domingo, 21 de diciembre de 2025

PALABRAS PARA JOSÉ AGUSTÍN

Tengo que agradecerle a Goytisolo, entre otros, haber acabado por aceptar que nunca pude ser “de izquierdas”. Iba a añadir “Y eso que lo intenté…”, pero no, ni siquiera es así. No necesité intentarlo. En mi generación y en mi medio hacerse de izquierdas era un proceso natural, simultáneo, si no consustancial, con hacerse mayor. Uno crecía, intentaba enterarse de cómo era el mundo y de qué se podía hacer en él, y la respuesta que todo su entorno le ofrecía era, naturalmente, hacerse de izquierdas. Desde los padres -en mi caso la madre- de los que era necesario emanciparse y disentir, y que eran convencida y convenientemente franquistas, hasta los hermanos mayores, los amigos, los amigos mayores y los adultos cercanos cuyo ejemplo se proponía, que eran todos, en mayor o menor medida, antifranquistas y “progres”, -algunos, incluso, sospechosos de militar, lo que suponía el grado máximo de adultez, compromiso y vida verdadera-. Toda mi generación, al menos en mi medio, fuimos de izquierdas de un modo implícito, por defecto. Las escasas excepciones se consideraban fenómenos pintorescos, que mirábamos con cierta indulgencia burlona, sin polémica -innecesaria, puesto que era obvio que éramos nosotros los que teníamos razón-. Siempre hay un pelirrojo, un tartamudo, un filatélico o un facha para dar variedad al grupo. 
 
Coreé emocionado, por tanto, cada vez que había ocasión, uno de los numerosos “himnos” de la progresía española de los setenta: las “Palabras para Julia” de José Agustín Goytisolo, con la música solemne y salmódica que le puso Paco Ibáñez. Ya saben ustedes, esa que empieza: “Túu no pueeedes volver atráaas, porque la viida ya te empuuja, con un aulliido interminable, interminaable…” Y sigue así más rato. 
 
Pero incluso entonces, con todo mi fervor intacto, unos versos me chirriaban: “Un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada…” Los omití mentalmente. Preferí quedarme con lo de “nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas no puedo más y aquí me quedo…”, “Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría…”, “La vida es bella, ya verás cómo a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor…” Pude así convencerme de que el poema era un canto a la vida, a la alegría, a la solidaridad y a la lucha -contra qué no era preciso especificarlo, era obvio, contra los malos…-, pude prescindir temporalmente del hombre solo que no es nada, considerándolo un residuo estalinista de los años duros en que fue escrito, y logré adscribir el conjunto así purgado al proyecto revolucionario y feliz de los nuestros, en el que un mundo nuevo y estupendo -que, naturalmente, no hacía falta decirlo, conservaría todos los rasgos confortables, amables y familiares del viejo-, iba a recolocarlo todo en un orden de cosas más justo y luminoso. Era evidente y facilísimo, Franco se iba a morir en breve, en afortunada coincidencia con nuestra entrada en la edad adulta, y el futuro no podía ser más prometedor ni más de izquierdas. 
 
Es curioso cómo una relectura de las famosas Palabras me deja ahora la impresión contraria, la de un desaliento, una resignación y una tristeza en las que los versos que omití pasan a ser el centro del poema, junto con estos otros que omitió Paco Ibáñez: “Por lo demás no hay elección, y este mundo tal como es será todo tu patrimonio”. El bueno de Ibáñez debió de darse cuenta de que su voz grave y vibrante, afirmando “por lo demás no hay elección…” no iba a quedar precisamente enardecedora, y decidió no incluir esta parte en su enardecedora canción. 
 
Por motivos no muy distintos pasé yo elegantemente por encima de “Un hombre solo, una mujer…”, pero el chirrido se me quedó ahí. Yo podía no tenerlos en cuenta, pero los versos estaban. Y cada vez me parecían menos un residuo omisible, y más el meollo del poema, el núcleo que irradiaba al resto su pesimismo, lo teñía de desesperación y lo convertía en un esfuerzo patético por transmitir alegría, hecho por alguien que carecía por completo de ella. 
 
 (Ha habido más canciones izquierdosas que me han ayudado a tomar distancia de la izquierda. Todavía con los rescoldos del primitivo ardor, aún convencido de ser un socialdemócrata de izquierdas con más simpatías hacia la Cuba de Castro que hacia los EEUU de Reagan, no podía evitar amargarle a mi amiga Merche, a quien Dios tendrá en su Gloria, esa estrofa de la Canción del Elegido, de Silvio Rodriguez, que dice “La última vez lo vi irse entre humo y metralla, contento y desnudo. Iba matando canallas con su cañón de futuro”. Cuando ella acababa de cantarlo, tan contenta, tan progre, tan enamorada de Silvio, yo le explicaba: “Llevaba al lado un comisario político que le iba señalando: ‘ese es canalla’, ‘ese no,’ para que supiera a quién matar…”  
 
En buena medida hablaban ahí mis permanentes ganas de llevar la contraria y mi incapacidad de dejar pasar la ocasión de hacer un chiste -y, todo hay que decirlo, mi tímido deseo de explorar, por retorcidos caminos, las posibilidades de ligar con Merche, porque me encantaba que ella me contestara “¡Ay, qué idiota eres!”, y me diera un cariñoso manotazo-. Pero hablaba, también, esa parte de mí que ya entonces se negaba a aceptar que un hombre solo, una mujer, así, tomados de uno en uno, sean como polvo, no sean nada, y puedan, en consecuencia, ser alegremente barridos como canalla por el cañón de futuro del amigo Silvio). 
 
“Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más allá”, parece que dijo un ingenioso e insigne hijo de puta que, por cierto, cumplió fielmente su aforismo durante toda su vida, y acompañó de variadas maneras a los comunistas hasta la muerte. Hasta la muerte de otros, claro. Los acompañaba en el Madrid de 1936, cuando escribía “A paseo” para señalar justicieramente a quién debían asesinar a la siguiente madrugada, y los siguió acompañando en sus últimos años, cuando, en su retiro del País Vasco, le hacía los coros en bonitos sonetos -escribía bien, el cabrón, y no versificaba mal- a los asesinos de ETA. Dios, que es infinitamente misericordioso, se lo habrá perdonado, así que poco puede perjudicarle el asco profundo que siempre me ha inspirado el sujeto. 
 
Pero no sé a qué ha venido la irrupción en mi sesudo escrito de semejante individuo… 
 
Ah, sí. La gracieta de Bergamín, si impedimos, esforzándonos un poco, que su significado se deslice naturalmente al que acabo de darle yo, y lo mantenemos ortodoxamente en el que le dio su autor, es de una profunda necedad, pero en su día a mí me pareció una buena fórmula para describir mi propia postura. Porque yo era de izquierdas, sí, por necesidad histórico-sociológica, pero era también creyente, primero por parecidos motivos pero enseguida, ya desde temprana edad, por elección personal y convicción profunda. Y por cierto que realicé durante bastantes años y con una facilidad sorprendente -producto de la nula exigencia del público benevolente, yo incluído, que andaba a otras cosas,- los malabarismos necesarios para mantener al mismo tiempo ambas profesiones de fe fingiendo creer que eran compatibles, malabarismos para los que la frasecita venía muy bien. Como yo no asesinaba, ni mandaba asesinar, ni aplaudía a los asesinos, ni creía, en general, -pobre ingenuo- que la cuestión de matar gente fuera consustancial a la revolución y al progresismo, me resultó más fácil que a Bergamín. La muerte, en mi caso, era una cosa ajena y lejana. Pero, aún así, la conciliación tenía sus dificultades. Para mí, solo teóricas, afortunadamente. Pero dificultades. 
 
La dificultad fundamental no estaba explícita, porque habría desbaratado toda la construcción, pero, oculta y todo, no podía estar más clara: no se puede estar al mismo tiempo con quien cree que un hombre solo es como polvo, no es nada; con quien fía toda la felicidad que la pobre Julia va a encontrar en este único mundo al problemático calorcillo que puedan proporcionarle la amistad y el amor de otros cuantos millones de resistentes a pesar de los pesares, tan desesperados como ella y como su padre… no se puede estar con esa gente, digo, al mismo tiempo que con quien afirma que una sola vida humana es infinitamente valiosa, y promete a cada individuo una felicidad eterna. La boutade de Bergamín, neciamente ingeniosa, envuelve esta imposibilidad y finge así superarla, pero el caso es que, en contra de lo que afirma, la incompatibilidad radical entre ambas creencias no aparece solo un paso más allá de la propia muerte. Empieza a manifestarse como evidente bastante más acá. Díganlo si no él mismo y sus envíos a paseo. 
 
A mí, concretamente, la dificultad se me planteaba, insidiosamente disfrazada de ser otra cuestión y permitiéndome así creer que no me afectaba, cada vez, por ejemplo, que escuchaba una exhortación a la unión que hace la fuerza. Lo utilice quien lo utilice, desde pequeño me ha irritado mucho ese mecanismo por el que basta invocar la necesidad de marchar todos unidos para que la cuestión de hacia dónde pase a una discreta segunda fase de la que no se habla más que vagamente. “La unión hace la fuerza”, dicen unos y otros, porque en eso todos están de acuerdo: unidad de la clase obrera, unidad de los buenos patriotas, unidad contra el terrorismo, unidad de los funcionarios de administración local con habilitación de carácter nacional… Y a mí, que desde mis cuatro años he necesitado orden y método para no perderme en mis trabajosos procesos mentales, lo primero que se me ocurre es preguntar: ¿La fuerza para hacer qué? Porque antes de unirme, me gustaría saberlo… 
 
Pero preguntar eso, amigo, es ya ser un cochino disidente, uno de esos individuos problemáticos que impiden la unión que hace la fuerza. Uno de esos tipos asociales que se niegan a admitir que un hombre solo, una mujer, así, tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada… ¡Fuego en ellos! Marcha con el pelotón, desgraciao, y no preguntes tonterías. 
 
Yo, lo siento, no puedo. Ni quiero. Tras el indiscutible imperativo de “unidad”, que a todos parece obvio, a mí siempre me resuenan insidiosamente los versos de Goytisolo que tanto empeño puse en su día en esquivar y, a continuación, mi inevitable corolario: Su puta madre, no será nada. Yo soy yo, y antes que hacerme fuerte uniéndome quiero saber a quién, por qué razones, con qué objetivos y con qué medios. Porque es que lo mismo no me gustan las respuestas, y no me quiero unir… 
 
Y si eso te pasa no puedes ser de izquierdas. Para la izquierda tú, un hombre solo, o una mujer, así, tomado de uno en uno, eres como polvo, no eres nada. Y eres, por ello, candidato perfectamente elegible para asesinar o ser asesinado, y Bergamín te mandaría a dar el paseo a alguien, o a que alguien te lo diera a ti, sin el menor problema, porque no debe haberlo en quitar de en medio a un poco de… nada… que obstruye la marcha imparable -no preguntes hacia dónde, mota de polvo- de la unión, que hace la fuerza. 
 
Si no crees ser como polvo, si no crees no ser nada; si crees ser alguien, merecer algo por ti mismo, ser el dueño y el responsable último de tus actos y tener el derecho, y el deber, de escoger por ti mismo tus objetivos y tus caminos; si crees que cada único ser humano tiene un valor infinito y que nada puede justificar su asesinato; y, si, en consecuencia, crees que unirse para ser fuertes no es un imperativo categórico, y que, antes de hacerlo, quieres elegir a quién te unes, para marchar hacia dónde, a hacer qué, con qué maneras… entonces no puedes ser de izquierdas. 
 
No puedo ser de izquierdas. Nunca, en realidad, he sido de izquierdas. Me ha llevado años comprenderlo, aceptarlo y, finalmente, congratularme por ello. Y en este proceso José Agustín Goytisolo y sus Palabras para Julia me han resultado, ya ven ustedes, francamente iluminadores. No es pequeño servicio. Les quedo considerablemente agradecido.

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