar como "su" equipo, proporciona a los sujetos aquejados grandes alegrías, que no se basan en ninguna ventaja personal positiva que obtengan de ella sino, exclusivamente, en su decisión de alegrarse. (Y esto aún podría tener cierta explicación, porque indudablemente alegrarse, sea por el motivo que sea, siempre es agradable. Pero es que, correlativamente, su alienación les lleva a decidir, con igual falta de soporte real, entristecerse cuando "su" equipo pierde. ¡Y se entristecen de verdad..!) 

También en este aspecto he evolucionado un poco. He llegado a admitir que algunos deportes, como el fútbol o el baloncesto, que son movidos, variados y entretenidos de ver, puedan ser un espectáculo para los entendidos, e incluso que profanos como yo podamos pasar cierto tiempo mirándolos, y llegar a apreciar y a disfrutar la inteligencia o la oportunidad con que se concibe una jugada, o la destreza con que se ejecuta. Nunca me apasionarán, y desde luego, nunca tendré el menor interés personal en que ganen unos u otros, pero puedo llegar a divertirme un rato viéndolos jugar.


De otros en cambio: atletismo, ciclismo, fórmula 1... en los que nunca pasa nada de lo que un espectador no preparado pueda enterarse sin tediosas y normalmente ininteligibles explicaciones previas, jamás me he explicado que haya quien pueda mirarlos más de un minuto sin decidir acto seguido irse a hacer algo más interesante, es decir, prácticamente cualquier otra cosa. ¿Hay algo objetivamente más aburrido que ver a la gente correr por una pista, o nadar de un lado a otro de una piscina, o saltar vallas, o recorrer en bicicleta kilómetros y kilómetros de carretera? ¿Cabe imaginar espectáculo más plúmbeo que el de unos bólidos dando vuelta tras vuelta a un circuito? Y como sobre los resultados, una vez más, me confieso total y felizmente incapaz de hipnotizarme a mí mismo hasta el punto de creerme que verdaderamente me importa quién gane, ni ese mínimo aliciente tienen para mí.

Quizás sea necesario explicar, para la perfecta comprensión de todo esto que digo, que carezco en absoluto, por naturaleza, por educación y por elección propia, del menor impulso competitivo. Nunca he tenido ningún interés en hacer NADA mejor que los demás. Me interesa, simplemente, hacer las cosas bien –entendiendo por "bien" la manera en que me satisfacen a mí–. Si algún otro las hace también "bien", estupendo. Trato de ser altruista y empático, y deseo para los demás todo lo bueno que deseo para mí. Que ese "bien" de ese otro resulte ser, estimado con algún criterio, –no con el mío, desde luego, que es únicamente el de mi propia satisfacción– "mejor" que el mío, o el mío mejor que el suyo, me ha sido toda la vida absolutamente indiferente. Desde mi punto de vista no existe ni la necesidad ni siquiera la posibilidad de comparar. ¿O es que hay algún modo de medir las respectivas satisfacciones?



Comprendo, sin embargo, que hay actividades –particularmente deportes, y juegos, en general– cuya práctica aumenta en interés si se le añade el estímulo de "ganar" al otro. La victoria en sí da exactamente igual, pero el interés convencional, no personal, de los jugadores por conseguirla forma parte de las reglas y del mecanismo del juego. Un partido de tenis sería más "desestructurado" y, en consecuencia, más aburrido,  –y todavía más largo– si no fuera porque ambos jugadores se esfuerzan en hacer que el otro falle. Meter un gol no tendría ningún interés si el otro equipo no tratara de impedirlo. De modo que sí, lo admito: determinados deportes –ninguno que yo haya practicado nunca, gracias a Dios– requieren por su propia mecánica que cada uno de los jugadores se esfuerce por ganar a los otros.


Pero, claro, ese interés por la victoria es una regla más del juego, uno más entre sus muchos mecanismos y convenciones. No más importante que ninguna otra regla ni mecanismo. Un buen jugador, por tanto, no debe mostrar más interés por ganar que por que se cumpla cualquier otra de las reglas, ni mucho menos sacrificar las otras reglas al objetivo de ganar. Un buen futbolista, por ejemplo, no debería cometer una falta para obtener una ventaja, o al menos no debería tratar de evitar la sanción si la comete. Ni debería aceptar una victoria obtenida gracias a una falta no sancionada. Sé que esto que digo es una utopía irreal, en el polo opuesto de lo que realmente sucede todos los fines de semana en los estadios de fútbol, pero no obstante sigo pensando que es así como debería ser, en buena lógica deportiva. y, desde luego, es así como yo lo entiendo. ¿No es eso, precisamente, a lo que se llama deportividad?

Porque, a pesar del desdén familiar hacia los deportes concretos, sí se me educó, en cambio, en el respeto y el cultivo de la deportividad así entendida: no dar más importancia a nuestro propósito de ganar que a cualquier otra de las convenciones y reglas en que consiste el juego, empezando por los buenos modales y siguiendo por el respeto a los demás jugadores y el interés sincero en que jueguen en las mismas condiciones y con las mismas oportunidades que uno mismo. Y siempre me ha sorprendido que personas mucho más aficionadas al deporte que yo, a las que de entrada supongo interés y conocimientos muy superiores a los míos sobre todo lo relacionado con él, den en la práctica claras muestras de ignorar o despreciar estas actitudes elementales y, de hecho, las contravengan frontalmente a la menor ocasión. No son casos aislados. Son la enorme mayoría, casi diría que la totalidad, con poquísimas y honrosas excepciones, de los aficionados al deporte que conozco. En la práctica, alguien a quien le interesan los deportes es, casi invariablemente, alguien a quien le interesa primordialmente la victoria de "su" equipo, "su" corredor, "su" piloto, "su" atleta; y solo después, y en función de ese primer interés, los detalles técnicos, las jugadas y cualquier otra cuestión deportiva.

No me queda más remedio que sospechar, vehementemente, que son mi falta de interés por los deportes y mi carencia de competitividad las que me hacen ser mucho más "deportivo" que cualquiera de los forofos a los que el deporte apasiona y para los que la victoria es una cuestión poco menos que de vida o muerte. Y de ahí a concluir que, cuanto más deportista es alguien, menos deportivo se muestra...

lunes, 7 de febrero de 2011

1949 - Consulado de España en Buenos Aires

Una fantasía pictórica de mi tío. Ignoro la fecha. La firma Fray Bacilo.
Releyendo la correspondencia entre mi padre y su hermano mayor, mi tío Guillermo, trasplantado a Argentina, encuentro en una carta de mi tío este pasaje en el que cuenta sus gestiones en el consulado español de Buenos Aires para obtener un poder notarial con el que cobrar una pequeña herencia en España:


Buenos Aires, 10 de Enero de 1949

El Consulado español, en la calle Guido. No he encontrado
fotos de la época, pero parece que sigue estando en el mismo sitio.
...Hoy laburaban de 10 a 15. A las 12 y cuarto, previos mango y medio de taxi, llegué nuevamente a la simpática sucursal del edén ibérico en B. A. Está dicha sucursal en un barrio aristocrático (La Recoleta) que se caracteriza porque la mayoría de sus habitantes son judíos, ingleses, criollos de abolengo colonial, etc. Inmejorable sitio para servir a la colonia española, que se compone de camareros, cobradores de ómnibus, porteros y cafeteros, y que vive... en cualquier parte menos en La Recoleta. Penetro en el patrio recinto. Si entrase con los ojos vendados e ignorante del camino recorrido, diría sin titubear: Consulado Español o Centro Gallego. El olor de pies hidrófobos es inconfundible.

Dos manadas amorfas de hijos de Adán y de hijas de Eva se apelotonan ante los dos empleados que reciben las solicitudes de inscripción. No son los gallegos que acaban de llegar, sino los que vinieron hace años y hoy necesitan algún papel, o los que quieren reclamar a algún pariente para que Franco lo deje escapar antes de que su tuberculosis sea incurable. La sagrada efigie del Sumo Gallego preside el local. Han elegido una de sus “caras” más gentiles: ésa en que todavía no tiene papada abacial ni beatitud de rey, y en la que el gestecillo característico de pequeño sátrapa está reducido a un triste quiero y no puedo por su mirada turbia de furriel de intendencia.

Tras una reverente genuflexión vuelvo las espaldas a Francisco I el Elástico y empiezo a aforar a ojo las dos manadas de españoles para decidir a cuál de ambas me conviene adherirme. Y en ese justo momento surge un funcionario gritando:

—¡O se ponen ustedes de uno en uno o llamo a la policía!

Los dos pelotones ondulan, ramonean, mugen sotto voce, y después de algunas nuevas conminaciones y empujones del funcionario, se alinean en dos filas. Yo me sitúo a la cola de la más corta. El joven diplomático se marcha con aire olímpico, murmurando:

—¡Pues no faltaba más! ¡Hatajo de gañanes...! 

Es castellano, y de importación reciente. De otro modo habría dicho ¡Punta de atorrantes!

Transcurren tres cuartos de hora, también castellanos, pues durante ellos una cola argentina, peruana o guatemalteca habría corrido, lánguidamente, ocho o diez puestos. Esta cola de duros celtíberos, tiesa, rígida, con el temple de acero de la raza (que ni la niebla del Paraná puede reblandecer) no se ha movido.

¡Ah, pueblo bravo de soldados y de apóstoles, yo te reverencio! ¿Qué son para ti tres cuartos de hora en posición de firmes? Un paseo en góndola. Cuando el enérgico funcionario alineó la hueste, una señora de ascético continente entregaba un papel al hombre del mostrador. Diez minutos después el papel le fue devuelto para que lo firmase. Quince minutos más tarde el papel estaba firmado. Luego se desarrolló un diálogo vivo entre ella y el hombre del mostrador. Después otro papel. Como ya estaba firmado consumió menos tiempo: sólo veinte minutos. Y el empleado se concedió un premio. Un premio austero también: ibérico, sin voluptuosidades criollas; nada de fumar o tomar mate; el empleado, simplemente, fue a orinar. Para ganar tiempo, regresó enseguida abrochándose y reanudó su trabajo con ardor de numantino o de ingeniero de caminos, canales y puertos. Otro papel. Otro diálogo. Por la cara de placer del hombre del mostrador deduje que lo más que podía faltarle para despachar a la señora era media horita. ¿Querréis creer que en todo este tiempo no brotó más que una débil queja de la celtíbera fila? Y estoy seguro de que el miserable que la profirió era mestizo. También brotó otra cosa de la celtíbera cola: varias docenas de esputos.

De pronto, el íbero que me precede me dice, bajito, bajito:

—Esa señora que se arrimó ahora al mostrador no estaba en la cola.

Y la mujer celta que me sigue comenta:

—¡Ah, carallo, pues a eso no hay derechu, que estamos aquí dende las diés!

—¡Bah, bah, bah! —tercia un tercer nieto de Túbal—. Eso no es nada. Yo llevo viniendo toda la semana... Siempre se cuela alguien. Antiyer me se pusieron a mí endelante sinco curas, y porque protesté, con buenos modos, por supuesto, me dijo el empleao que yo era un comunista... ¡Tuve de callar, qué diantre! 

Entre tanto un coleóptero que no teme a nada ni a nadie (¡ah, bravos sobrinos del Cid!) ha ido a reclamar los buenos oficios del funcionario enérgico, porque nuestra fila, fascinada por la impunidad de la polizona, amenaza con multiplicar su cabeza y adoptar la anatomía inquietante de la hidra. El empleado riguroso accede a poner un poco de orden, pero se ve que ahora lo hace sin vocación. Algo extraño sucede en el alma de este castellano ejemplar. Para tonificarlo, le hago observar la presencia de la señora intrusa junto al altar de su colega.

—¡Ah, no, no! —dice el castellano con énfasis—. Esa señora está esperando a otro funcionario.

—¡Siendo así...! —suspiran con alivio varias voces, y el severo diplomático retorna a su sitial (“Retirar documentos”). Como allí no hay nadie (por lo visto jamás llega ningún cliente a esta dichosa fase final) el castellano despliega su periódico —”La Prensa”, campeón del antiperonismo— y, escudado tras los grandes pliegos, cambia algunas frases con la señora extracolista.

Poco después, nuestro hombre del mostrador, realizando un esfuerzo sobrehumano, termina con la señora de marras. Un suspiro gigantesco se exhala de cuarenta gargantas. Y a la una y media el íbero que tengo delante me dice con voz que es un susurro:

—¿Vio? Ahora están atendiendo a la que se coló.

En efecto: la señora que esperaba a otro funcionario ocupa tranquilamente el puesto número uno de nuestra fila, y es nuestro hombre del mostrador, y no otro, quien se dispone a servir a España durante otros tres cuartos de hora, en la persona de esta grandísima hija del gran Khan...

Lo que sigue lo podéis imaginar. Avanzo hasta el letrerito de “Retirar documentos”. El hediondo joven que una hora antes amenazaba con llamar a la policía siente un imperioso deseo de estirar las piernas y se aleja rápidamente por el foro. Pero lo espero. Si alguna vez he estado seguro de que no me iban a llamar comunista ha sido al ver regresar al intrépido castellano, doblando y desdoblando su “Prensa” y estudiando un semblante ad hoc para el diálogo que se le avecina.

—Esta señora —le digo procurando dominarme— es la que esperaba a otro funcionario, ¿no es cierto?

—Sí, señor, pero ya estuvo antes, a las diez, y...

—No importa a qué hora estuvo, señor mío. Yo estuve el sábado, antes que ella, y en esa cola hay gentes que llevan aquí una semana. Usted ha justificado la presencia de esa señora aquí, sin guardar cola, afirmando que la atendería otro empleado, y no el que atiende a la fila.

—Sí, señor, pero es que antes, a las diez...

—Es que nada, joven. Es que el tiempo que este señor gasta con ella nos lo están robando ustedes a los que hacemos cola, porque tenemos vergüenza. A los que usted llamó antes hatajo de gañanes. Y sepa usted...

—No se excite, señor...

—¡Me da la gana de excitarme! ¡Mangantes! ¡Títeres!...

No transcribo el resto de mi monólogo (os juro que mi voz, al rojo blanco, se ha quedado más sola que un hongo en medio de la manada estupefacta) porque ni me acuerdo de lo que dije. El badulaque de los “gañanes” estaba como un papel, y cuando le anuncié que contaría al Cónsul sus arbitrariedades, le faltaba poco para llorar. Sus colegas, con la nariz metida entre papeles, fingían no enterarse de nada, y el rebaño, tan atónito como si viera una aurora boreal. Salí dando bufidos e invitando a la gallegada a no aguantar semejante vergüenza; y al Sumo le dije a gritos:

—¡A tu imagen y semejanza, hijo mío! ¡Puedes estar orgulloso!

* * * *

—Vengo sin comer —les he dicho a los compañeros.

—¿Cómo? Pues, ¿qué pasó?

—Nada. Que estuve un ratito en España.


* * * *

El día 13 realicé mi tercera visita al palacete consular de la calle Guido. Tuve esta vez la suerte de encontrar poca clientela, y en breve tiempo hice la solicitud y pagué las cédulas, encargando además el poder. Me ordenaron volver, para firmarlo, el día 27, y salí con la conciencia tranquila, con $25 menos en el bolsillo y con la satisfacción de no haber tenido que chillarle a nadie. El pasado jueves 27 gocé nuevamente el placer de contemplar el retrato de Francisco I (a gran tamaño y a todo color) colgado entre dos pequeños crucifijos, bajo los cuales trabajan los dos pasantes del notario consular. Cito este detalle porque me pareció curiosa esa alteración del tríptico tradicional: en vez de Cristo entre dos ladrones, que es lo clásico, un solo Ladrón entre dos cristos. Renovarse o morir.

Al saber uno de los pasantes que yo pretendía firmar un poder encargado catorce días antes, se extrañó un poco. “¿Tan pronto?”, dijo, y yo repuse: 

—Sí, a mí también me parece algo prematuro. Me doy cuenta de que este trabajo de ustedes es arduo. Hacer poderes no es como hacer croquetas. Sin embargo, ese señor —señalo al otro pasante— me citó para hoy.

—¡Ah, muy bien! En tal caso, es seguro que deben estar haciendo su documento ahí, al lado. ¿Quiere molestarse y preguntar? Es ahí, detrás de la cortina.

Franqueé la cortina esperando encontrar unos hombres febriles que escribiesen a máquina, pero lo que hallé fue una señorita que retocaba su maquillaje ante un espejito de mano, un imbécil que miraba por una ventana mientras su índice derecho exploraba la fosa nasal del mismo lado, y un anciano de gesto avinagrado que daba puñetazos en una mesa porque tenía un grave problema. Se trataba de lo siguiente: Si ponía el ventilador enfilando a la pared, el espantoso calor le impedía trabajar, y si ponía el ventilador enfilando a su cuerpo sudoroso, el viento le hacía volar los papeles y no podía trabajar tampoco. Le aconsejé que clavase los papeles con chinches, o que se desnudara, pero no me hizo caso y continuó ensayando ángulos intermedios para el ventilador y arreando trastazos a la mesa.

—Don Cosme —dijo la señorita—, yo creo que lo mejor es que haga usted lo que dice este señor.

—¿Cuál? ¿Lo de las chinches?

—No, por Dios. Eso es poco práctico...

Entonces el imbécil sacó su dedo de la nariz y me dijo:

—Y usted, ¿qué quiere?

Le expliqué el objeto de mi visita.

—No, señor. No está todavía —gruñó don Cosme, y agregó—: ¿Cómo se llama usted?

Opiné que si su dictamen era fundado, la pregunta resultaba ociosa. El hombre me miró con extrañeza:

—Usted no es español, ¿verdad?

—¡Psché! Nací allá, en España. 

—¡Ah! Pues discurre usted bastante bien. Y ¿cómo dice que se llama?

Satisfice su morbosa curiosidad. Él agarró una gaveta llena de papelotes. Sus dos zarpas rebuscaron largo rato, y por fin:

—Aquí está. No está. Ya le dije que no estaba.

—Y ¿cuándo estará?

—No sé. Es imposible saberlo. Tenemos mucho trabajo. Hay que seguir un turno...

Y volviéndome la espalda, tornó a buscar la posición más conveniente para el ventilador.

—Y ¿cómo es —me atreví a objetar— que ese señor de ahí me dijo que viniese hoy a firmar?

El anciano se volvió como si le pisaran un cuerno.

—¡Ah, sí! Ellos dan fechas al buen tun-tún... Como ellos no lo hacen...

—¡Qué miserables! —suspiré— No sé cómo usted los aguanta. ¡En fin...! Conste que si me he atrevido a molestarle es porque el caballero ese, el de la izquierda, —recalqué con un gesto de repugnancia— me ha dicho que usted estaba ahora mismo haciendo mi poder...

—Bueno. Venga usted el sábado por la mañana.

—¿Me promete usted que estará?

—No, no se lo prometo, porque si se lo prometo, no va a estar.

—¡Bravo, don Cosme! ¡Viva España! Hasta el sábado, pues.

En efecto: el sábado —ayer— el papelucho estaba listo. Me lo dieron. Y lo firmé.

—Pague usted en caja 49 pesos.

—¿Cuándo vuelvo?

—El 25 de febrero. Le daremos una copia para que la mande a España.

—¿Y un poquito antes no puede ser? La cosa urge.

—Sí, me doy cuenta. Pero no podemos ir más aprisa. Por lo pronto, tome.

Y me dieron las cédulas, adornaditas con unos sellos de derechos consulares montando un total de ¡dieciocho pesetas-oro! ¿Qué moneda será esa, Santo Dios?

Hasta primeros de marzo, por lo tanto, no podré enviaros el poder. Ignoro si debéis echarle la culpa al gran número de personas que fallecen en España dejando un sobrino en la República Argentina, o al hecho de que los veinte o treinta millones de pesos que recauda anualmente, por cédulas, nuestro consulado, no alcanzan para pagar a empleados diligentes, sino sólo a ese pobre quelonio de don Cosme...