jueves, 23 de mayo de 2013

Elucubraciones que produzco -en ocasiones- acerca de

Para  Ātman, vegetariano confeso para quien reservo, de momento, la totalidad del aprecio que me considero
capaz de sentir por un vegetariano. Para que no se ofenda por la última de estas lucubraciones, con afecto. 





Ayer murió Georges Moustaki, una de las numerosas y variopintas compañías musicales, y no solo, que me han iluminado la vida desde que, preadolescente perdido, lo descubrí, de la mano, supongo, de alguno de mis hermanos o hermanas mayores, y que no he dejado de escuchar y disfrutar desde entonces. Aquí canta Je suis un autre, una especie de presentación musical en la que se define de muchas maneras: debutante de sienes que blanquean, patriarca novicio, viajero inmóvil, soñador despierto. Uno de esos galgos que nacen cansados, optimista amargo, pesimista alegre. Y, siempre, un autre, otro. Un utópico, digo yo, de los que el mundo necesita y al que echará en falta, un músico excelente y un letrista maravilloso que, según sus propias palabras, nunca tuvo ni la vocación ni la misión de imponer sus ideas. Para gustarme más aún cambió su nombre de pila original, Giuseppe, por el de Georges mi santo favorito– en honor de otro de mis mentores musicales, Georges Brassens. 

Ya ha encontrado ese jardín donde vivir desnudo y sin preocupaciones, esa casa de puertas abiertas que buscó toda su vida sin encontrarla, pero sin perder el entusiasmo en la búsqueda y transmitiéndonoslo a los demás. Que la disfrute, con nuestro agradecimiento.




los nuestros, la verdad...- Ni 'los buenos' son nunca, en la práctica, buenos del todo, sin resquicios ni sombras, ni 'los malos' el Mal absoluto, sin rastro de bien alguno. Esto es una verdad de sentido común, es sabio profesarla y muy recomendable, cuando nos enfrentamos a 'los malos', tenerla en cuenta y dedicarnos en primer lugar a estudiar y establecer los límites, la modalidad y la forma exacta de su maldad. Cuánto son de malos, por qué son malos, o por qué nos lo parecen a nosotros, a qué otro malos se asemejan y de cuáles otros se diferencian, en qué... Con ello no los defendemos ni los absolvemos, conviene dejarlo claro, solo tratamos de entenderlos mejor

Conviene, digo, dejarlo claro, pero es propósito la mayor parte de las veces inútil, porque siempre hay entre 'los buenos' –entre los 'nuestros', quiero decir, entre esos a los que mis malas costumbres me acaban siempre impidiendo pertenecer de pleno derecho– quien considera que este empeño de estudiar, matizar y clasificar al 'enemigo' no es más que simple connivencia con él; y estigmatiza, desalinea y condena a quienes incurrimos en el indisciplinado delito de distinguir

Consecuencia: no nos alineemos, única manera de que nadie pueda desalinearnos. No hay que formar grupos –mira por dónde vengo a acatar aquella orden de los grises de mi juventud: '¡No me hagan grupos!'– no hay que pensarse nunca a uno mismo como integrante de un grupo. Es una elemental medida de higiene y, como suele pasarle a las medidas de higiene, a primera vista parece incómoda, pero acaba compensando. Los grupos, habitualmente, detestan el matiz, el distingo y, en general, cualquier cosa que dé lugar al razonamiento individual libre. Necesitan la consigna, la unanimidad previa y acrítica en torno a lo simple, las verdades embaladas en paquetes sencillos, fáciles de manejar –y de arrojar a la cabeza del contrincante, llegado el caso–. 

Pero las verdades de verdad tienen formas muy raras y se niegan a dejarse empaquetar. Las verdades son como los vinos: ¡desconfiad de las que se presentan en tetrabrick!

Yo elucubrando, según un estupendo y hermético dibujo de Grillo, el culpable de que este post se llame así

* * * * * 


...el arte, la felicidad y todo lo demás...- Tengo a medio desarrollar –y una vez publicado esto, y desfogados con ello mis bajos instintos más apremiantes al respecto, lo más probable es que quede para siempre en ese estado; un inconveniente más, o una ventaja, según se mire, de tener un blog– una teoría general según la cual todo lo valioso aparece como resultado sobrevenido y no buscado de un proceso que no lo tiene por fin originario; se desarrolla y crece mientras conserva esa condición de secundario y se esclerotiza y muere cuando se independiza del proceso que lo originó, y se erige en fin él mismo. 

En el arte, mala palabra a la que últimamente le estoy cogiendo bastante manía, se ve muy claramente: no puedo evitar la impresión de que una condición indispensable para que las actividades a las que se suele considerar "arte" produzcan belleza –o nos hagan disfrutar de cualquier otro modo equivalente– es que no sea esa su finalidad consciente y expresa. Del mismo modo en que una de las condiciones de la "gracia" infantil es que sus poseedores la ignoren; y la pierden no bien se hacen conscientes de ella e intentan "ejercerla" de modo deliberado, hay una espontaneidad, una autenticidad casi infantiles en el modo en que una obra de arte busca su objetivo, sea el que sea, que es parte fundamental de la belleza que en ella apreciamos y del disfrute que, en general, nos produce. Y que se pierde irremisiblemente cuando se sabe observada y, en consecuencia, "posa". 

Por eso la música y la pintura, por ejemplo, florecieron mientras fueron herramientas litúrgicas o sociales al servicio de las religiones o las políticas de los poderosos; en el romanticismo empezaron a independizarse de estos papeles sociales, a convertirse en "Arte" con las finalidades crecientemente importantes y explícitas de 'crear belleza', 'expresar el genio' de sus autores y cosas así, y a partir de ahí, primero lenta pero siempre firmemente, a irse al carajo, con breves estertores agónicos de esplendor impresionista, modernista o –penúltimo suspiro– 'vanguardista'. Y en el carajo se hallan ahora mismo. Sobreviven donde siguen cumpliendo una función ajena a sí mismas, y en la medida en que la cumplen: algún rock, alguna música popular, algunos comics. El resto es, en considerable medida, manierismo estúpido, desmesurado y onfaloscópico, y huele a falso que echa para atrás. Y es, sobre todo, tranquilamente omisible, nadie lo aprecia ni lo necesita ni piensa en ello más que, en todo caso, como emblema o icono de otra cosa, poder económico o prestigio 'cultural'. (Sí, es paradójico: cuando el de pregonar la importancia de quien la pagaba era el fin confesado de la actividad artística, alcanzaba otros mucho más importantes. Ahora que proclama que su propósito expreso y único es conseguir estos otros fines 'superiores', se ha quedado reducida a aquel).

(La arquitectura, en cambio, que no puede, aunque lo intente, prescindir de su utilidad funcional y social, ha aguantado mucho mejor la modernidad. En la medida en la que sigue siendo herramienta artesana al servicio de otros fines, sigue estando viva y siendo interesante. Mientras que en la misma medida en que el arquitecto se pretende "artista", su obra se convierte en aspaviento hueco e inútil, o en aberración directamente dañina.)

Uno puede ser artista, pienso, mientras no lo desea ni se lo propone ni lo sabe, y se dedica, sin otras consideraciones, a hacer lo mejor que puede cosas que le interesan, le gustan o, por cualquier otro motivo, quiere hacer. Pero si decide explícitamente dedicarse a hacer 'Arte' y se proclama 'Artista', se convierte a mis ojos, diría que invariablemente, en un pobre tipo innecesariamente enfático y tirando a penoso. 

En otro orden de cosas, pero ajustándose exactamente a la misma ley, que considero universal: uno es feliz mientras vive esforzándose por alcanzar otros fines distintos de la felicidad: desde la mera subsistencia hasta la obtención de la vacuna del sida. Deja automática e inevitablemente de serlo en cuanto se propone como fin, precisamente, el de ser feliz. 


* * * * * 


...gobernantes, cocineros...- Gobernar es como cocinar, un coñazo necesario. Solo hay un buen motivo para querer ser uno el que cocina, como para querer ser uno el que gobierna: que así evita tenerse que comer una comida mal guisada por otro, o vivir en una sociedad mal gobernada por otro. Hay, en cambio, muchos malos motivos para querer cocinar, como para querer gobernar: notoriamente, el de ser uno el que disponga de las pelas para ir al mercado, de la cocina para manejarla a su antojo y de lo guisado para repartirlo como mejor le parezca. Y luego hay motivos más o menos respetables para ambas cosas: el de ligar, sin ir más lejos. Hay quien dice que no solo a los hombres, también a las mujeres se las conquista por el estómago; y parece que también los que gobiernan ligan bastante...

Personalmente cocino con eficacia cuando no hay otro remedio y, modestia aparte, hay dos o tres cosas que no me salen del todo mal. Una vez fui presidente de mi comunidad de vecinos y lo hice estupendamente: es mi única experiencia de gobierno. Pero para ligar, cuando tal hacía, siempre preferí otros métodos. Y conozco pocos placeres comparables al de sentarme a comer platos exquisitos que otro haya guisado para mí. Vivir en una sociedad estupenda que otro gobierne para mí debe de estar también muy bien, ya les contaré si alguna vez me pasa... 



* * * * * 

...perdedores, losers, fracasados...- Recuerdo a Joaquín Sabina, hace unos años, cuando tuvo un arrechucho que por poco lo manda al otro barrio. Salió en la tele alardeando de haber sobrevivido como si fuera mérito suyo y lo debiera exclusivamente a lo listo que es y lo bien que se lo monta. Casi daban ganas de desearle otro patatús. 

Esta actitud de Sabina, que cito solo como ejemplo de la de mucha otra gente, es, me parece, el resultado de una creencia moderna que a mí me irrita particularmente, con origen, creo, por un lado en los tópicos de la autoayuda, los manuales para triunfar en esto o aquello y la actual autocomplacencia en el éxito, y por otro en la confortadora mitología new age de la 'armonía universal', la 'conciencia cósmica', las 'energías positivas' y todas esas mandangas; según la cual puedes conseguir cualquier objetivo, desde curarte del cáncer hasta hacerte millonario, solo con que te lo propongas realmente, 'luches' por ello y 'tengas fe en ti mismo'. (Buen ejemplo de esto que digo es esa frase tan dañina, tan injusta y que tanto oigo emplear en cuanto alguien sobrevive a una enfermedad grave: Fulanito ha vencido al... cáncer, infarto o lo que sea). Esta creencia es, en mi opinión, un verdadero opio del pueblo, tan nocivo como pueda serlo la más nociva de las religiones convencionales. Es muy estimulante y ameniza mucho la vida de sus adeptos, pero tiene como efecto secundario, entre otros, el descrédito y la culpabilización de los pobres idiotas que, evidentemente por culpa suya –no se lo han propuesto con la suficiente energía– se mueren, se quedan en el paro, son abandonados por sus parejas o no pasan de reponer género en el supermercado. El desprecio del ‘perdedor’. Esta palabreja, por cierto, repugnante cuando se usa para designar una categoría permanente –se puede hablar del perdedor de un concurso, de una carrera o de un juego; pero no se puede hablar de 'un perdedor', en general, o al menos no sin que a mí me den vómitos y ganas de agredir violentamente a quien lo hace– es otro efecto secundario maligno, una mala traducción de una expresión inglesa ya detestable en el idioma original. En castellano correcto a eso se le había llamado toda la vida un ‘fracasado’. 

Aunque ahora que lo pienso el ‘perdedor’ anglosajón y el ‘fracasado’ español no son exactamente lo mismo. El fracasado lo ha intentado y no lo ha conseguido, ser 'un fracasado' no constituye su naturaleza congénita e irremediable sino que es algo más o menos fortuito que le ha sobrevenido a partir de un suceso catastrófico determinado, el fracaso, antes del cual no pertenecía a la categoría. Ese intento y ese fracaso le otorgan, incluso, una cierta grandeza. En cambio el perdedor no necesita haberlo intentado sin éxito, es ‘un perdedor’ por adelantado y antes de haber empezado a perder nada, está abocado de antemano al fracaso. Predestinado, porque el origen de esta mentalidad es, creo, calvinista. Pero como también los calvinistas se han secularizado ahora el perdedor ya no lo es porque Dios lo haya señalado como muestra de su desagrado, como le ocurría al pecador clásico, sino porque él mismo se ha elegido para el fracaso, por falta de nervio, de fe en sí mismo, de la actitud necesaria o de la lectura de los manuales adecuados. 

Yo soy católico, no lo puedo evitar, y los calvinistas, crean en el terrible Dios de los puritanos o en el aún más terrible del éxito, me caen muy gordos. No es que me haga muy feliz la actitud tradicional católica hacia los pobres, paternalista y autocomplaciente –"siempre habrá pobres entre vosotros, ¡qué bien!"– pero, al menos, para ella los fracasados, los mediocres y los pobres en general no arrastran ningún estigma por serlo, al contrario, tienen, como digo, una especie de dignidad específica, y además forman parte necesaria del paisaje social, son el medio por el que los triunfadores expían su triunfo –para los católicos el éxito no es ninguna garantía de virtud, muy al contrario– ejercitando la caridad. En cambio el perdedor de los anglosajones y protestantes en general no merece más que censura, desprecio y burla, y no tiene ningún hueco en una sociedad pensada exclusivamente para ‘triunfadores’. Otra palabra, por cierto, que me da náuseas, imagino que por los mismos motivos que 'perdedor': reflejan las dos una concepción de la vida basada en la competición, y debe de haber pocas que sean más opuestas a la mía.


* * * * * 

...parchear el mundo...- El mundo real es complejo y contradictorio, fruto de un proceso de siglos en el que trabajan ignorándose o combatiéndose millones de agentes distintos, parcialmente coincidentes y parcialmente opuestos. Contar semejante follón como un proceso lineal y lógico con propósitos discernibles y bandos bien dibujados es una tentación muy explicable en la que todos caemos con más o menos frecuencia, y para determinados fines es incluso hasta útil, pero en contrapartida lo falsea irremediablemente. Y hace algo peor: condiciona, a mi juicio para mal, nuestra posible actuación en él. Nos prohibe, por ejemplo, por un prurito de 'pureza' integrista que las considera cómplices del 'lado malo', actuaciones paliativas que en la práctica, sin embargo, resuelven problemas concretos y alivian puntualmente los peores síntomas. 

Yo creo que esta actitud, la que se enfrenta a situaciones específicas tratando de lograr una mejora local del problema, la que no se propone objetivos globales ni radicales –inalcanzables, desalentadores o de consecuencias imprevisibles– sino que se ajusta a las dimensiones que puede abarcar, es la única forma no dañina, realista y eficaz de intentar mejorar el mundo. Pero es con frecuencia muy mal vista. Ponerle al mundo real parches que, de modo más o menos precario y chapucero, traten de arreglar los problemas más urgentes, es una actividad poco vistosa y que hasta puede ser considerada, desde un punto de vista fundamentalista, cómplice de los males que intenta paliar, ya que no se dirige a resolverlos ni a erradicarlos y, al aminorar sus efectos, siempre puede entenderse que estorba y retrasa la tarea verdaderamente importante de combatirlos (¡Cuanto peor, mejor!).

Pero el mundo es más habitable gracias a esos parches, y a mi personalmente dedicarse a ponerlos me parece una tarea abnegada y meritoria.


* * * * * 

...y otras hierbas.- Hay pocas obsesiones que me irriten más que la de los maniáticos de la alimentación 'correcta', creo que porque es una de las que más manía proselitista provocan en quienes la padecen (y la hacen padecer). Tuve una compañera de trabajo que se pasaba el día dando traguitos a sospechosas infusiones con olor a anís, que hacían que toda la oficina oliera como la consulta de un naturópata; y que cada vez que entraba yo en su despacho me ofrecía puñados de frutos secos con el mismo entusiasmo con que podría yo haberle ofrecido gambas al ajillo, si hubiera tenido, como ella, el mal gusto de llevar tal cosa al trabajo. Cuando no nos quedaba más remedio que hablar de algo que no fuera asunto profesional, me ilustraba amablemente sobre los alimentos que debería evitar –sistemáticamente los que más me gustan– mientras miraba significativamente el generoso contorno de mi cintura. Era muy desagradable.

-¡Os conduciré a la tierra que mana leche y miel!
- Esto... perdón, pero ¿y los que no consumimos productos animales?
Una tierra que mana  leche y miel no nos parece un incentivo, precisamente.
¿Os dais cuenta de que las patitas de las abejas se rompen muy fácilmente
cuando se les quita la miel?
Y eso por no hablar de lo que sufren las ubres de las pobres cabras... 
No conozco católico, marxista ni adepto de las teorías conspiratorias más monotemático y aficionado a predicar con ocasión o sin ella que un vegetariano: el mundo gira para ellos en torno a la necesidad de no comer carne, y a lo conveniente de mascar muesli (¡!) y de aderezar todo lo comestible –bien poca cosa, para ellos– con algún repelente derivado de la soja, vegetal erradicable. Dan una importancia a todas luces desmesurada a una cuestión, qué se debe comer, que a los demás nos parece por completo secundaria y muy poco interesante, y, encima, la enfocan desde un punto de vista francamente lúgubre y desalentador. La vida social con ellos es complicada e incómoda, son unos anfitriones nefastos y unos invitados insoportables, y en vez de tratar de disimular sus defectos, peroran incansablemente sobre ellos, o sea, que nos obligan a padecerlos por duplicado. No los puedo aguantar. No digamos si, además, basan su aberrante doctrina en alguna consideración sobre el sufrimiento de los animales y sus derechos a la vida (y a la educación primaria, y a la asistencia sanitaria, y al voto...) Entonces los sacrificaría gustoso junto con unos cuantos rebaños de vacas y cerdos, como ofrenda de desagravio al dios de la gastronomía, que no sé cuál es.

jueves, 9 de mayo de 2013

Cosas que pienso -a veces- sobre (5)


Frédéric Chopin - Estudio nº 1 en Do mayor, Opus 10.- Idil Biret, piano

la música contemporánea.- Oyendo el otro día un programa de Radio Clásica sobre la vida de Chopin, constaté que en la década de 1830, solo en París, coincidían Chopin, Schumann, Berlioz, Mendelsohn... ya no me acuerdo, pero citaron como siete compositores de primera fila, todos autores de música estupenda que se sigue escuchando casi doscientos años después pero que ya tenía éxito entonces. Si se amplía a Europa entera, a lo largo del XIX debió de haber no menos de cincuenta o sesenta músicos de primera fila. Y lo mismo o más pasó en el XVIII, y en el XVII.

En el XX no creo que llegaran a veinte, el mejor de los cuales es probable que solo apenas alcance la categoría de los normalitos de cualquiera de los siglos anteriores. Y, salvo escasas excepciones –casi todas de la primera mitad del siglo y casi todas directamente herederas y continuadoras de lo anterior– son músicos a los que en su época no oía nadie y a los que sesenta o setenta años después se oye menos aún. E hicieron –y siguen haciendo– una música áspera e inhóspita, experimentos abstrusos y, para mi oído al menos, completamente inexplicables, que no interesan más que a otros músicos, y por motivos gremialistas, intelectuales y teóricos, en absoluto musicales. Una música que, en mi sincera opinión, no hay nadie, ni creo que vaya a haberlo nunca, que desee espontáneamente escuchar por simple placer.

No sé qué ha pasado con la música clásica, ni por qué, pero es evidente que ha pasado algo. Si se lo dices a cualquier profesional de la música te mira con suficiencia y te explica que no, que siempre ha sido así, que lo que pasa es que la gente está acostumbrada a lo de antes y que lo nuevo siempre tarda en hacerse hueco... Es inútil que les digas que la gente hacía colas en Viena y en París para ir a los estrenos de Mozart, y que ningún aficionado a la música, ni de su época ni posterior, tarda más de un par de audiciones en entender y en disfrutar lo que hacían Tchaikovsky o Brahms. De nada sirve recordarles que el jazz, el rock y la música popular, que se basan en los mismos presupuestos melódicos, armónicos y rítmicos que la música clásica de hasta 1900, siguen moviendo multitudes, mientras que la música clásica contemporánea, que considera esos presupuestos obsoletos, superados o inaplicables, no sé bien; pero que, en cualquier caso, ha prescindido de ellos, solo se escucha en ghettos minúsculos de 'entendidos' exquisitos, que no dan la impresión de disfrutar con ella tanto como con la imagen de intelectuales cultos y desapasionados con que creen que los adorna. Se niegan a admitir que pase nada y siguen afirmando que la música de Berg es una maravilla comparable a la de Beethoven... Es sorprendente el tamaño de las evidencias de las que alguna gente consigue no enterarse cuando está realmente dispuesta a no hacerlo.



violencia de género.- Sé que esta abstrusa expresión se usa habitualmente para referirse a otra cosa, pero a mí me resulta mucho más útil, y más exacta, para hablar de determinadas atrocidades, cada vez más extendidas, que se cometen con el género de algunas palabras.

Por ejemplo: 'presidente' e 'interesante' son participios activos y, en su calidad de tales, invariables en cuanto al género, lo cual no quiere decir que sean siempre masculinos, sino que tienen igual desinencia en masculino que en femenino. Algo similar ocurre con 'principal', con 'arribista' o con 'atroz'; son adjetivos cuya terminación es la misma para ambos géneros, por lo que se usan igual acompañando a sustantivos masculinos que femeninos o, sustantivizados, para referirse a hombres que a mujeres. Excepciones a estas reglas consagradas por el uso y hasta por la literatura, como 'asistenta', 'modisto', 'gobernanta' o 'regenta', son eso, excepciones, que no procede invocar para crear otras nuevas, porque el que una barbaridad cometida en el pasado haya logrado incorporarse al campo de lo admitido no debería servir para alentarnos a cometer nuevas barbaridades, sino para todo lo contrario: como sana advertencia de a dónde puede llevarnos una momentánea bajada de guardia y de lo que ocurre en cuanto nos descuidamos. Nadie, hasta ahora, pretende que las mujeres sean importantas, principalas ni soezas. Bien, pues exactamente por los mismos motivos no pueden tampoco ser presidentas, concejalas ni juezas.

'Arquitecto', 'secretario' o 'médico', en cambio, sí admiten sin el menor problema una desinencia distinta para el género femenino. No hay ningún inconveniente en decir arquitecta, médica o secretaria, y cabría esperar, por tanto, que ya que con tanto entusiasmo nos hemos puesto a hablar de juezas y concejalas, estos otros femeninos, formados sin violencia alguna, se emplearan pacífica y universalmente. Bueno, pues tampoco. Conozco mujeres que firman sus escritos profesionales como 'la arquitecto' o 'la secretario del Ayuntamiento', lo que me parece un caso aún más sangrante de esta dolorosa brutalización del idioma a que me refiero. Parecen entender que la desinencia femenina en el nombre de su profesión le rebaja categoría (lo que es, digamos de paso, un curioso punto de vista para alguien que se dice feminista). Entienden que ser arquitecta es menos que ser arquitecto. No digamos ya ser secretaria, que es, evidentemente, muchísimo menos que ser secretario.

Lo sorprendente es que he sido tratado exactamente con la misma ira justicieramente feminista cuando he afeado que se diga 'la concejala' que cuando me he sorprendido de que se diga 'la arquitecto'. Son barbaridades de signo opuesto, pero defendidas desde trincheras vecinas, si no las mismas, y con argumentos parecidos, similarmente carentes del menor fundamento. Solo puedo concluir que lo que verdaderamente les gusta es forzar el idioma; y que los adornos teóricos feministas no son, en realidad, más que un pretexto para practicar esta auténtica y brutal violencia de género. Que les debe de poner, por algún oscuro motivo que mejor no investiguemos.


 
An die Nachgeborenen.- «Qué tiempos estos en que hablar sobre árboles es casi un crimen, porque supone callar sobre tantas fechorías», dice el poema de Brecht «A los que todavía no han nacido»«Nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables», explica; y pide para ellos nuestra indulgencia, la de quienes viviremos «en los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre», una vez que hayamos nacido y sus tiempos sombríos hayan quedado atrás.

Bien, yo ya he nacido y tales tiempos no han llegado, ni sé si nunca llegarán. Brecht, y tantos que como él comieron y comen «el pan entre batalla y batalla, hacen el amor sin prestarle atención, duermen entre los asesinos y contemplan la naturaleza con impaciencia», quizás no son especialmente culpables de que no hayan llegado, pero tampoco creo, honradamente, que con todo ello hayan hecho gran cosa por su advenimiento. Les reconozco la buena fe, y hasta pueden contar quizás con mi indulgencia, pero no dejan por ello de estar, en mi opinión, profundamente equivocados. Su equivocación, que además de estropearles la vida tan notablemente les llevó y les lleva a cometer o consentir, también ellos, tantas fechorías, y a hacer el camino tan impracticable para la amabilidad que añoran, no es tanto confundir el orden de importancias relativas, diciendo, por ejemplo, que hablar de árboles es menos importante que hablar de fechorías, como creer que hay un orden de importancias relativas que acatar, que para hablar de unas cosas hay que dejar de hablar de otras, que cuando en el mundo se cometen fechorías los árboles dejan de ser importantes.

No es verdad, claro. En el mundo se cometen fechorías todo el rato, los árboles son importantes todo el rato. Yo intuyo cada vez con más claridad que probablemente los tiempos no dejarán nunca de ser sombríos pero que, por eso mismo, no hay otro modo de preparar el camino para la amabilidad que ser uno mismo amable, ni otra actitud útil frente a las fechorías que la que sabe que seguir hablando de árboles es también un modo de combatirlas.