domingo, 9 de diciembre de 2012

Sueños célticos y otras pesadillas


Dolores Keane - Teddy O'Neill

Hace ya un tiempo que me leí, en mi flamante e-book y en edición convenientemente internética y gratuita, pero legible, la que entonces era última novela de Vargas Llosa, El sueño del celta. (Creo que desde entonces se ha publicado otro libro suyo, aunque creo también que no se trata de una novela. No estoy seguro de ninguna de las dos cosas; al contrario que la Mazagatos, que le sigue pero no le lee, yo le leo de vez en cuando pero no le sigo apenas.) No me regañen, hay que leer de todo y a Vargas Llosa le tengo querencia desde que en mi adolescencia quedé deslumbrado por la lectura de “La Casa Verde” y, sobre todo, de “Conversación en La Catedral”. Sus posteriores andanzas neoliberales y su simultáneo declive literario, Nobel incluido, no han conseguido desengañarme, o no del todo.

(No me gasté ni un duro en el libro, pero no considero que le haya robado nada a nadie: en ningún caso habría pagado nada por él. Si no lo hubiera conseguido gratis, en Internet, en la biblioteca o prestado de algún amigo, no lo habría leído, y me habría quedado tan ancho. Lo de comprármelo no ha entrado nunca en mis previsiones. Si hay quien insiste en hablar de robo o de piratería a propósito de esta lectura mía, y en creer que con ella le he quitado algo a alguien, me gustaría que me explicara qué le he quitado a quién, y quién ha perdido qué que tuviera antes de mi lectura y no tenga después.)

La lectura me sirvió, aparte de para tenerme entretenido un par de tardes, para comprobar que V. G. V. L. no ha vuelto a escribir, ni es presumible que lo haga en el futuro, nada ni remotamente parecido a sus primeras magníficas novelas; que sigue sabiendo contar una historia, aunque claramente ha renunciado a hacerlo de ningún modo propio ni novedoso, y que el mundo editorial es injusto y comodón –y los compradores de libros, conservadores y previsibles–: a un Nobel consagrado, de pelo adecuadamente blanco y apariencia y modales suficientemente senatoriales, se le publican, y se venden abundantemente, cosas que en un novel pasarían ampliamente desapercibidas, si es que llegaran a publicarse.

Roger Casement
Pero la verdad es que la novela me interesó, sobre todo, por el personaje a cuya vida se refiere, que existió en la realidad (también en esto parece habérsele agotado la inspiración a D. Mario, que lleva ya bastantes años limitándose a novelar sucesos y personajes históricos). Desde que la acabé me quedaron rondando por la cabeza unas cuantas consideraciones surgidas a propósito de la historia de Roger Casement, del que no sabía nada hasta leerla, y tenía ganas de darles forma de post para compartirlas con ustedes.

No hace falta decir que mi interés se debía, principalmente, a que la figura de este ejemplar caso de nacionalismo masoquista me vino a reafirmar en ideas propias y previas sobre algunas cuestiones que me interesan. Es frecuente que, busquemos donde busquemos, acabemos encontrando lo que ya llevábamos al empezar a buscar. De donde puede deducirse, aunque me gustaría más no tener que hacerlo, que los años, y la inevitable cristalización de la personalidad que traen consigo, no solo estancan a los buenos escritores, sino también a los buenos lectores, suponiendo que alguna vez haya sido yo uno de ellos. Ay...

En fin, apechuguemos con las propias limitaciones. El caso es que Roger Casement, –nos cuenta V.G V. L..– era un jovencito irlandés, de familia protestante y probritánica, e idealistamente repleto de nociones hermosas sobre la benemérita tarea colonizadora que corresponde al Hombre Blanco en las tierras salvajes y paganas del África negra, dejadas de la mano de Dios. Pertrechado de las cuales ilusiones y de los correspondientes buenos propósitos colonialistas partió hacia el Congo Belga allá por los ochenta del XIX, dispuesto a emular las hazañas de Livingstone y Stanley, y a captar para la verdadera fe, y para el buen capitalismo que es su medio natural y su no menos natural producto, las almas, y de paso los cuerpos, de cuantos paganos irredentos le cayeran a mano.

Pero en el Congo se topó con la dura realidad, que, digámoslo en su honor, no le gustó nada. Descubrió que lo que los blancos hacían con los negros en aquella inmensa finca particular del buen rey de los belgas, Leopoldo II, no era tanto civilizarlos como exterminarlos, explotándolos hasta la muerte en la recolección del caucho –que se vendía estupendamente en el mundo cristiano– y amenizando el proceso con la tortura, mutilación y asesinato masivos de los que por un motivo u otro iban resultándoles excedentes o simplemente pasaban por allí en mal momento, y parecía haber muchos malos momentos. Prácticamente todos, en realidad. Se calcula que, en treinta años de posesión personal de Leopoldo sobre el llamado Estado Libre del Congo, la población nativa, inicialmente de unos treinta millones de personas, se redujo en al menos ocho. Es una estimación prudente, hay quien dice que la bajada fue de quince millones. No hay modo de saberlo con exactitud, porque los belgas no llevaban especialmente bien esa parte de las cuentas.


(Un detalle etnológico interesante: la simpática práctica, que aún sigue abundantemente en  uso en el Congo, de cortar o aplastar las manos, los pies o los genitales a los enemigos y a los civiles que no se muestran suficientemente amigos, no es, como yo pensaba, un residuo de costumbres "salvajes", ni una invención espontánea de las que la barbarie y el sadismo improvisan en el caos de una guerra civil: es una medida de orden público –el equivalente, podríamos decir, de una multa administrativa– implantada en tiempos del Estado Libre por la Force Publique, tropa nativa mandada por oficiales belgas, para estimular el ardor recolector de los "trabajadores" congoleños. Herencia directa, pues, de la labor civilizadora europea.)

Portada del CD "Ota Benga", de la May Day Orchestra, una
de cuyas piezas se titula The Execution of Sir Roger Casement.
Con todas estas cosas el sensible y bienintencionado Casement lo pasó realmente mal. Su salud física era frágil y se resintió de las duras condiciones africanas, pero fue sobre todo su salud anímica la que estuvo a punto de no superar la prueba. (Personalmente creo que no la superó, aunque la consecuencia no fue el colapso emocional que él temió durante mucho tiempo sino, como luego diré, otra aún más grave y dañina: su conversión al nacionalismo militante). Casement viajó por el Congo durante años, documentó amplia y rigurosamente el genocidio, conoció a Conrad –y, según manifestó éste, lo 'desvirgó', con lo que quería decir solo, no piensen mal, que le abrió los ojos con respecto al colonialismo europeo en África y le puso en condiciones de escribir "El corazón de las tinieblas"– y, como colofón, redactó con todo ello un detallado informe que, publicado en Europa con el patrocinio del gobierno británico, provocó un inmenso escándalo y contribuyó decisivamente a que en 1909 terminara la propiedad personal de Leopoldo sobre el Estado Libre y el Congo pasara a ser una colonia belga en régimen, digamos, 'normal'. No es que las cosas mejoraran mucho con ello –nunca han mejorado en exceso, desde entonces– pero al rey belga le molestó, sin duda, y el prestigio de Casement creció. El gobierno inglés lo condecoró y él ingresó en el servicio diplomático británico.

Pero sus puntos de vista sobre el colonialismo ya no eran los mismos, claro. A fin de cuentas, empezó a pensar, colonialismo era también, aunque menos brutal que el de los belgas sobre el Congo, lo que el Imperio Británico al que representaba ejercía en gran parte del mundo, incluida su Irlanda natal, sobre la que también sus pensamientos empezaron a tomar nuevos caminos.
 
Indios caucheros encadenados. Foto W. Handenburg, 1912
Caminos que se completaron en la Amazonia peruana –V. G. V. L. prefiere pronunciar "Amazonía", con acento en la "i"– donde, ya cónsul británico y autoridad reconocida sobre las atrocidades de las empresas caucheras, fue comisionado por su gobierno para averiguar lo que hubiera de cierto en las denuncias que empezaban a oirse contra la Peruvian Amazon Company. Fundada por Julio César Arana, comerciante peruano, esta empresa tenía importantes accionistas ingleses, explotaba con gran beneficio el abundante caucho del Putumayo y constituía, en la práctica, el único gobierno de una región a la que no llegaban ni los sueldos de los escasos funcionarios peruanos, que por tanto dependían de la Compañía para su subsistencia. Los jefes de sus estaciones caucheras capturaban indios, los esclavizaban y los explotaban en un régimen de terror en el que las torturas y los asesinatos eran rutina cotidiana. En un nuevo y penoso descenso a los infiernos Casement documentó todas estas atrocidades cometidas por una empresa de capital británico en el "Paraíso del Diablo".

Y en un proceso paralelo y simultáneo a esta investigación, llegó a la conclusión de que la dominación inglesa sobre Irlanda, nación a la que paso a paso había terminado por considerar su única patria, era distinta en la forma, pero igualmente injusta en el fondo que las que sufrían los congoleños y los indios peruanos. Abandonó entonces el servicio diplomático inglés y se dispuso a colaborar en cuerpo y alma con la causa de los nacionalistas irlandeses. A partir de ese momento, por tanto, se enfrentó al país que hasta entonces había considerado el suyo, al que había servido durante años y que le había colmado de honores y, en nombre de su nueva fidelidad, rompió con todo lo que hasta ese momento había sido fundamental en su vida.

Con el estallido de la I Guerra Mundial vió en Alemania la mejor esperanza para la independencia irlandesa e inició negociaciones con el gobierno del Kaiser para obtener su ayuda a la causa nacionalista. Naturalmente esta colaboración con el enemigo de su antigua patria le convirtió, a los ojos de los ingleses y a los de muchos de sus propios amigos y admiradores, en un traidor, y acabó sufriendo la suerte que en tiempo de guerra se reserva a los traidores, tras ser encarcelado por su participación en el alzamiento de Pascua y después también de haber protagonizado un lamentable intento de reclutar irlandeses de entre los prisioneros de guerra británicos en manos de los alemanes, para unirlos a los Voluntarios Irlandeses que combatían al Reino Unido, es decir, para volverlos contra sus antiguos compañeros de armas. (La enorme mayoría de los 'candidatos' de esta leva, irlandeses alistados voluntariamente en el ejército británico, interpretaron la propuesta como un intento de corromperlos e incitarlos a faltar a su juramento, y se dieron por gravemente ofendidos al recibirla. Consiguió enrolar apenas a cincuenta.)

Tumba de Casement en Glasnevin, con 
su epitafio escrito en un idioma que se
esforzó en vano  en convertir en el suyo.
Esta es, precisamente, la parte de la historia que me interesa a mí. La que refleja el triste modo –en mi opinión, claro está– en el que un tipo supuestamente lúcido, inteligente, sensible y bienintencionado al que hasta ese momento habíamos visto enfrentarse valiente y eficazmente contra las atrocidades de que era testigo, empieza a incurrir él mismo en lo que no puedo considerar de otro modo que como aberraciones injustificables.

Quiero dejar claro que estas conclusiones mías no tienen nada que ver ni con las de la hagiografía habitual de la figura de Casement ni con las que, presumiblemente, pretendía Vargas Llosa que se sacaran de su libro: se deben entera y únicamente a mis manías personales, y se basan exclusivamente en la información sobre el personaje que, con muy otras intenciones, suministra la novela, que es toda la que he manejado. Estoy dispuesto a revisarlas y modificarlas, si alguien me da motivos suficientes para hacerlo.

Mientras nadie lo haga, aberración injustificable me parece, sin duda, la de comparar en serio, como Casement hizo, la situación de los irlandeses bajo dominio inglés con la de los nativos del Congo o del Putumayo, y pretender que existe algún punto de vista desde el que sean equiparables las actuaciones de la administración británica en Irlanda con las de los belgas en el Congo y la Casa Arana en el Perú. Para relacionar mentalmente, siquiera de lejos, la situación de los indios y de los africanos exterminados por los métodos más feroces con la de los irlandeses privados de algunos de sus derechos civiles hay que tener, a mi juicio, una visión de la realidad seriamente distorsionada.

Como creo que hay que padecer una óptica verdaderamente deformada y deformante para, enfrentado a la situación terrible de unos seres humanos concretos que son explotados y torturados, que sufren y mueren, concluir que lo verdaderamente doloroso de la situación es la destrucción del alma de las naciones a que pertenecen estos seres humanos. Alguien que ve azotar espaldas, amputar manos y quemar y atormentar cuerpos, y a quien lo que le parece fundamentalmente grave de todo ello es lo que supone de agresión a unas naciones –y, según cuenta V.G. V. L., ese fue justamente el hilo conductor de la deriva que sufrió Casement– es, en mi opinión, alguien patológicamente separado de la realidad.

No me parece un síntoma menos grave la ética perversa que llevó a Casement a considerar adecuado y meritorio abandonar el servicio del país que llevaba años considerándolo un conciudadano, pagándole el sueldo, apoyándolo en sus investigaciones y cubriéndolo de honores, el Reino Unido, y volverse contra él y contra todos sus amigos británicos, con la excusa de agravios que no había sufrido personalmente, ni él ni su familia, y de los que, alejado como estaba de Irlanda, ni siquiera había sido testigo. Parece evidente que fue el patriotismo el causante de lo que juzgo una deslealtad flagrante, indisculpable desde la más elemental decencia personal, pero es una evidencia que no me parece que pueda llevar a otra cosa que a considerar con serias prevenciones la misma idea de 'patria'. Que el nacionalismo sirva para justificar semejante conducta es, en mi opinión, solo un buen motivo más para abominar de él. No me gusta la retórica altisonante de los victorianos y por eso no diré, como tantos de sus contemporáneos, que Casement fue un traidor; pero entiendo perfectamente a los que lo dijeron, y me resulta mucho más fácil simpatizar con su punto de vista que con el de quienes defienden la conducta de Casement en nombre de su patriotismo sobrevenido.

Y, por último, el patético espectáculo que nos presenta Vargas Llosa y que tiene todos los visos de ser histórico, de un adulto formado en la cultura y la lengua inglesas y en la religión protestante esforzándose, con grandes dificultades, en aprender gaélico y en convertirse al catolicismo, es decir: en impregnarse artificialmente de una cultura que en realidad le es totalmente ajena y que pretende hacer propia por puro esfuerzo de la voluntad, me parece un cumplido ejemplo de alienación ideológica que solo puedo atribuir a un grave trastorno emocional y mental.

Naturalmente, creo que el agente causante de este serio deterioro que a mi juicio experimentó Casement, y que provocó lo que considero perversas deformaciones en su visión del mundo, en sus nociones éticas básicas y en su conducta es, ya se imaginan, el nacionalismo, esa ideología alienante y patógena como pocas, dañina y destructiva como ninguna, a la que probablemente sucumbió por haberse debilitado sus defensas intelectuales y anímicas  como consecuencia del estrés emocional que sufrió en el Congo y en el Perú. Indulgente como tiendo a ser con el delincuente, aunque sea implacable con el delito, creo que Casement no fue un traidor o, sí lo fue, no fue del todo culpable al serlo. Como a tantos otros, lo considero ante todo una víctima. No del imperialismo británico, desde luego, ya que en mi opinión el Reino Unido le trató siempre con mucha más justicia que Casement a él, sino de esa terrible enfermedad mental colectiva que ha hecho tantos estragos los últimos doscientos años, el nacionalismo, del que el nacionalismo irlandés es, desde muchos puntos de vista, un paradigma francamente ilustrativo. Creo que la pesadilla que vivió Casement durante los años pasados en Africa y en Perú fue la que le abocó a esta otra pesadilla, el nacionalismo militante, que acabó por destruirle la vida.

 (Ya ven ustedes cómo da lo mismo lo que lea, porque acabo siempre sacando de todas mis lecturas la misma conclusión. Esto debe de ser también alguna clase de dolencia. Y es evidente que se debe, también, al nacionalismo...)

domingo, 2 de diciembre de 2012

Al curioso lector


Amancio Prada - Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Cuando empecé este blog, va a hacer ya siete años, era bastante normal que pasaran dos y tres meses, y más, sin que publicara nada en él. Como no lo leía prácticamente nadie, a nadie le extrañaban mis silencios y nadie echaba de menos mis escritos. No era la situación ideal para un bloguero, desde luego, pero no dejaba de tener sus ventajas –como todo en la vida, si uno se toma la molestia de buscarlas–.

Andando el tiempo un reducido pero muy selecto número de merodeadores internéticos fue adquiriendo la costumbre de pasar de vez en cuando por aquí, leer, si algo nuevo había para leer, y algunos, incluso, comentar lo que buenamente les apetecía. Paralelamente yo aumenté algo mi ritmo de publicación. No es que nunca llegara a ser lo que se dice profuso, no me acerqué nunca ni de lejos al vertiginoso ritmo de actualización de algunos blogs modélicos que podría citar, pero me situé en un ritmo para mí razonable. A veces pasaba un par de meses sin actualizar y a veces me daba por escribir sendos posts dos semanas seguidas, con lo que la cosa vino a quedarse en los últimos tiempos más o menos en un post al mes. No estaba mal, para lo que yo suelo ser.

Así que cuando ha pasado un mes, y dos, y tres... y me temo que ya cinco desde el ultimo post, sin que haya publicado nada nuevo, algunos de mis amables lectores han empezado a levantar la cabeza, olfatear el aire y preguntarse qué está pasando aquí. Una cosa es ser vago y publicar de Pascuas a Ramos, parecen pensar, y otra cosa es esto. Tanto tiempo sin que este hombre asome la cabeza por su blog ni por los ajenos tiene que deberse a algo.

Pues efectivamente, mis queridos amigos, a algo se ha debido. Enseguida se lo explico.

Antes que nada quiero agradecer las muestras de interés por mis andanzas, o falta de ellas, y de preocupación por mi prolongado silencio que he recibido los últimos tres meses y pico. Lansky, Miroslav, Grillo, Atman, Julián, Paloma.. y todos los que, diciéndolo o no, me habéis echado de menos: muchas gracias. Es una verdadera satisfacción contar con lectores y amigos como vosotros, y solo por ello merecería la pena tener un blog.

El último comentario de Julián en el anterior post da bastante en el clavo: parte de la culpa de mi desaparición la ha tenido el verano, desde luego, y la ocasión que felizmente nos da una vez al año de pasar un mes y pico en un lugar donde no hay Internet, ni falta que hace. Pero la causa fundamental de que durante tanto tiempo haya estado alejado de los blogs, del propio y de los ajenos, y sin mucha gana ni ocasión anímica de dedicarme a la placentera flânerie internética, ha sido un serio problema laboral, que no ha andado muy distante del mobbing a que se refiere Bluff. No entraré en detalles, ni aún ahora que, ya felizmente solucionado, empiezo  a concederme a mí mismo permiso para hablar del asunto, pero les haré por lo menos un bosquejo de la cuestión..

Soy funcionario, como muchos de ustedes saben, y durante este verano, desde unos días después de mi anterior post hasta mediados de Noviembre, he visto mi puesto de trabajo en el alero, sin culpa alguna por mi parte y sin que mediara siquiera ese famoso expediente disciplinario que, en teoría, es el único modo de separar a los funcionarios de su trabajo. Nada de eso, no he hecho nada malo ni nadie lo ha considerado así: simplemente ocurre que suprimir mi puesto de trabajo les ha parecido a unos cuantos polítiquillos de vía estrecha un buen sistema de recortar gastos y de practicar el deporte de moda, la caza del funcionario; y con ello, de hacer carrera en su partido y de ganarse los votos de otros cuantos electores desinformados y prejuiciosos. Así que yo me he visto en la calle a seis meses de plazo, sin que nadie asumiera la obligación legal de procurarme un nuevo puesto de trabajo, como exige la ley que se haga cuando se amortiza un puesto con bicho dentro, y me he tenido que buscar la vida por mi cuenta, hasta dar, por pura casualidad y tras no poco esfuerzos y zozobras, con el nuevo puesto que ahora mismo ocupo. Hemos pasado, mi mujer y yo, un verano amargo y lleno de incertidumbre y angustia, y hace solo unos pocos días que hemos empezado a levantar cabeza y a respirar tranquilos.

En resumen, me han proporcionado motivos contundentes y directos para abominar de los políticos profesionales con más energía y conocimiento de causa que lo hacía antes; y para que la próxima vez que oiga a alguien descalificar a los funcionarios diciendo eso tan inteligente de que "como tenemos seguro un puesto de trabajo para toda la vida..." –como si eso fuera algo malo, en primer lugar, o constituyera un motivo para avergonzarse; y, en segundo lugar, como si eso fuera verdad...– tenga aún más razones para pensar que quien lo dice no sabe de qué habla y haría bien en informarse –en el mejor de los casos– o directamente que es un cretino –en el peor y, me temo,  más frecuente–. Y razones ya no solo teóricas, sino dolorosamente prácticas y personales. 

Dicho lo cual solo me queda añadir unas cuantas consideraciones sobre los blogs en general y sobre el mío en particular que ya me habrán leído en otras ocasiones, pero que nunca está de más recordar, especialmente en épocas de sequía y crisis como la actual, en la que hacen particularmente al caso:

Incluso si en sus últimas visitas han visto ustedes siempre el mismo post, incluso si parece que ya no se actualiza nunca ni se va a actualizar más, este blog funciona. Sí, sí, funciona. Todo el rato, también cuando parece que no. Cumple todas las funciones que un blog debe cumplir: está accesible, recibe comentarios de sus visitantes si estos quieren hacerlos, y hasta produce puntuales (??) respuestas de su dueño, al que le llega inmediata comunicación de cuantos comentarios se producen. Lo visitan a diario entre treinta y cuarenta lectores, mejicanos ignotos que quieren saber qué ingredientes tiene la ensalada toscana de VIPS, ecuatorianos despistados que buscan "cantos de júbilo", catalanes ociosos interesados en conocer la letra de "Les violes grignolent"... 

Todos ellos desaparecen no bien comprueban que no han dado tampoco esa vez con lo que buscan, pero hay también lectores fieles y desconocidos que bucean durante largos minutos en posts antiguos, y esos me confortan el corazón cuando compruebo en mi contador la huella de su paso. 

Y, sobre todo, contra lo que algunos blogueros y algunos lectores de blogs tienden a pensar, este blog cumple su función de tal simplemente estando, y ofreciéndome todo el rato la posibilidad de escribir en él lo que de repente sienta la necesidad de compartir con el mundo en general y con mis lectores habituales en particular. Incluso aunque esto sucediera solo dos veces al año. O una. La mayor o menor frecuencia no cambia nada importante en la naturaleza esencial y misión del blog: hay ritmos vitales más lentos y otros más rápidos, autores más prolificos y menos, metabolismos más y menos activos. 

San Pablo, nos cuentan, permaneció trece años tras su camino de Damasco en un aparentemente inactivo pero muy fecundo anonimato, antes de arremangarse y ponerse a organizar un chiringuito que dura hasta hoy en gran medida gracias a su impulso; los trece años de silencio fueron tan útiles a sus fines, o más, que los de actividad, viajes y predicación que les siguieron. Que el campo parezca muerto durante el invierno no le impide florecer meses después, al contrario, la aparente inactividad invernal es condición necesaria de la fecundidad posterior. Y a un elefante no se le puede pedir el mismo ritmo de actividad que a una ardilla. Entre dos latidos consecutivos del corazón del elefante transcurre un tiempo mucho más largo que entre dos del de la ardilla, sí, pero eso no nos autoriza a creer que la ardilla esté más viva que el elefante, ni que entre latido y latido el corazón del elefante haya dejado de funcionar.

En cualquier caso, como ya he dicho en alguna ocasión, este blog es por completo ajeno a nada que tenga que ver con plazos, cupos u objetivos. Se actualiza cuando buenamente le sale de dentro, a él, ni siquiera a su autor, que soy yo. Le encanta tener lectores y comentarios, pero se ha mantenido largas temporadas sin unos ni otros, y ha sobrevivido. Ni reclama el derecho a ser leído ni, en contrapartida, reconoce en nadie el derecho a leerlo. Ni admite exigencias ni exige nada.

Es un blog muy suyo, ya les digo. E insisto en lo de suyo porque, como García Calvo a la chica de la canción, yo, su titular pero no su dueño, lo quiero libre, ni de Dios, ni de nadie, ni mío siquiera. Y espera de sus lectores que lo quieran, también, precisamente así

De modo que estén ustedes atentos, porque nadie, ni yo, sabe el día ni la hora; pero por mucho que parezca lo contrario, no les quepa duda de que llegará, ni de que Júbilo Matinal alumbrará un nuevo post, como no ha dejado de hacerlo desde el lejano y feliz día de su inauguración. 

 (Y si desean ustedes saber más sobre mi particular punto de vista sobre cómo y para qué usar este blog, lean, si aún no lo han hecho, el post que dediqué al asunto con ocasión de su 4'05 aniversario.)