domingo, 15 de enero de 2012

Cosas que pienso –a veces– sobre (2)



Chicho Sánchez Ferlosio, Rosa Jiménez - Coplas retrógradas


Prólogo: Se me han juntado hoy, probablemente por alguna clase de atracción entre semejantes y como una especie de propósito de Año Nuevo a la inversa (¿depósito de Año Viejo?), unas consideraciones especialmente impresentables, tirando a cínicas y bastante indefendibles. Más aún, quiero decir, de lo que suelen serlo las mías. No las defiendo, pues. Es más, les recomiendo que no se las tomen muy en serio ni me hagan mucho caso. A menos, claro, que por casualidad resultara que están ustedes de acuerdo con ellas...


Todas las fotos de este post están cogidas de la página de Street Art Utopía


la mentira.- Yo soy bastante partidario. En realidad no tan partidario de la mentira –siempre fea, sobre todo si la llamamos así– como de una prudente administración de la verdad, que es una mercancía no solo escasa, y por tanto valiosa, sino, sobre todo, muy peligrosa. Creo que atemperar la aplicación directa de la verdad en estado bruto es en muchos casos un acto de cortesía, una manera muy conveniente de lubricar la vida, mitigar sus inevitables fricciones y suavizar las aristas de este áspero mundo. Y en muchos también una precaución de elemental sensatez, impuesta por la prudencia y que evita molestias innecesarias, disgustos y a veces auténticas calamidades a uno mismo y a los demás. En consecuencia creo que hay que ser muy insensato, muy irresponsable o muy inmaduro para dar a la sinceridad ese valor supremo que con frecuencia pretende tener, por encima, por ejemplo, de la compasión o de la buena educación.

Yo no creo tener ninguna obligación genérica y a priori de decir la verdad, menos aún de decir toda la verdad y desde luego tampoco de decir nada más que la verdad. La verdad que yo conozco, por tanto, la dispenso, como un don y sin obligación alguna, a los que creo que la merecen o que la necesitan. Y la niego, con todo mi derecho, a aquellos de los que temo que harán mal uso de ella, o que les perjudicará, o simplemente que no la necesitan para nada. En el legítimo empeño de negar la verdad a estos últimos hay un medio irreprochable, que es el de callarla. Y si no fuera suficiente este, hay otros: embellecerla, empaquetarla, sustituirla por sucedáneos más cómodos o útiles, lo que comúnmente se llama mentir, que pueden ser, según las circunstancias, igualmente legítimos. Lo que sucede con estos últimos métodos, a los que por abreviar y sin la menor connotación peyorativa llamaré mentiras, es, en primer lugar, que su empleo es casi igual de peligroso y bastante más complicado que la administración de la verdad en estado puro, razón por la que deben ser empleados con moderación, discernimiento y discreción. Y en segundo, que tienen una inmerecida mala prensa, fruto de la no siempre beneficiosa influencia del protestantismo, hija a su vez de la inflexibilidad y de la falta de imaginación características de los sajones. Es, creo, esta influencia nórdica y luterana la que ha dado origen al culto de la "sinceridad a ultranza", un mito moderno, despótico y peligroso. Su observancia me parece, más que nada, un rasgo de cómodo egoísmo. Decir siempre la verdad, pase lo que pase, no deja de ser una forma, injustamente bien vista, de irresponsabilidad.

Reivindico, en conclusión, mi derecho a mentir. Lo tengo clarísimo en la teoría, lo que en la práctica me permite no tener que recurrir a la mentira casi nunca; porque como digo, aunque útil con frecuencia y necesaria en ocasiones, es también francamente incómoda, y considerablemente difícil de manejar. Las conductas altruistas es lo que tienen, que rara vez resultan confortables. El sendero de la virtud es, ya sabemos, estrecho, abrupto y sembrado de maleza.



la lectura.- Es una de esas actividades cuya supuesta buena imagen es el resultado de un enorme ejercicio de hipocresía colectiva. El hábito de leer goza de tan buena consideración teórica y pública como, en la práctica privada, es justo objeto de recelos, desconfianzas y malquerencias varias y enconadas. Justo objeto, digo, porque, seamos sinceros, leer –y cuando hablo de leer hablo de leer ficción, fundamentalmente; los manuales de informática o de jardinería, los tratados de Economía, los libros de autoayuda, las vulgarizaciones de Historia y las biografías de hombres célebres no cuentan– es un vicio adictivo, escapar del cual resulta mucho más difícil que dejar el tabaco o la bebida; y, sobre todo, porque leer es una pérdida de tiempo, como bien sabemos los lectores compulsivos a los que se nos ha ido en ello más de media vida, por culpa de lo cual nos hemos convertido en los ciudadanos escépticos, indóciles, inútiles y descontentadizos que hoy somos. (Perder el tiempo, lo más gozoso que puede hacerse con esa mercancía escurridiza y fugaz. Por eso precisamente, porque es perder el tiempo, es por lo que leer me gusta tanto.)

Tengo conocidos que han cambiado sutil pero claramente su actitud hacia mí a partir del momento en que entraron por primera vez en mi casa y vieron en ella paredes cubiertas enteramente de estantes con libros. Hasta ese momento éramos colegas, nos llevábamos estupendamente, no había sombras entre nosotros; a partir de ahí  ("Este imbécil ¿se habrá leído de veras todos estos mamotretos?"–podía, casi, oírseles pensar.– "¿Esperará que los haya leído yo?") una cortés distancia, una especie de desconfianza amablemente recelosa se instalaron entre nosotros. Su reacción no habría sido muy distinta si me hubieran descubierto pinchándome heroína en el baño, o mirando fotos de niños desnudos.



el trabajo.- Cuando digo –lo digo poco, solo en confianza– que el trabajo es para mí una maldición bíblica y que mis ambiciones profesionales se cifran, fundamentalmente, en no tener necesidad de ninguna profesión, la gente se escandaliza, o decide pensar que hablo en broma para no tener que escandalizarse. Me tienen, ellos sabrán por qué, por un funcionario concienzudo y competente para quien su trabajo es lo primero de todo. No saben que si lo pongo lo primero de todo es para acabarlo antes y poder olvidarlo más deprisa; y que si procuro hacerlo bien no es tanto por tener la sensación de que me gano el sueldo como por cierto prurito de carácter más deportivo que otra cosa –el mismo por el que quiero, por ejemplo, que me salga el sudoku– y, sobre todo, para evitar que colee y moleste más de lo inevitable.

Todo mi respeto, claro está, por esas personas para quienes su trabajo es el centro de su vida, le dedican la mayor parte de sus energías y no parecen deseosas, ni capaces siquiera, de dejar de pensar en él aunque solo sea algún rato que otro. Pero no los envidio ni un poquito, y estoy enormemente agradecido de que no me pase nada parecido.

(No me refiero a los artistas, por ejemplo, que evidentemente disfrutan su trabajo porque es algo objetivamente disfrutable; aunque sea remunerado y modus vivendi, el suyo no me parece trabajo en el sentido etimológico –para mí el auténtico sentido de esta palabra– de tripalium, tortura. Aunque tampoco a estos los envidio: debe de ser cansadísimo y, por momentos, demasiado obsesivo y exigente.)

No, hablo de esos empresarios, o asalariados, como yo, que se quedan en la oficina todos los días hasta las tantas y hablan con entusiasmo de sus ventas, de sus clientes, de sus proyectos. Esos que han conseguido reducir sus vidas al tamaño de sus empleos, y parecen satisfechísimos con el resultado. Esos que dicen, en serio, que "temen" la jubilación, porque les da miedo la inactividad y la sensación de no ser necesarios. Son fenómenos para mí muy respetables, sí, pero totalmente incomprensibles, que miro con una mezcla de repulsa y compasión.



Epílogo.- Según garabateo va ganándome un gran desasosiego, luego una amarga congoja que llega a ser genuina angustia. Me agarra de golpe la seguridad de no lograr apaciguarla, de que el gutural grafismo que genera mi agobio conseguirá, haga yo lo que haga, colgar su negro gancho en algún lugar de los largos renglones en que gusto de desahogar mi imaginación, y lo esgrimirá, lúgubre y negador, igual que un ambiguo signo de interrogación que derogue el gozo y la alegría por los siglos de los siglos.

viernes, 6 de enero de 2012

Las soluciones las traen los Reyes


Tam tam - Villancico popular aragonés - Arreglo: Victorino Echevarría
Coro Cantores de Madrid - Banda sinfónica municipal de Madrid

La  verdad es que estos dos problemas, que son de los más sencillos de mi tío, los tengo resueltos desde hace años. Tantos que en la solución del segundo verán ustedes algunas alusiones a lo que entonces era la actualidad política: Garzón presentándose a las elecciones, Gómez de Liaño procesado por cuestionar la autoridad suprema de Polanco... Qué tiempos aquellos. En fin, ahí van las dos soluciones:


LOS 13 PRETENDIENTES - SOLUCIÓN

Rosa Luz muy despierta no parece, y tiene extraños criterios para elegir marido, pero podemos concederle que sea una chica ordenadita. Su método de escribir los nombres de todos los pretendientes así lo sugiere. De modo que es muy probable que de los seis mil doscientos veintisiete millones y pico de formas posibles de escribir en la pizarra los trece nombres de sus pretendientes haya elegido la que figura a continuación, en que aparecen ordenados alfabéticamente, tanto por nombres de pila como por apellidos.


Además de probable, esta ordenación comienza a parecernos muy conveniente cuando advertimos que la diagonal principal de la matriz resultante contiene un mensaje inteligible: “A tu cuñado Raúl”, que, de ser leído por la viuda, podría ser considerado por ella como una respuesta a su obsesiva pregunta: ¿A cuál elegiré, Dios mío?

De modo que si es este, efectivamente, el orden en que ella ha escrito en la pizarra los nombres; y si es, por tanto, el que leemos diagonalmente en el bloque de nombres el mismo mensaje que ella lee en su pizarra; y puesto que, por motivos sin duda muy respetables, si bien enigmáticos, interpreta y por el enunciado nos consta que lo hace que el tal mensaje constituye una respuesta a la pregunta que ocupa su mente, podemos de todo ello deducir que Rosa Luz tiene un cuñado que se llama Raúl, y que figura, además, entre los aspirantes a su mano, por lo que no puede tratarse sino de Raúl Martínez. Y no solo podemos, sino que debemos además concluir que, siendo Rosa Luz hija única y no pudiendo, por tanto, tener más cuñados que los hermanos de su esposo, el difunto Juan llevaba el mismo apellido que el tal Raúl, es decir, Martínez.

Ahora bien, la elección de esa precisa ordenación de los nombres, aunque legítima y conveniente, no es obligada; y tan posibles como ella son las restantes seis mil doscientos veintisiete millones veinte mil setecientas noventa y nueve alineaciones en que pueden presentarse los nombres. Por lo cual hay una probabilidad real no superior a 1'6 diezmilmillonésimas de que el orden seguido por la viuda al escribir los nombres, y el mensaje resultante, sean, efectivamente, los que quedan reseñados. Es muy probable, o al menos no es menos probable que nuestra hipótesis, que alguno de los restantes seis mil doscientos millones y pico de modos de ordenar los nombres produzca mensajes tan reveladores o más que el que hemos visto, que, leídos por la viuda, la empujarían a casarse con cualquiera sabe quién y, conocidos por nosotros, nos llevarían a vaya usted a saber qué conclusiones sobre el apellido del muerto. Solo tras examinar todas las posibles ordenaciones, leer, si los hubiere, todos los mensajes producidos, razonar a partir de su contenido y descartar, si fuera el caso, que entre los resultados de estas operaciones haya alguno tan convincente o más que el obtenido líneas arriba podríamos, con la certeza de no estarle calumniando, asegurar que el finado se apellidaba Martínez.

Así que la respuesta más honrada es: ignoro qué apellido llevaba el buen señor, y como no estoy dispuesto a confeccionar y escudriñar seis mil doscientos veintisiete millones veinte mil ochocientas matrices en busca de mensajes que me lo indiquen, renuncio a averiguarlo.



EL CASO DE BILL RUGGLES - SOLUCIÓN

Cuando alguien recibe un balazo en el corazón es seguro que el suceso ha contado con la presencia de al menos dos personas: el propietario del corazón y el propietario del dedo que aprieta el gatillo. La víctima y el homicida.

("Presenciar", aunque tendamos a identificarlo con "contemplar", no significa, en realidad, nada más que "estar presente").

El disparo que terminó con la vida de Bill Ruggles fue presenciado, nos aseguran, por solo dos personas, una de las cuales, Mistress Ruggles, no era la víctima ni pudo ser la autora; de modo que sin duda la otra debió reunir ambas condiciones. Es, por tanto, indiscutible que Bill Ruggles se disparó a sí mismo, presumiblemente tras haber atado y amordazado a su inminente viuda.

Ello concuerda, además, con las averiguaciones de Maud Holloway, sea este personaje quien fuere. En efecto, si el arma del crimen fue robada por un tal William, cuya novia era analfabeta y sordomuda, todo autoriza a suponer que el apellido de este William fuera Ruggles, y que su novia de entonces fuera su actual cónyuge que, tan analfabeta y sordomuda como antes de su matrimonio, se ve imposibilitada por estos poderosísimos motivos para dar noticia de lo que ha presenciado (aunque hemos de reconocer que los motivos que impiden hablar al otro testigo del disparo son aún más poderosos que los suyos).

Todo lo lo cual nos permite dar por contestada la primera pregunta. En cuanto a la segunda, requiere de una previa consideración:

Hasta que se nos formula la primera, han aparecido en la narración los siguientes personajes: Bill Ruggles, su mujer, el segundo testigo del disparo, Sir Basil Grey, Basil Mc Murphy, Austin Fulton, Philipp Krauss, Maud Holloway, William, la novia de William, el Juez Instructor y el Comisario. En total, doce personas, mientras que la pregunta nos dice: Cuál de los ocho personajes que se mencionan más arriba...

Lo que hasta este momento sabemos nos permite eliminar a William y al segundo testigo del disparo, que son ambos el propio Bill Ruggles, así como a la novia de William, que es, por lo mismo, Mistress Ruggles. Pero seguimos teniendo nueve personajes donde nos aseguran que debe haber solamente ocho. Por tanto alguno de los dos cuyo nombre y apellido ignoramos, esto es: o el Juez o el Comisario, deben coincidir con alguno de los nombrados antes que ellos.

Puesto que nos preguntan por los datos del juez, será este el que haya sido previamente nombrado; y puesto que entre los nombrados solo hay uno del que conozcamos alguna actividad propia de un Juez Instructor, a saber, Maud Holloway, que ha averiguado cosas referentes al crimen; y dado que los apellidos de los personajes nos permiten suponer que se trata de un país anglosajón, de esos en los que sabemos por las novelas, el cine y los periódicos que la justicia funciona y los jueces averiguan cosas en vez de presentarse a las elecciones, hacerse ministros, dimitir o ser prevaricadoramente procesados por prevaricación, como en el nuestro, concluiremos que lo más probable es que el autor del problema pretendiera con todo ello permitirnos establecer que el nombre del Juez es Maud y su apellido Holloway.


El día 1 de Enero recibí un correo de C.C., concursante entusiasta donde las haya, preguntándome si "Luz" era nombre o apellido, y si en Argentina las mujeres adoptaban el apellido de sus maridos.

También recibí, y me dió mucha alegría, un inteligente comentario de Zafferano que todos ustedes habrán podido leer. No dió con la solución exacta, pero casi.

Y también Miroslav me envió su respuesta al segundo problema, el de Bill Ruggles, que coincidía básicamente con la mía-

El día 4 CC me envió un nuevo correo, que yo no recibí hasta el 5, comunicándome que había resuelto también el de Murderking, que no entraba en el examen y era solo para subir nota. Se la subo.

El día 5 recibí un correo de Alas de Algodón, con la respuesta al de Bill Ruggles. Coincidía conmigo en el asesino, pero no en el juez de instrucción. Siendo este problema de mi tío tan poco exacto como situado al margen de las matemáticas, tan posible me parece su respuesta como la mía. La doy por acertante. (Además Alas de jueces sabe mucho...)

Y también el día 5 me volvió a escribir CC, con la respuesta al problema de Rosa Luz. Es la única que ha dado con ella, y que ha resuelto los tres problemas. Mi enhorabuena a todos, pero especialmente a ella. Y que disfruten ustedes mucho sus regalos de Reyes, y tengan un feliz 2012.


Coda musical (que no falte): El villancico del principio pertenece a un disco de villancicos populares españoles, "Navidad en España", que imagino editado a finales de los cincuenta o principios de los sesenta. Los arreglos orquestales son de Victorino Echevarría. Cantan los Cantores de Madrid e imagino que toca la banda sinfónica municipal de Madrid, de la que Echevarría fue director desde 1949 hasta 1961. Aparte de que me parece un disco musicalmente excelente, tanto por los arreglos como por la interpretación, es el disco de villancicos de mi infancia. Suena muy mal, como verán, porque el mp3 está directamente grabado del vinilo, bastante hecho polvo. A mi me basta oir cualquiera de sus villancicos para revivir automáticamente la felicidad intensa y mágica de mis navidades más remotas, y creo que no he pasado una sola navidad de mi vida sin escucharlo.

Este villancico, en concreto, tiene una letra notable por su falta de corrección política: van por el desierto Melchor y Gaspar, les sigue un negrito que todos le llaman el Rey Baltasar... No hay por dónde cogerlo. Pero a mi se me siguen retorciendo las tripas de la emoción cada vez que lo escucho.