jueves, 24 de octubre de 2013

Divagaciones perfectamente asistemáticas en torno a la patria, el estado, la nación, la ciudadanía y cosas así.

Prácticamente todas las invenciones humanas mantienen un potencial positivo y beneficioso mientras señalan una dirección y avanzan en ella; y empiezan a producir consecuencias negativas y dañinas cuando deciden haber llegado a su destino, se instalan en él y dejan de indicar una línea de avance para marcar un punto de llegada. 

La idea de patria y el patriotismo han sufrido una transformación de este género. El patriotismo, que surge de una capacidad humana positiva, la de agruparse en torno a lazos no meramente biológicos, a ideas y a mitos, da cauce en principio, y en tanto que puesta en efecto de esta capacidad, a actitudes positivas y beneficiosas: solidaridad, abnegación, capacidad de interesarse y de trabajar por fines colectivos que exceden de los egoistas e individuales. Luego, con la consolidación de los estados modernos y con su perniciosa y creciente identificación con las "naciones" y los "pueblos" –conceptos románticos, reaccionarios y que, ontológicamente, suponen una inversión de la marcha, ya que vuelven a los lazos biológicos y de sangre, renunciando a la fecunda idea de pacto artificial en torno a ideas– el patriotismo se instala, abandona la dirección avanzando en la cual surgió y se convierte en una actitud dañina, egoista y agresiva. La solidaridad se detiene, se limita y se desvirtúa, el grupo de referencia se cierra y se vuelve hostil hacia el exterior. 

Tengo la impresión de que la palabra "patriota" deja de reflejar el concepto generoso y solidario al que alguna vez –allá por los principios del XIX– se refirió más o menos en el mismo momento histórico en que surge el concepto de "nacionalismo". No me gustan las simplificaciones, pero cometeré una: con el nacionalismo, el patriotismo pasa de ser una actitud progresista a ser una actitud reaccionaria. 

Creo que lo fundamental del nacionalismo está en la idea de la "identidad" nacional. El nacionalista, creo, es un tipo que necesita saberse "nacional" de su nación –español, vasco, croata o zulú– para creer que es alguien. Los adultos emocionalmente equilibrados tienen su identidad personal. Los que, por algún motivo, no han alcanzado ese equilibrio y notan un inquietante hueco en el lugar en el que deberían sentir su identidad, lo rellenan con los comodines de las identidades colectivas. Se definen a sí mismos, reconfortantemente, como católicos, funcionarios, madridistas, catalanes, comunistas... se buscan un grupo que les diga quiénes y cómo son y en el que descansar de la agobiante necesidad de ser uno mismo y estar solo. De todas estas identidades colectivas, la nacional es una de las más populares: no requiere ningún esfuerzo especial, ninguna ideología, ningún conocimiento, ninguna profesión de fe. Está, ya hecha, al alcance de cualquiera que la quiera coger. No es extraño que resulte tan popular y tan bien vista.

En mi opinión la idea de nación, al margen de ese papel de prótesis psicológica para inválidos emocionales, no tiene ninguna otra utilidad positiva. El mundo, de hecho, funcionaría mucho mejor sin ella. Tal y como ahora mismo es pueden ser necesarios –lo son, de hecho, en tanto no inventemos algo mejor– los estados. O alguna clase similar de organizaciones artificiales y regladas de la convivencia, en cualquier caso. Pero las naciones, esas instancias ambiguas, pringosas y tirando a tribales, basadas en lazos más tiránicos cuanto más imprecisos, no solo no son necesarias, sino que constituyen, a mi juicio, un estorbo, una molestia y un peligro. La universal manía de identificar estado con nación y de establecer entre ambos conceptos una relación lo más biunívoca posible es, en mi opinión, equivalente a la obviamente imbécil norma de algún trasnochado equipo de fútbol que solo ficha jugadores de su pueblo o de su región. Pero lo que en fútbol a casi todo el mundo le parece una gilipollez, en política internacional pasa por un ideal razonable y legítimo. (Lo que no deja de ser una más entre las innumerables ventajas que el fútbol presenta sobre la política internacional).

A mi me gustaría que la nacionalidad fuera un dato suprimido del pasaporte, como aquellas "señas personales" que se consignaban antes de que la fotografía las hiciera innecesarias. La "nacionalidad" como característica del individuo debería ser una cuestión tan privada y carente de relevancia administrativa como su religión –y, como sucede con la religión, debería ser posible no tener ninguna– o como sus inclinaciones eróticas. Lo único importante, mientras existan estados y sean necesarios los pasaportes, debería ser qué estado expide el documento, –de dónde es "ciudadano" su titular, quién garantiza sus derechos de tal– pero no cuál sea su nacionalidad.

Por todo lo dicho yo, últimamente, he trasladado mi inquina personal desde la idea de patria, que era quien me la concitaba hasta hace poco, directamente hasta la de nación. He adelantado el frente, vaya, y creo haberme acercado a la raiz del problema. Porque el de nación es un concepto pretendidamente más objetivo y neutro que el de patria, pero eso no lo hace más inofensivo, como tendemos a imaginar, sino, muy al contrario, bastante más peligroso. La "patria" no oculta sus componentes irracionales, subjetivos y emocionales, no engaña a nadie; la nación sí. La patria embiste, pero al menos lo hace de frente; la nación, en cambio, embiste a traición y sin avisar. Se pretende pacífica y neutral, simple dato objetivo o cosa inocuamente existente, pero no lo es. Datos son los territorios, las personas, los idiomas, las culturas, hasta los estados. En cambio la engañosa y ambigua amalgama de todas estas cosas que se nos presenta bajo el hipócritamente inocente nombre de nación no es un dato: es una construcción mental interesada e ideológicamente cargada, que contiene ya, aviesamente disfrazados de inane folclore, de patrimonio cultural o de identidad colectiva todos los elementos irracionales, excluyentes y agresivos que creíamos que solo con la patria empezaban a asomar la oreja. La "Patria" no es más que la nación de cada uno con respecto a ese uno. Por eso, disgustándome, me resulta más tolerable: quien habla de patria, asume explícitamente que para él está cargada de un contenido afectivo e irracional que ni oculta ni niega. Nadie espera objetividad, ni la finge, cuando se habla de patrias. Cuando se habla de nación, en cambio, el contenido sigue estando ahí, pero ya no es abierto ni explícito. La objetividad sigue siendo imposible, pero ya es posible fingirla y creerla, "hacer como si" habláramos en términos racionales. Y yo, aunque ningún cuchillo me guste, prefiero el desenvainado y desafiantemente visible en la mano, la patria, que el oculto bajo la ropa y tras la sonrisita conciliadora, la nación. Es para mí, además, simple cuestión de coherencia lingüística: no puedo condenar el nacionalismo y absolver a las naciones. A la mierda con el étimo íntegro, sin distingos.

Alguna vez, discutiendo este asunto, se me ha argumentado que, siendo las naciones las creadoras y depositarias de esos patrimonios culturales de los distintos pueblos, y por ello el medio a través del cual accedemos y participamos de la cultura, al repudiarlas estoy propugnando una uniformidad empobrecedora, una especie de cultura universal standard y descafeinada de inglés, cocacola y  burguer. Yo, naturalmente, no creo que sea así. Detesto la uniformidad, tanto que no deseo ni la de los “pueblos” ni la de las personas dentro de cada “pueblo” –concepto este, por cierto, que uso entre comillas a modo de guantes, para no mancharme con él, porque lo considero un poco, pero solo un poco menos pringoso, falaz y peligroso que el de “nación”–. Quiero que ninguna característica: creencia, jodienda, superstición, comida, costumbre, música, idioma o rasgo “identitario” cualquiera que podamos imaginar, me sea ni del todo propia ni del todo ajena, que ninguna sea bandera ni patrimonio ni coto ni bestia negra de nadie y que todas sean gozosa y libre posibilidad de todos. 

Por molestarme las “identidades”, me molestan hasta las individuales cuando se convierten en etiqueta, en tarjeta de presentación, en rutina o en destino, así que pueden imaginarse lo que pienso de las colectivas, las que nos pretenden dar determinadas y preseleccionadas –y no les digo ya si lo que intentan es imponérnoslas– por motivos de nacimiento o vecindad. Detesto, sí, las “identidades” colectivas, y en especial las nacionales, regionales y locales, pero no porque desee la uniformidad, sino porque deseo el libre albedrío y la personalidad individual, que cada uno elija en cada momento los "rasgos identitarios" que le pida el cuerpo, y no los que le “toquen”. El mestizaje, la mezcla, la impureza y la confusión que difunden y enriquecen. Todo lo contrario, pues, de la uniformidad. No solo no acepto que el disfrute de un patrimonio cultural esté sujeto y condicionado a la adscripción a una identidad nacional, de tal manera que renunciar a esta implique renunciar también a aquel; sino que la extendida pretensión de que sea así es, exactamente, una de las principales razones por las que el concepto de "nación" me parece dañino, y el nacionalismo, directamente, una actividad paradelictiva.