jueves, 31 de mayo de 2012

Hoy disparatamos sobre... arquitectura


La arquitectura es la única arte que se nos impone. Puedes no ir a ver el cuadro o la escultura que no te gustan, no leer el libro que no te apetece o no escuchar la música que detestas, pero no puedes dejar de sufrir el edificio horrendo que han plantado en tu ciudad. Es, claramente, una imposición –la de ver, quieras o no, la ocurrencia del divo de turno– y, lo que es peor, un expolio –el de "tu" paisaje anterior a la tropelía, el de "tu" ciudad de toda la vida– frente a los que no tenemos ninguna defensa. Porque las únicas existentes –las reglamentaciones urbanísticas, las ordenanzas de edificación, esas cosas– además de ser insuficientes, frágiles y precarias, están en manos de los políticos, aún menos dignas de confianza que las de los arquitectos. Comprendo que hay problemas mucho más graves e injusticias mucho más sangrantes, pero yo esta la llevo muy mal.

Creo que el principal problema de la arquitectura viene del deseo inmoderado de ser genial que aqueja a todos los arquitectos, así acaben de recibir el título. Todos quieren diseñar obras maestras y rompedoras, todos han recibido la inspiración divina, todos se creen llamados a ser quienes reinterpreten, reaviven, iluminen y, por decirlo en corto, jodan irreversiblemente el afortunado pedazo de mundo que será emplazamiento de su obra genial, (y al que no se lo parezca así, que le vayan dando, que para eso los arquitectos son ellos). Muy pocos se proponen, modesta y artesanalmente, contribuir a la creación del bien colectivo y público que es la ciudad –que yo considero el habitat natural del hombre, dicho sea de paso; por lo que es, además, un bien imprescindible y de primera necesidad–.

(Uno de los mejores arquitectos que he conocido en persona alardeaba de no ser más que un albañil ilustrado. Otro gallo nos cantaría si más arquitectos renunciaran a ser Dios y se ciñeran a este modesto y útil papel.)


El aspaviento metalizado de Gehry en Bilbao, por ejemplo, no está mal como escultura, pero considerarlo arquitectura solo porque han aprovechado que era muy grande para meterle cosas dentro me parece a todas luces una exageración. La arquitectura, en mi opinión, supone una ordenación racional de espacios y volúmenes basada, fundamentalmente, en el uso y la función, de la que el Guggenheim no solo carece, a mi juicio, sino contra la que atenta violentamente.

En fin, al menos este no estropea el paisaje urbano. Por lo poco que recuerdo de cómo estaba antes la zona, lo mejora notablemente. No así la que juzgo monstruosidad imperdonable perpetrada por Moneo en la desembocadura del Urumea, el Kursaal de San Sebastián, que me parece el paradigma de los atentados urbanísticos. En una sociedad tan acostumbrada a la violencia y a la imposición como la donostiarra ha sido aceptado con una docilidad lamentable. Yo lo apedrearía sin un titubeo, si consiguiera secuaces en número suficiente. Pero la compulsión identitaria tiene estas extrañas consecuencias.


(Recuerdo de mi remota infancia el antiguo Kursaal, tan decimonónicamente cursi, tan adecuado a la cursilería decimonónica –¡espléndida!– del resto de la ciudad; y la visión del engendro acristalado que lo ha sustituído me corta la respiración y me asoma lágrimas a los ojos. Gros –creo que ya nadie lo llama así– me parece yacer semi aplastado, asomando sus pobres restos bajo el pisotón de la mole. Para mí es una zona devastada. Pero qué se le va a hacer, parece, como digo, que hay hasta a quien le gusta. Yo lo celebro. Como no soy nacionalista, a mí no me consuela que el sufrimiento se socialice.)


Hablando de nacionalistas, si he sacado a colación en este asunto la compulsión identitaria es porque no han sido ni dos ni tres, sino muchos más, los donostiarras que me han confesado que el nuevo Kursaal, a su juicio, "da carácter" a la ciudad, y, aunque no han sido capaces de mencionarme ni una virtud más del edificio, parecían encontrar que esa es suficiente. Al oírlos uno saca la impresión de que les satisface ser "diferentes", aunque la diferencia consista en una enorme verruga en la nariz. (He visto verrugas menos feas que los prismas de Moneo). Es, desgraciadamente, bastante esperable: una sociedad que lleva los últimos cincuenta años aleccionada en las virtudes supremas de ser diferente, aún a precio de terror callejero y de envilecimiento colectivo, es probablemente más proclive que otras menos castigadas a aceptar la erección de aberraciones cristalinas como forma alternativa, menos cruenta que el acoso y asesinato de convecinos, de alcanzar la deseada singularidad.

El nacionalismo, que no tiene más que ventajas.

(¿Cómo haré yo para acabar siempre hablando de lo mismo?)

jueves, 10 de mayo de 2012

Instrucciones para no viajar de Provenza a Catamarca


Georges Brassens - Carcassonne


Durante sus correrías europeas de juventud Ezra Pound hizo, al parecer, un viaje a pie y en tren por la Provenza, siguiendo los pasos de los trovadores. Pensaba que no podría apreciar cabalmente su admirada poesía provenzal sin haber recorrido los mismos caminos y visto los mismos paisajes que sus autores. Es una creencia muy extendida y que goza de gran prestigio, esta de que entre la obra artística y el medio en que se produce existe alguna clase de vínculo misterioso en virtud del cual quien 'se impregne' convenientemente de las circunstancias que rodearon la gestación de la obra estará en una disposición particularmente favorable para entenderla y disfrutarla. Y ha dado lugar a este género de 'peregrinaciones artísticas' como la de Pound, cuyos practicantes pasan por ser degustadores especialmente exquisitos, cultos y experimentados de las obras de arte que sirven de pretexto a sus andanzas.


Es difícil no rendirse a una mitología tan prestigiosa –y tan placentera: viajar está muy bien, incluso cuando acarrea la obligación de visitar casas natales y otros lugares así de entretenidos– y no caer en esta clase de bobadas: que para entender la poesía de los trovadores hay que haber visto la Provenza, que para sentir realmente la música de Bach hay que haberse paseado por las calles de Leipzig... Es el mismo tipo de pensamiento según el cual no se entiende bien a Proust sin saber que era homosexual, ni se escucha Pedro y el Lobo (1) como es debido si se prescinde de ese detestable narrador que entorpece la música con el cuentecillo al que pretende, el muy blasfemo, que la música sirva de... ¿ilustración?

Las llamo bobadas porque creo sinceramente que lo son y, de hecho, me ponen bastante nervioso. No me cabe la menor duda de que los paisajes provenzales influyeron de algún modo en los versos de los trovadores provenzales, ni de que las tendencias sexuales de D. Marcelo condicionaron en alguna medida su obra. Hasta acepto que Prokofiev pensara en el abuelo de Pedro cada vez que suena el fagot –aunque no veo ningún motivo por el que deba hacerlo también yo, que no tuve el gusto de conocer al abuelo y que ni siquiera entiendo el ruso...– Pero el sentido común me dice lo que esta culta superstición se niega a aceptar: que esos mecanismos se produjeron una sola vez, restringieron su eficacia al interior de la cabeza del artista y al momento de la creación de la obra, y no son reversibles ni reproducibles, no tienen ninguna consecuencia apreciable sobre el lector del libro o el oyente de la música, a quienes libro o música llegan "pelados", sin adherencias visibles, ni mucho menos legibles, del lugar, las circunstancias o los propósitos con que se produjeron. La Provenza no está en los versos del trovador, ni la homosexualidad se trasluce de las páginas de La Recherche, ni la música de Pedro y el Lobo tiene la menor oportunidad de hacer pensar en pedros ni en lobos a nadie que tome elementales medidas de higiene y elimine al tipo que habla. Aunque ello desilusione a los mitómanos del arte, que con gran frecuencia dan la impresión de apreciar más este género de anécdotas que la obra de arte en sí, a la que, en mi opinión, faltan flagrantemente al respeto cuando la supeditan de este modo a las contingencias eróticas o paisajísticas de su autor, o a sus (malas) ocurrencias narrativas.

Digo más aún: es muy posible, y esto sí que deseable, que la lectura de los trovadores haga nacer en mi cabeza imágenes de una Provenza particular, imaginaria y mía. Para mí, esa Provenza será siempre la asociada a las trovas, y aunque me vaya luego a vivir a Carcasona, cuando lea poesía provenzal evocaré la que yo imaginé y no la que vea por la ventana. Y así debe ser, porque esa asociación que se forma en mi cabeza entre Provenza y mi lectura es la que verdaderamente corresponde a la que existió en la cabeza del poeta entre su Provenza y su escritura. Y la verdaderamente importante.

Algo así, me parece, viene a decir Cortázar en un corto escrito que se llama... ¿Instrucciones para viajar a Cabo Sunion? (me da ahora pereza consultarlo, y además si no se llama así me va a estropear el título del post...)  Uno de los mundos, creo recordar, por los que atraviesa en su vuelta al día. Cuando rememora el viaje desde Atenas hasta el cabo, explica, el viajero recuerda el que anticipó mientras se le daban las instrucciones para hacerlo, no el que luego realizó efectivamente y que resultó no tener nada que ver con el imaginado. Su cabeza elige, soberanamente, cuál de los dos es el itinerario que prefiere, y en esta elección le importa mucho menos cuál es el real que cuál es el suyo. Tan poco, pienso, como debe importarnos a nosotros el Buenos Aires real para entender a Borges, si nuestra cabeza ha decidido elegir el nuestro, personal y propio, que imaginó cuando leíamos a Borges. En última instancia, se trata de decidir si es BA quien crea a Borges sin que nosotros tengamos nada que decir, o si es Borges quien crea a BA con nuestra activa participación (y ahí es el BA real el que no tiene nada que decir). Para mí la elección es clara.

A esa conclusión llega también el protagonista de La Recherche cuando viaja a Balbec por primera vez y descubre que no tiene nada que ver con las catedrales gótico-bizantinas asomadas sobre acantilados batidos por el temporal que él había imaginado; y sigue prefiriendo su Balbec imaginario al real –hasta que empieza a encontrarse con las muchachas en flor, pero eso es ya en el siguiente tomo...–

Claro que haberlo leído así no impide que recuas de turistas proustianos recorran devotamente Illiers, Du coté de chez Swann en mano, buscando aplicadamente los restos de un Combray que, deberían saberlo, existe con mucho más derecho y mayor realidad en su cabeza que donde lo buscan.


(1) Como pueden ver los que recuerden mi post de hace año y pico, o hayan seguido el enlace que le pongo, me repito, sí. Pero es que hay cuestiones –normalmente irrelevantes y más bien tontas, como esta– sobre las que tiendo a volver, vaya usted a saber por qué. A lo mejor, precisamente, porque, por tontas e irrelevantes, me relajan...


Los Chalchaleros - Changuito lustrador



La música de mis amados Chalchaleros es, creo, folclore del norte argentino. Al oirla yo tendría que evocar las quebradas catamarqueñas, por ejemplo, que no conozco y que, vistas en foto, no me han dicho gran cosa, la verdad. Sin embargo lo que cualquier canción suya trae inmediatamente a mi imaginación son los paisajes guipuzcoanos en los que siempre he pensado al oírlas. Escucho, pongo por caso, Changuito lustrador e inevitablemente se me asoma a la cabeza la plaza donde está el Parador de Fuenterrabía. Jamás se me ocurriría  –ni creo que pudiera ni, desde luego, quiero– sustituir esta asociación para mí automática y naturalísima por otra en la que apareciera la plaza mayor de Santiago del Estero. Aunque esta última plaza sea, desde luego, canónicamente más adecuada y a pesar de que, para ser lo que se entiende por un verdadero aficionado a los Chalchaleros, yo debería peregrinar devotamente hasta situarme bajo sus arcos. (Cosa, por otra parte, que no renuncio a hacer si algún dudoso día se me presentara la ocasión...)