domingo, 14 de julio de 2013

Paréntesis estival omisible: hoy disparatamos una vez más sobre... ¡música!

Como puede verse por la fecha de mi último post publicado, no estoy inspirado. Hace tiempo que tengo la cabeza y el tiempo repartidos entre las obligaciones laborales inminentes, que son muchas y variadas, y la cada vez más cercana perspectiva de irme de vacaciones; y como ni mi cabeza ni mi tiempo han dado nunca para gran cosa, lo que queda desocupado de ellos no alcanza apenas más que para algún que otro comentario en entradas imprescindibles de blogs cercanos. De modo que el mío propio yace desde hace tiempo en esa inactividad aparentemente –solo aparentemente– estéril en que tiende a caer, piensan algunos, con excesiva frecuencia. Y como en cosa de dos semanas me iré y ya no tendré internet disponible hasta primeros de Septiembre, he decidido publicar un post de relleno, una recuperación de cosas escritas hace años en el blog de Cigarra, en las que por primera vez expuse algunas de las manías musicales que luego he desarrollado un poco más en alguno que otro post de por aquí. Viene a ser lo que ahora llaman una precuela –palabro espantoso pero útil–, como una de esas novelitas antiguas y fallidas que los escritores consagrados sacan del cajón cuando sus editores los achuchan con la necesidad de aprovechar la notoriedad para vender cosas nuevas. Con la diferencia de que yo no soy escritor, ni consagrado, ni tengo notoriedad, ni editor, ni vendo. Pero ya me entienden.

(De paso, lo que sigue les servirá para apreciar el magnífico estilo de Cigarra, y así constatar que lo de disparatar me viene de familia. Las opiniones ponderadas y llenas de mesura no son nuestro fuerte, como probablemente ya hayan sospechado si no es este el primer post que me leen. Hay excepciones, para eso están las familias numerosas: el dottore, por ejemplo, mi hermano pequeño, es circunspecto y sosegado. Por eso no tiene un blog, y escribe –y lee– poco en este. Aunque a veces pienso que es pose, para diferenciarse de los italianos de los que vive rodeado, y dárselas de intelectual. En realidad creo que si se dejara llevar de sus verdaderos impulsos sería el peor de todos).

En fin, aquí tienen el diálogo internético que sostuvimos en su blog hace ya tiempo la distinguida bloguera Cigarra y yo, que constituye una buena muestra de lo que podríamos llamar

Crítica musical de altura

Dice Cigarra en un post breve, pero preñado, como verán, de posibilidades:
Estoy escuchando la radio, me han puesto un fragmento de Wagner y se me han venido a las mientes las sabias palabras del admirado profesor Javier Goldáraz Gainza cuando decía: "¡Cuánto daño hizo el Romanticismo!"
Reconozco que la vida sigue, y que hay música después de Beethoven, pero ¡qué poquita salvaría yo, Dios me perdone!
Richard Wagner , por Sebastian Krüger
A lo cual comento yo:
Tampoco hay que ser así. Siempre ha habido músicos buenos y menos buenos, también antes del Romanticismo. Lo único que pasa es que hasta entonces todos tenían en común un lenguaje amable y muy reglado al que se ceñían escrupulosamente, que en manos de los genios daba obras geniales y en el resto de manos cubría el expediente muy decorosamente. Después el ego de cada cual empezó a desbordar las convenciones comunes a todos y, cuando alguno no daba la talla, se notaba más. El patrimonio colectivo ya no corría con el gasto.
Pero, a cambio, hubo gente como Schubert. ¿Qué me dices de Schubert? Romanticismo puro, y yo no soy capaz de decir más de tres músicos, en toda la historia, que me parezcan mejores que él. (Sí, precisamente. Esos tres. Pero ni uno más). O como Chopin, que suena a tópico, a obviedad consabida y tediosa y a niña cursi tocando el piano, pero tenía cosas muy, muy serias. Escucha de nuevo los conciertos para piano y orquesta de Chopin, o los Impromptus para piano de Schubert, y dime luego si verdaderamente te parece dañino el Romanticismo.

Wagner era un bodrio, en general, lo reconozco. Pero era más nieto que hijo del Romanticismo, y lo que más tenía de bodrio era lo que menos tenía de romántico. La culpa de su bodriez no era del Romanticismo, sino suya específica de él, con la importante complicidad de quien diré luego. Y hasta él tiene cosas que están muy bien. Yo, que felizmente puedo afirmar que no habré oído ni el cinco por ciento de lo que compuso, puedo también decir que el “Coro de peregrinos” de Tannhäuser, por ejemplo, el famoso tema con que empieza la obertura, me parece una música estupenda, que dejaría un buen agujero en la historia musical universal si de repente ya no estuviera.

 
Primeros compases de la obertura de la ópera "Tannhäuser", de Wagner, en los que introduce el tema
del Coro de los Peregrinos. Con todo y ser Wagner, ¡y ópera!, a mí me parece una música excelente

Hasta aquí iba bien, me reconocerán ustedes. Un tanto sobrado con el pobre Wagner, sí, pero le salvo una obertura de ópera y hasta se la alabo. Ahora, la vena tolerante se me acaba enseguida, verán. Sigue mi comentario:
Y como ya me he cansado de decir cosas sensatas y conciliadoras, añadiré ahora que lo realmente dañino para la música no ha sido el Romanticismo, sino la Ópera, y eso sí que le pilla de lleno a Wagner. La Ópera, ese matrimonio morganático que amarida teatro malo con música mediocre; que en el entendimiento de tanta pobre gente pasa por ser algo así como La-Música-Con-Mayúscula, su más alto logro, su qué sé yo qué, es, muy al contrario, un subproducto espurio y viciado desde su mismo origen, que sólo en manos de unos pocos genios, Mozart, por ejemplo, ha conseguido vencer sus limitaciones de planteamiento y producir música buena, de verdad buena. Con la mayoría de sus restantes cultivadores, la música consigue solo muy de vez en cuando alzar la cabeza entre la bambolla de musiquillas, marchetas, números de baile, recitativos y magma pseudo musical en general, diverso y omisible, que constituye el ochenta por ciento de la ópera conocida.
¡La Ópera, por Dios! Sería mejor que no entrara en el tema pero en fin, ya puestos...

Vamos allá:

La ópera es un lamentable contubernio de música y teatro. Lamentable por motivos evidentes:

– Como lo que importa es la música (las óperas son de Verdi, de Mozart, de Puccini... salvo en el caso de Wagner, a nadie le importa un comino el autor del libreto) la historia es mediocre y previsible, y los versos, malos y en italiano. Los intérpretes tienen que ser buenos cantantes, pero eso no asegura que sean buenos actores y sí, en muchos casos, que tiendan a la obesidad y al hieratismo. Y no hay acción dramática que pueda avanzar como es debido si los protagonistas se paran cada dos por tres a explayar por triplicado sus sentimientos en un aria interminable, mientras todos los demás esperan como pasmarotes a que terminen de cantar para contestarlos, abrazarlos, apuñalarlos o lo que proceda. MOTIVO EVIDENTE Nº 1, PUES: LO MUSICAL SE CONVIERTE EN UN ESTORBO PARA LO TEATRAL.

– Como, aún así, hay que contar una historia, la música se ve, a su vez, condicionada por no sé cuántas restricciones extramusicales: hay que encajar en ella una letra, hay que acomodarla a la tesitura y a las capacidades concretas de la soprano o del tenor que estrenen cada aria, hay que respetar el “ambiente” de la historia y no poner tarantelas en la muerte de la protagonista, ni marchas fúnebres en la boda, ni minués franceses en los serrallos turcos... En fin, que la música, que es un instrumento expresivo mil veces más rico y sutil que el lenguaje hablado, capaz de suscitar y expresar emociones y sentimientos indecibles, se ve en la ópera reducida a amenizar historietas, enfatizar pasiones de cartón piedra y acompañar el baile de los figurantes. Un desperdicio criminal. Como si Velázquez se hubiera dedicado a pintar decorados teatrales, o como si utilizáramos el telescopio Hubble para espiar a la vecina mientras se cambia. MOTIVO EVIDENTE Nº 2, POR TANTO: LO TEATRAL SE CONVIERTE EN UNA RÉMORA PARA LO MUSICAL.

Es decir, que, lejos de enriquecerse mutuamente, las dos artes que supuestamente colaboran en la ópera se entorpecen y se limitan la una a la otra. El resultado es un teatro malo acompañado de una música que, si no siempre es mediocre, sí sería siempre mucho mejor sin la obligación impuesta de ceñirse a las necesidades dramáticas.

Naturalmente hay genios de la música que han compuesto óperas y, hasta con todas estas dificultades, han creado músicas sublimes. No digo ya en las de Mozart: hasta en las óperas de Verdi encontramos, si buscamos con buena voluntad, pasajes musicales de gran altura. Pero yo, para oír estos pasajes, prefiero mil veces poner el disco en casa que ir al teatro. Así me evito el espectáculo de los snobs emperifollados, la necesidad de emperifollarme yo mismo y la obligación de escuchar, entre pedazo que me gusta y pedazo que me gusta, los recitativos, los bodrios y los compases de transición y relleno, destinados todos ellos a que pueda el drama recuperar el tiempo que había perdido cuando la contralto dedicó diez minutos a decirnos cincuenta veces lo que, si aquello fuera teatro de verdad, habría bastado con que nos dijera solo una.
El Liceo, Ramón Casas
Eso es lo único bueno de que suelan estar en italiano o en alemán: como no lo entiendo, puedo desentenderme de la letra y escuchar la música dejando que me diga lo que por sí misma dice, y no lo que un libretista obtuso se empeñó en que me tenía que decir.

Que los aficionados me perdonen –o que no, eso, ellos verán– pero creo firmemente que, en buena parte, su afición se debe a una escasa capacidad para apreciar la música en sí, que hace que sólo aguanten dos horas de Mozart, pongo por caso, si se las administran adobadas con historias, decorados, puestas en escena, acrobacias vocales, vestuarios y ambiente glamouroso.

Una cosa es que te guste la ópera, que incluye todo eso como parte principal, y otra muy distinta que te guste la música, para lo que todo eso es un inconveniente, un estorbo y una limitación, en mi modesta opinión.

Cuando digo que me gusta la música clásica, nunca falta un entusiasta que cree convenir conmigo contestándome: “Y a mí, y a mí. ¡La ópera, qué maravilla!” Solo la buena educación me impide aclararles: “No, no. He dicho la música clásica. La ópera, salvo honrosas excepciones, me repatea.”

Me responde Cigarra:
Me vas a tener que perdonar otra vez, y ahora creo que te va a costar mas trabajo, pero últimamente el amigo Schubert no me provoca grandes entusiasmos. Está bien, y como dices, los impromptus para piano son como para gustar, pero no me emociona lo mas mínimo. Ni él, ni ¡oh herejía mayúscula!, Schumann. Ni Brahms, que nunca me acuerdo de que existe, Dios me perdone. El chiquito polaco este, Chopín, si; tiene cosas muy bonitas, y además el piano es un instrumento que casi siempre mejora cualquier cosa que se toque con él. (Hasta que uno de estos románticos empieza a perseguir escalas por el teclado arriba y abajo, que es algo que me pone de los nervios).
"Capriccioso", de Wilhelm Busch
Reconozco que soy un poquito radical en mis expresiones y cuando digo que para mi la música terminó a finales del XVIII estoy haciendo una generalización extremada. Podría hacer una lista larguísima de músicas del XIX y del XX que me encantan y no sólo de los buenos buenísimos indudables, que no olvido que casi todo Beethoven es del XIX; me encantan cosas sueltas como las obras para guitarra de Sor, y las escenas de niños de Schumann, y los cuadros de una exposición de D. Modesto; y me encantan Ravel y Debussy, y Eric Satie, y el adagio para cuerdas de Barber y miles de cosas mas. Pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Bach y a Mozart, desengáñate que así no querré yo a nadie mas.

Pues si, el coro de Tannhäuser es muy bonito, y en la película de Visconti sobre el Rey Loco de Baviera tocaban una pieza que compuso el Guañer ese (que sonaba todo junto, como decía mi abuelo) para festejar el cumpleaños de su esposa, y recuerdo que me gustó mucho. Pero todo lo demás de ese señor está bien para bombardear con napalm, y poco mas.

Por cierto, cuéntame quién era su cómplice en lo de la bodriez, que me has dejado intrigada.

Ahora bien, cuando hablas de ópera, firmo debajo de todo lo que dices. Ya lo dijo Voltaire: la ópera se ha inventado para camuflar con música las tonterías que uno no se atreve a decir sin ella. No quiero ni pensar las cosas que van a decir de nosotros algunos aficionados que conozco si alguna vez llegan a leer estas líneas, pero sigo estando de acuerdo contigo y con Voltaire.

Y que conste que sigo emocionandome hasta las lágrimas cuando oigo a la pobre Madame Butterfly diciendo "Un bel di vedremo", y que Rigoletto me gusta casi entera de arriba a abajo y que el "Adios a la vida" de Tosca es preciosísimo. Y aprecio en todo su valor la técnica, la gracia y el genio con que Kraus ataca los dos de pecho en la famosa aria de "La filla del regimento". Es extraordinario.

Pero estoy de acuerdo contigo, prefiero ponerme el disco en casa mejor que aguantarme el ladrillo entero vestida con ropa incómoda en un asiento estrecho, entre gente que me incomoda si se mueve y a la que incomodo si me muevo. Y aunque los discos que traen fragmentos de algo no suelen gustarme, me gustan si son de los trozos digeribles de óperas en las que casi todo lo demás es prescindible.

(Hago una excepción: estoy oyendo uno que me han traído los Reyes que se llama "In Paradisum" y trae fragmentos de cosas como el "Stabat Mater" de Pergolesi, o el "Recordare" del Requiem de Mozart, y estoy disfrutando bastante).

Mimi (Anna Netrebko) muere en brazos
de Rodolfo (Joseph Calleja) en el último
acto de La Bohème (Puccini);
Por no extenderme mas, dejaremos para otro día dos cuestiones: la primera es una lectura feminista de las óperas; ¿por qué las heroínas además de ser tontas y desgraciadas se tienen que morir siempre, mientras el canalla del tenor se va de rositas?
 Y la segunda es ¿qué falta hace que la música cuente una historia? ¿No hemos salido ya de la fase ágrafa de la historia en que los mitos se tenían que contar con música para que las generaciones siguientes los memorizasen? ¿No existe la literatura para contar historias? Pues dejen que la música sea sin palabras, que es como más música es, ea.

(¡Que todo esto lo diga una persona que canta en un coro! ¡Hay gente que no hay quien la entienda!)

Y le replico yo de nuevo:
Te perdono, te perdono, no faltaba más. Fundamentalmente porque a quien más daño haces es a ti misma.
“...Son como para gustar...”, dices. Hombre, por Dios. Mudo, y absorto y de rodillas son modalidades adoratrices que prefiero dejar para los amores onanísticos del pobre Gustavo Adolfo. Pero respetando las manías litúrgicas de cada cual en cuanto a la mejor postura para escuchar la música buena, a Schubert hay que oirlo con muy poco menos de unción, entusiasmo y disfrute en general que a Bach, Mozart o Beethoven. Muy poco menos, si no los mismos. Tienes el hándicap, como yo, de haberte criado escuchando “La Trucha” como música de fondo, mientras hacías los deberes o merendabas pan con chocolate, y veo que has sucumbido al evidente riesgo de darla por consabida. Pero si la escucharas de nuevo como si nunca la hubieras oído antes, te darías cuenta de que es uno de los momentos cumbres de la historia de la música.

Llamar a Chopin “el chiquito polaco este” y concederle que tiene “cosas bonitas” es una hábil maniobra para disimular la inmediatamente siguiente, que es asimilarlo a “uno de estos románticos” –¡como si tuvieran en común otra cosa que la displicencia que has decidido dispensarles!– y acusarlos, así, en bloque, de “perseguir escalas por el teclado arriba y abajo”. Esto último puede ser una descripción, más bien torpe, de algunas piezas de Liszt, que tampoco a mí me producen especial entusiasmo; pero hablar de ello como de una manía de los románticos en masse solo revela, perdóname que te lo diga, que los has oído, a todos ellos, poco, con falta de atención y sobra de prejuicios.

(Dicho lo cual te diré que a mi Schumann tampoco me entusiasma –quitando las "Escenas de niños" que forman parte de mi acervo musical desde que descubrí a los seis años el disco de casa que las contenía, magníficamente tocado por... vaya usted a saber quién–, que Mendelsohn me sobra casi entero –bueno, la "Sinfonía Italiana" me gusta por parecidos motivos– y que jamás he compartido la muy común devoción por Brahms. Este último me parece una imitación de Beethoven, a ratos conseguida y a ratos menos, que con frecuencia tiene verdaderos problemas para atinar con la “escala”, quiero decir, con la proporción. O se tira treinta y tantos minutos tratando trabajosamente de construir un tema que se pierde entre el vaivén irresoluto de intentos fallidos, o despacha en cinco minutos tres temas buenos, que desarrollados como Dios manda habrían dado para mucho más y que así no pasan de atisbos frustrados. Lo de “las tres B” es puro oportunismo ortográfico. No les llega, ni a Bach ni a Beethoven, a la suela de los escarpines.)

(Y en cambio Tchaikovsky –al que no sé por qué hay que ponerle tantas letras, total para decir Chaicosqui, que vaya usted a saber cómo se escribe en cirílico– Tchaikovsky, digo, que pasa por ser el más blando, pastelero, facilón y descartable de los grandes músicos del XIX, me está resultando últimamente mucho más apreciable de lo que yo mismo habría dicho hace unos años, cuando participaba de prejuicios muy parecidos a los que tú proclamas. Todo lo amariconado, dulzón y chin chin pún que se quiera, pero un pedazo de músico. Capaz como pocos de inventar lo que, cada vez más, creo que es la madre del cordero, la raiz de la música y su meollo insustituible: melodías. Un músico es un buen músico cuando inventa buenas melodías, haga luego con ellas lo que haga. Y Don Piotr Ilich las inventaba buenísimas. En cambio todas las audacias armónicas, todos los hallazgos tímbricos, todas las orquestaciones, las percusiones, las instrumentaciones y las zarandajas sonoras del mundo no van a ninguna parte si detrás no hay una melodía consistente).

Hala, ya me he despachado yo también. Ya ves que, en el fondo, somos tal para cual.

El cómplice de Wagner en la bodriez es, evidentemente, la ópera. Wagner era bodrio, fundamentalmente, porque escribía óperas, y la ópera es la patria natural del bodrio musical, su oportunidad de oro, su catalizador, su coartada y su escaparate. (Creí que había quedado claro, pero veo –lo venía ya sospechando– que escribo igual que Wagner hacía música, sueno todo junto y no hay quien me entienda). Está claro que, en cuanto a la ópera, pensamos más o menos lo mismo, con la salvedad de que a mí me importa un pito que se muera la protagonista, y lamento solo que sobreviva su cómplice masculino. Por mí podían reventar ambos en el primer acto, llevándose por delante al coro y a los partiquinos, y eso que nos ahorrábamos todos.

Y me parece –ya termino, ya– fundamental la última cuestión que bien apuntas. ¿Por qué tiene la música que contar una historia? Es una manía que me subleva desde que tengo uso de razón. Todas esas construcciones del género: “El pizzicato de los violines es el goteo de la lluvia sobre el maizal. El oboe es el pajarillo que canta. Cuando el pastor bosteza, suena el fagot. El tema del contrabajo es el Conde que se acerca...” me parecen profundamente necias y totalmente antimusicales, y me da igual que sea el propio compositor el que las aliente. Me cago en la música programática con furor intestinal acumulado desde mis lejanos seis años, en que por primera vez alguien intentó “explicarme” alguna música con estupideces parecidas. La música no necesita, ni puede, ni debe ser explicada, ni cuenta más historias que las infinitas, infinitamente diferentes –y todas ellas indecibles si no es, precisamente, mediante la música– que haga crecer en el ánimo de cada uno de sus infinitos oyentes. Si su autor tenía el cretino propósito de que no sé cuál sucesión de notas representara no se qué personaje, o se basó en algún retorcido leitmotiv para componer así y no asá, o adjudicó determinado instrumento a determinada anécdota, es problema suyo. Él debe tener el sentido común de no exhibirnos ni tratar de contagiarnos sus manías, y sus comentaristas el buen gusto de disimularle la debilidad. A mí no es que no me importe nada, es que me molesta positivamente que venga un idiota a reventarme la emoción musical tratando de reducírmela a una torpe historieta. Mal contada, además, porque la música no es el instrumento adecuado para contar historias, ni para pintar cuadros, y pretender dedicarla a eso me parece un crimen de lesa musicalidad.
Hasta aquí llegó el erudito cuanto riguroso intercambio. Ambos debimos de aburrirnos del asunto, o consideramos que habíamos dicho sobre él cuanto debíamos –siendo así que, en realidad, habíamos dicho ambos, como es fácil apreciar, mucho más de lo que debíamos–.

Con todo lo cual les dejo a ustedes, con mi deseo fervoroso de que pasemos todos un buen verano. Hasta la próxima.