viernes, 31 de diciembre de 2010

Cierre contable de urgencia y con problemas

Bueno, parece que el año va a acabarse. Ha pasado a una velocidad verdaderamente preocupante. Me inclino a considerar acertada la teoría, que he leído en alguna parte, de que nuestra percepción subjetiva del tiempo es inversamente proporcional a nuestra edad. Todos coincidimos en la verdad evidente de que, cuanto mayores somos, más deprisa sentimos pasar el tiempo, pero esta teoría a que me refiero, imagino que sin ningún fundamento pero con bastante verosimilitud, da forma matemática y dimensiones exactas a esta impresión. Según ella  un lapso determinado de tiempo tiene, para cada sujeto, una duración subjetiva distinta, que depende exactamente de la proporción entre el lapso en cuestión y la edad del sujeto. De modo que para mí, que voy a cumplir cincuenta y tres años, un año dura subjetivamente lo mismo que para mi hijo de doce años duran dos meses y veintiún días. Y, recíprocamente, para mi hijo un año dura tanto como para mí cuatro años y cinco meses.

Con un paso del tiempo tan vertiginoso, con años que duran lo mismo que duraban dos meses y pico en mi lejana preadolescencia, no es de extrañar que apenas haya tenido ocasión de escribir en este blog. De eso se quejan algunos de mis estimados lectores, cosa que les agradezco en el alma. (El caso es todos ellos son, a su vez, blogueros mucho más activos y prolíficos que yo, y de edades no muy diferentes. No sé cómo rayos lo hacen.)

Continuando mis consideraciones más o menos matemáticas:  las estadísticas dicen que mientras que en 2008 y 2009 publiqué dieciséis post cada año, que no es una cifra muy impresionante, en el 2010 que hoy acaba llevo ocho míseros posts. Exactamente la mitad de impresionante. (O el doble, según de qué naturaleza sea la impresión). Si yo tuviera vergüenza, estos números me la darían. (Algún día investigaré cuáles son las extrañas condiciones de la vergüenza y de la razón, que hacen que estas sorprendentes mercancías deban darse precisamente al que ya las tiene y no, como parecería lógico, al que carece de ellas). No tengo vergüenza y las cifras, por tanto, me dan exactamente igual, pero visto que quedan aún unas cuantas horas de 2010, por lo que un post publicado hoy tiene un efecto estadístico considerablemente mayor que el mismo post publicado dentro de una semana o de un mes, aprovecharé la ocasión para elevar a nueve el total anual y acallar un tanto a los protestones.

Entre estos últimos sobresale mi amigo Miroslav, bloguero modelo, de una productividad y calidad estas sí que impresionantes. Le dedico este post a él en especial, por tanto -con permiso de mis restantes lectores- y, puesto que es un entusiasta resolvedor de acertijos, que él mismo plantea con frecuencia en su blog; y puesto que hace mucho que no les hablo de mi tío Guillermo, afamado componedor de problemas exactos al margen de las Matemáticas; y puesto, por último, que sus problemas están ya escritos y me dan el post prácticamente hecho, cosa sumamente conveniente en esta situación de urgencia contable, serán dos de sus problemas los que lo protagonicen. Dos sencillitos, que espero no tengan muchas dificultades en resolver. He aquí el primero:

TRES FOTOGRAFIAS Y NUEVE OPINIONES
(22-12-48)


Hemos hallado estas tres fotografías en un viejo álbum.
Desde el primer momento tuvimos la sospecha de que sus pies o rótulos, que reproducimos, no eran exactos.
Para cerciorarnos consultamos a nueve amigos: tres italianos, tres brasileños y tres yugoslavos. Las nueve opiniones fueron las que siguen:
SUNJIC.- El Gran Canal de Venecia, panorámica de Melbourne y el Cuerno de Oro (Estambul)
CAVAZZA.- La Habana, Sevilla y Damasco.
PAES.- El casino de Montecarlo, Manhattan y el río Moscova.
MILANOVICH .- La concesión americana de Shanghai y dos aspectos de Budapest.
BIANCO.- Nueva York, Florencia y Riazán.
BERETTA.- El Trocadero de París, La Ciudad Prohibida de Pekín y maqueta para el film “Metrópolis”.
KROMAR.- El Taj-Mahal, el Kremlin y el Bronx.
CONCEIÇAO.- Río de la India, Plaza de España y rascacielos de Chicago.
AMORIM.- Filadelfia, la Acrópolis y Bratislava.
Averiguada ulteriormente la verdad sobre las tres fotografías, ha resultado que los brasileños acertaron tres, los italianos dos y los yugoslavos solamente una.


Al lector, aunque no reconozca ninguna de las postales, debe bastarle lo que hemos dicho para rotularlas correctamente.
(Mis lectores no pueden reconocer ninguna de las postales, por el sencillo motivo de que no las reproduzco. El problema puede resolverse por simple especulación teórica, sin necesidad de verlas. La calidad de las imágenes -escaneadas de una impresión en blanco y negro, sobre papel de periódico, de hace sesenta años- es pésima, y resolver el problema viéndolas, si alguien fuera capaz de reconocer en ellas algo más que bultos imprecisos, en realidad no sería resolverlo.)

Y vamos con el segundo, más sencillo aún:
UNA ESPOSA INCONVENIENTE
(24-5-50)


El profesor don Amado Marmaryc fue siempre un hombre irresoluto. Cinco mujeres quieren casarse con él, a saber: su amiga CYRA, su vecina RYMA, su prima MARY, su secretaria MYRA y su discípula YARA. Caviloso, el profesor pode consejo a su colega Rodríguez, que goza fama de docto en materia amorosa. Y Rodríguez le dice:
- Mire, viejo: con cualquiera de ellas puede usted casarse, menos con una. Hay una, entre las cinco, que le daría muy mal resultado. Su nombre está contenido en el apellido de usted. Escríbalo, tache cuatro letras, y las restantes le darán el nombre de la peligrosa.
Naturalmente, el pobre don Amado no sabe qué letras tachar y suplica a su amigo que sea más explícito. Entonces, Rodríguez, apiadado, le aclara cuáles son las letras que debe borrar, y se lo dice de tal modo que al mismo tiempo le explica por qué razón esa mujer no le conviene por esposa.
A Rodríguez le han bastado SEIS PALABRAS para emitir su discreto y sano consejo.
¿CUÁLES SON ESAS PALABRAS?
Sirvan ambos como mi felicitación del Año Nuevo a todos ustedes e, incluso, como mi regalo de Reyes. En algún momento que el Hado dispondrá según su superior criterio, serán publicadas las soluciones de ambos. ¡Feliz Año Nuevo a todos!

martes, 23 de noviembre de 2010

La madre y el guitarrista


Salvador Bacarisse - Concertino Op. 72, 2º Mov. (Narciso Yepes, guitarra)

En mis años mozos coincidí más de una Semana Santa con Narciso Yepes,  formando parte ambos del heterogéneo grupo de huéspedes a los que durante esos días daba cobijo y alimento, así material como espiritual, un solitario monasterio de monjas de clausura de un pueblecito abandonado de Guadalajara, en los páramos ásperos y magníficos, poblados de sabinas, del Alto Tajo. (Al contrario de lo que cuentan algunos de mis distinguidos contertulios internéticos, durante mi juventud compaginé la frecuentación de diversos antros con algún período de recoleta vida monástica. Es una mezcla muy recomendable, en mi opinión.) 

 
Yepes era extraordinariamente tímido, y sus actividades piadosas en aquel santo lugar tenían pocos puntos de contacto con las mías, más orientadas a triscar por el monte y llevar a cabo distintas -y no muy eficaces, me temo- tareas de mantenimiento para el Monasterio. No le traté mucho, por tanto (aunque me enorgullece decir que un día, tras ensayar animosamente todo el grupo de huéspedes diversos cánticos litúrgicos a varias voces para alguna de las celebraciones religiosas propias de las fechas, tuvo la amabilidad de declarar públicamente que si no se había perdido por los vericuetos del canto era gracias al firme apoyo que había encontrado en la sólida voz del joven que cantaba detrás de él. Que era yo.)

Aunque con tan poco motivo, consideré que nuestra relación era lo suficientemente íntima como para, al acabar un concierto que el maestro dió en ese mismo Monasterio y al que habíamos asistido  mi madre y yo, ofrecerme a presentárselo. Para mi sorpresa, mi madre se negó en redondo. “No, no. No me presentes a Narciso Yepes. Otro día, si acaso”. Insistí, y como persistía en la negativa, en un tono más bien misterioso, además, quise indagar la causa. Siguió mostrándose sospechosamente reacia a dar explicaciones, pero ante mi curiosidad acabó por confesar.

“Ya me he presentado yo”- me explicó.- “Nos hemos cruzado en la puerta, al salir de la iglesia. No había manera de evitar la conversación y me he puesto nerviosísima. No se me ha ocurrido nada mejor que preguntarle: ¿Es usted el violinista, verdad? Me ha mirado muy serio y me ha contestado: No, señora. Soy el guitarrista. Y entonces me he dado media vuelta y me he marchado. Así que, casi mejor, no me lo presentes, no.”

(Hay que tener en cuenta que no solo mi madre era una melómana que llevaba muchos años sabiendo quién era Narciso Yepes y qué instrumento tocaba, sino que acababa de escuchar íntegras dos horas de concierto de guitarra solista a su cargo…)

martes, 9 de noviembre de 2010

Charlas de café


J. Guridi - Maitasun Atsekabea (Orfeón Donostiarra)

Tengo un par de amigos con los que todas las mañanas, mientras nos tomamos el primer café, dedico quince o veinte minutos a charlar de todo lo que se nos va ocurriendo. Pasamos con gran soltura de asuntos del trabajo a cuestiones de metafísica, sociología o física cuántica, y nos reímos mucho con todas ellas. También, claro está, hablamos de política: de política teórica, esto es, de las particulares ideas de cada uno sobre cómo debería estar organizado el mundo, y de “política” práctica, o sea, del espectáculo diario que nos proporcionan los personajes más o menos públicos que manejan, o creen manejar, parcelitas más o menos grandes de este planeta.


Los dos son personas cultas, preparadas e inteligentes, buenos profesionales y ciudadanos honrados, conscientes de sus derechos y cumplidores de sus obligaciones. Uno de ellos es claramente de izquierdas, ha militado en el PSOE y, aunque está bastante desengañado del partido y del actual gobierno, sigue considerándose socialista. El otro tira más bien al anarquismo, con el inevitable aliento de derechas que sopla siempre en el cogote de los libertarios teóricos (la libertad a ultranza en todos los terrenos no sería consecuente si no incluyera la libertad de mercado. Claro que esta última suele acabar imponiendo sus condiciones y restringiendo seriamente a todas las demás; pero como esto no tiene por qué ser evidente cuando uno se limita a disparatar con los amigos ante un café…)

No obstante estas diferencias, casi siempre estamos de acuerdo. Por distintos caminos, hemos confluido los tres en ese territorio escéptico y tolerante de los que ya no encuentran a quién votar, y aunque probablemente no estemos de acuerdo en lo que desearíamos de nuestro político ideal, lo estamos ampliamente en lo que no nos gusta de los reales. Y hasta cuando no coincidimos la buena educación, el buen humor y el aprecio mutuo reducen las diferencias a algún comentario amablemente jocoso. Básicamente los tres miramos el mundo, parapetados tras nuestros cafés mañaneros, desde el mismo punto de vista.

Ayer, sin embargo, se produjo en esta armonía un pequeño paréntesis del que me temo que fui yo el culpable. Alguien trajo a colación la entrevista con González y sus declaraciones sobre la guerra sucia contra el terrorismo. Y yo hice un comentario, que creí obvio, sobre la desvergüenza del individuo que, no contento con haber organizado y encabezado el terrorismo de Estado, y permitido luego que fueran otros los que cargaran con las pocas responsabilidades que se llegaron a exigir, ahora, cuando cree que ya no puede acarrearle consecuencias desagradables, se permite alardear de ello y hasta dudar retóricamente de si asesinar y torturar desde la impunidad del poder está bien o mal.

Para mi sorpresa, mis dos amigos reaccionaron a mis palabras con la misma incomprensión ligeramente escandalizada. Ambos me dejaron claro que la eliminación de terroristas por medio de mercenarios reclutados y pagados desde las “cloacas” del Estado les parecía no solo normal –“todos los estados lo han hecho y lo siguen haciendo”, me explicaban como si me descubrieran algo, como si  me dieran un argumento– sino muy deseable. El libertario de derechas, que no creo que haya votado nunca a González, le reprochaba solo que lo hubiera hecho mal y no se hubiera decidido a llevar el procedimiento hasta el final. Que hubiera confiado la necesaria tarea a unos chapuzas incompetentes, vaya, y, encima, chorizos. El otro, que, como yo, sí votó al PSOE en los ochenta, se sumaba a estos reproches pero, por lo demás, le parecía mucho más importante hablar de los malvados periodistas que en su día destaparon y airearon el asunto. Esos sí que fueron desvergonzados, vino a decir, dando tanta importancia, “con fines electorales” a algo que todo el mundo sabía y aprobaba en silencio, en vez de mirar decentemente para otro lado, como deben hacer los ciudadanos conscientes ante la "razón de Estado".

La buena educación es un serio handicap para hablar de política a gusto. A estos dos, además, los aprecio un montón, y no era cosa de estropearles aún más el desayuno. Tras un torpe intento de argumentación –“me niego a que mi gobierno, con mi mandato y con mi dinero, se convierta y me convierta a mí en terrorista”… …“descubrí que el partido al que yo había votado estaba torturando y matando igual que la gente para oponerse a la cual le voté”… cosas así de patéticamente serias, por completo fuera de lugar, llegué a decir– me fui replegando en un prudente silencio mientras la conversación, poco a poco, recuperaba sus cauces habituales de apacibilidad bienhumorada. Nos volvimos a trabajar tan cordiales como siempre, hablando mal de algún compañero detestado en común, que es un medio particularmente eficaz de soldar pequeñas grietas.

Son muy buena gente, de verdad. Como tanta, tanta otra de este país, que debe de opinar más o menos lo mismo que ellos. Son mis amigos y seguirán siéndolo. Este es mi país, y seguirá siéndolo. Pero tras el café de ayer me sentí un poco más solo y un poco más descorazonado.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Habanera Triste: la solución


La Internacional

(Este post es la respuesta al acertijo del anterior)

Como su propio nombre indica -no siempre se puede fiar uno de los nombres para estas cosas, pero en este caso parece ser que sí- la habanera es una forma musical de origen cubano. Tal y como está Cuba en los últimos tiempos, parece bastante inevitable que una habanera sea triste. Y si tenemos en cuenta la considerable parte de responsabilidad que en el estado actual de Cuba tiene el régimen comunista que la gobierna desde hace cincuenta años, resulta también bastante apropiado que la melodía de esa Habanera Triste sea la de La Internacional, himno comunista por excelencia. Una Internacional cansada y melancólica, que ha sustituído su brioso tono mayor original por otro menor, tristón y resignado. Como si estuviera ya preparándose para dejar de sonar de un modo definitivo, al menos allí y al menos como repertorio único y obligatorio.


(Pero esto son elaboraciones posteriores, sugeridas por las consideraciones de algunos comentaristas perspicaces. Lo cierto es que escogí La Internacional porque me parece un buen himno, que todo el mundo ha oído en alguna ocasión y puede reconocer fácilmente; y que decidí transformarla en una habanera porque me gustan las habaneras.)

Así que las respuestas a las dos primeras cuestiones que plantée en mi acertijo de hace unos días son:
  • La melodía enmascarada es la de La Internacional.
  • La modificación fundamental que le he hecho sufrir, aparte de cambiarle el ritmo -esto es, la distribución y duración relativa de notas y silencios- para convertirla en una habanera, es la de cambiarle el modo mayor, convencido y enardecedor, en el que como buen himno está el original, por otro menor, más meditativo y escéptico. Lo cual, como ustedes saben -y, si no lo saben, ya se lo expliqué yo aquí: repasen, repasen- consiste básicamente en bajar medio tono algunas, no todas, elegidas sabiamente, de las notas de la melodía original.
(Repasemos juntos: si en el verso inicial, por ejemplo: "Arriba, parias de LA TIErra", bajamos medio tono a las dos notas correspondientes a las sílabas LA y TIE que he puesto en mayúsculas, y dejamos igual todas las demás, el resultado es que la frase entera pasa de estar en tono mayor a estar en tono menor -y, de paso, que tenemos la primera frase de mi habanera, sin más que cambiarle un poco el ritmo.- Ello sucede -si yo mismo no lo he entendido mal, que, por otra parte, es lo más probable- porque cada una de esas dos notas es la tercera mayor de la tónica del acorde del pedazo de frase a que pertenece, -el acorde, por entendernos, que debe acompañar a ese pedazo para que suene bien - y esta bajada la convierte en su tercera menor. Con cuya transformación se produce la de todo el acorde, que pasa de ser un acorde mayor a ser un acorde menor.)


Y en eso ha consistido, básicamente, mi transformación: en bajar medio tono cada una de las notas que coinciden con la tercera mayor de la tónica del acorde correspondiente a su pedazo de melodía.




Aunque esto, claro, es la explicación teórica y a posteriori. En la práctica no ando buscando cuál es el acorde de cada pedazo, ni cuál la tónica de ese acorde, ni cuál la tercera mayor ni menor de esa tónica: me limito a ir poniendo, según tarareo, las notas que veo que hay que poner para que aquello suene como yo quiero que suene.


Una vez así obtenida la nueva melodía en tono menor, basta redistribuir la colocación y duración de las notas para que encajen lo más convincentemente posible en un ritmo de habanera, añadir algunas pocas que resultan necesarias para que la melodía sea coherente con el nuevo ritmo, suprimir algunas otras pocas que no acaban de ajustarse a él e inventarse un acompañamiento que dé al conjunto una armazón rítmica y armónica o, por decirlo de otro modo, que lo barnice con cierta apariencia de música de verdad.

Hasta aquí es tarea puramente mental y ligeramente obsesiva, y puede hacerse, y de hecho se hace, mientras se trabaja en otra cosa, se pasea, se conduce, se come o se juega al pádel. A condición, claro está, de que no suene otra música que nos distraiga e interfiera con el silbido constante, unas veces más audible y otras menos, pero ininterrumpido y tenaz, en que van cuajando nuestras cavilaciones; porque hay que silbar, silbar o tararear todo el rato, aunque solo sea mentalmente, para que lo que vamos estableciendo se nos quede en la cabeza hasta que podamos sentarnos a escribirlo con el Finale Notepad y no suceda que se nos olvide y haya que volver a empezar, lo que sería una lástima y un desperdicio. Y a condición también de que nuestros allegados sean pacientes y comprensivos, y nosotros mismos prudentes, y nadie acabe por pedirnos cortésmente si por favor podemos dejar un ratito de silbar esa cosa. Cumpliéndose todo ello, esta parte no tiene por qué ocuparnos más que una mañana de Domingo.


Luego hay que ponerse a transcribir lo hallado a una partitura, con ayuda del ordenador  y del Finale. Es decir, tratar de atrapar las notas que suenan alegremente en nuestras neuronas para fijarlas sobre el papel, o más bien sobre la pantalla, con esos signos abstrusos y herméticos que, oh milagro, sirven sin embargo para que podamos oirlas de verdad, nosotros y los demás. Al tiempo que tratamos de averiguar de qué notas exactamente, distribuídas cómo y escritas de qué manera, se compone ese acompañamiento con que soñamos, que tiende a convertirse en un chin chin pum ruidoso y obvio cada vez que tratamos de plasmarlo en corcheas y semicorcheas concretas.




Para esto último los legos prudentes, como yo, que conocemos nuestras limitaciones, tenemos un método que suele funcionar muy bien en este y otros campos: aprender de los maestros, valga decir, copiar.






Buscamos, pues, una habanera que nos guste de un autor que nos merezca respeto, por ejemplo Solace, de Scott Joplin (aunque, curiosamente, él no la llamó habanera, sino Mexican serenade; los norteamericanos nunca han sido capaces de distinguir un hispano de otro) y oímos una y otra vez la versión de, por ejemplo Joshua Rifkin, que la toca que da gloria oírlo, tratando de aislar las notas que acompañan la melodía principal en los primeros compases de la segunda parte, y de fijarlas en nuestra sesera hasta estar razonablemente seguros de sabérnoslas de memoria.


Scott Joplin - Solace, 2ª parte (Piano: Joshua Rifkin)

Como resulta que casualmente también este pedazo de Solace está en tono mayor, las cambiamos a menor -es decir, bajamos medio tono las que coincidan con las terceras mayores de... etc, etc...- calibramos qué tal encajan con las primeras notas de nuestra habanera, encontramos que no mal del todo y nos aplicamos a escribirlas en nuestra partitura, lo cual nos sirve, además, para empezar a vislumbrar cómo funciona el acompañamiento de Joplin y, en la escasa medida de nuestras posibilidades, tratar de imitarlo a lo largo de los treinta y dos compases de habanera que laboriosamente hemos logrado escribir.

Enseguida descubrimos lo que temíamos desde el principio: que La Internacional y Solace tienen muy poquito que ver y que, por tanto, lo que en el caso de Joplin suena evidente -mayormente porque ya lo ha escrito él- en el de nuestra habanera tiene que ser trabajosamente reinventado -¡por nosotros!- para adecuarlo a sus numerosos subeybajas, más bien inopinados, armónicamente hablando. Recaemos un rato en la fase obsesivo-mental y recorremos de nuevo buena parte del camino que ya habíamos recorrido para la melodía.

Pero algo de tranquillo ya le hemos cogido al asunto, así que no nos lleva tanto tiempo acabar por obtener eso que todos ustedes han oído, espero, y que, naturalmente, dista enormemente de parecerse, siquiera de lejos, a la grácil música de Joplin. Escúchenlo, escúchenlo de nuevo. ¡Si están deseándolo..!


Júbilo Matinal - Habanera Triste


Suena mazacote y arbitrario, parecen sobrarle un montón de notas  por todas partes y en cambio, aquí y allá, le faltan precisamente las que, pensamos, elevarían el conjunto y le darían esa gracia y ligereza de las que escandalosamente carece. Pero estamos ya lanzados, así que decidimos que la culpa no es solo de que nosotros no seamos Scott Joplin, sino también de que el Finale no es un piano de verdad, ni lo toca Joshua Rifkin. Y además queremos publicar el post ya, hemos hecho imprudentemente una prueba que ha disparado las alarmas en tres o cuatro blogs amigos, llevamos un montón de horas con ello y ya casi no queda Domingo. De modo que, si no está bien, tendrá que ir mal.


Y en esto que se nos ha pasado el fin de semana como el que no quiere la cosa.



En fin...   ¿Por dónde íbamos?    Ah, sí.   Pues eso, que

ahí está la respuesta a la tercera pregunta de mi acertijo:
  • El acompañamiento de los primeros compases está directamente inspirado en el de la segunda parte de Solace, de Scott Joplin. (Y el del resto también, pero como la melodía coge enseguida otros derroteros, el acompañamiento se ve obligado a seguirla, preguntándose -y fallando estrepitosamente en la respuesta- qué habría hecho Joplin en su lugar.)
El Lunes trae su recompensa. Comienzan a llegar los comentarios y en ninguno de ellos se propone el linchamiento sumario del autor. (Aunque sí hay quien sugiere alguna clase de amputación traumática. La envidia es muy mala.) En general, son bondadosos.

¡Y HAY ACERTANTES!
  • Cigarra, excelente bloguera y lectora fiel, que para algo canta en un coro, escribe en un primer comentario mañanero su respuesta acertada a la segunda y tercera preguntas:
    Partamos de la base de que no tengo ni idea de qué música es, pero como dice Miroslav, "me suena". Una vez sentada esa premisa empiezo a contestar por el final: 1. el acompañamiento recuerda (por no decir que es el mismo) al de "Solace" pieza lenta de ragtime de Scott Joplin. No tiene mérito porque la hemos debido escuchar juntos unas 15.000 veces,sin exagerar. 2. la modificación sustancial, puede ser en mi opinión,un cambio de tonalidad en algunos momentos. Usease, que lo que en la pieza original era tono mayor aquí se ha vuelto menor (o a la vizconversa) A esa conclusión llego por lo abrupto de algunos finales de estrofa, que le han salido algo forzados al maestro. Después de decir tanto para no decir nada, vuelvo a la escucha porque sigo sin saber cual es la pieza original. Pero no desisto.
    Es de señalar su sagaz observación sobre el final de algunas estrofas, aunque deje algo malparadas mis actividades de arreglista aficionado.

  • Una hora después Cigarra ya ha dado también con la respuesta a la primera pregunta:
    ¡Creo que lo tengo! Y es de lo más propio convertirlo en habanera, habida cuenta de los aires políticos que corren por la Habana. Increíble, cómo funciona la cabeza por su cuenta. Lo he estado escuchando y he escrito el comentario anterior, sin tener ni idea de lo que era. Y me he ido a tomar el café de las 11, como buena funcionaria. Según bajaba se me ha venido a la cabeza, sin relacionarla, una música archiconocida, y no me he vuelto a acordar. Y a la vuelta me siento a escucharla otra vez, y ¡se ha hecho la luz! ¡Por eso bajaba yo cantando "Arriba, parias de la tierra"! Asombroso, cómo la memoria por su cuenta ha encontrado la música en cuestión y me la ha hecho tararear de un modo inconsciente. Si es que yo todo lo hago mejor si lo hago de un modo inconsciente, si es que soy el Inconsciente Colectivo con patas, materialmente!
    Huelgan los comentarios, ella solita se lo dice todo.

  • Al rato Raleigh aventura un par de respuestas sobre los autores del tema enmascarado y del acompañamiento inspirador, pero no acierta con ninguna de ellas. Sí acierta, en cambio, con su hipótesis de que la modificación sustancial haya sido convertir un modo mayor original en el menor en que está la habanera. Incomprensiblemente este acierto no le ayuda a dar con La Internacional, cosa que hubiera logrado con solo hacer él el cambio inverso y echarle un poco de imaginación. Atribuye este cambio armónico a la perversidad de mi mente. Teniendo en cuenta que somos amigos desde hace treinta y siete años -supe de Joplin por primera vez gracias a él- y me conoce como poca gente, por algo lo dirá.

  • Un lector que prefiere permanecer Anónimo acierta a primera hora de la tarde cuál es el tema transformado, y como no lo nombra, sino que lo da a entender con una elegante elipsis, publico el comentario. Abunda en las consideraciones sociopolíticas de Cigarra y tiene la amabilidad de alabar con desmesura mi cambio de tonalidad. Tanto más agradezco sus elogios cuanto sé no merecerlos.

  • A eso de las seis, Zafferano, también bloguera -buenísima, aunque casi tan intermitente como yo- lectora asidua y concursante pertinaz, acierta la primera y principal pregunta:
    Para mí que La Internacional...! Ahora voy a volver a escucharla para las demás respuestas. Demasiadas preguntas para un oído tan sordo como el mío!
    En otros dos comentarios responde las otras dos cuestiones, ya sin acertar, aunque su hipótesis de que la haya bajado medio tono no va tan descaminada. ¡Qué constancia la de esta chica, y cuánto se la agradezco!

  • Luis, que dice no responderme en un comentario porque no sabe cómo diantres se hace eso, me responde el Martes por la tarde, en correo privado:
    Es la Internacional (Arriba, parias...), pasada de mayor a menor. El autor del acompañamiento es (no sé cómo se escribe) Scott Joplin (el de la música de El golpe).
    No se puede ser más certero con menos palabras. Lo de que atribuya la totalidad del acompañamiento a Joplin, con el trabajo que me ha costado inventármelo, me causa cierto sobresalto, pero se entiende lo que quiere decir. Hago mención de su acierto, aunque no haya sido público, para que su nombre figure en estos egregios anales.

  • Dejo en ellos constancia, asimismo, de que esa noche mi amiga Mercedes me cuenta por teléfono que Víctor, su jefe, ha diagnosticado tras oir las primeras notas de mi habanera: "Es La Internacional". Pero Víctor es músico profesional, compositor, chelista y el único ser humano con oído absoluto que he tenido el honor de conocer personalmente, de manera que lo suyo tiene menos mérito...

  • El Jueves Ricardo responde, con el laconismo que le caracteriza:
    La Internacional
    Cambio de tono mayor a tono menor
    3ª Me recuerda a uno de los rag-time de "El Golpe".
    Como en el caso de Luis, hay que considerarlo acierto triple, aunque no recuerde el nombre de Joplin ni dé exactamente con la obra plagiada. Pero tengo que rectificar lo que dije sobre la respuesta de Luis: Sí se podía ser igual de certero con aún menos palabras.

A la vista de cuyas respuestas, concluyo que las aptitudes musicales de los lectores de este blog son excelentes. Doy de nuevo la enhorabuena a todos los acertantes, que pueden contar con mi Certificado Oficial de Buen Oído, y las gracias más sinceras a todos los que han participado de algún modo, por hacerlo y por aguantar estas expansiones de mi mal natural. Si les consuela saberlo, estos pretextos tan complicados que me busco para poder escribir mis larguísimos posts me hacen pasar, como habrán visto, unos ratos de lo más entretenido...

domingo, 19 de septiembre de 2010

Otro acertijo musical



Habanera Triste - Júbilo Matinal (acertijo musical)


Eso que suena al apretar el botón es una habanera triste. Lo dice el título, pero además basta escucharla para darse cuenta. También se aprecia a simple oído que es bastante mala -puedo decirlo con tranquilidad, la he compuesto yo-. Y quizás sean ustedes capaces, además, de distinguir unas cuantas cosas más. Sobre ellas trata el acertijo que hoy les propongo.

Como en ocasiones anteriores, mi aportación musical se ha limitado a cambiar unas cuantas cosas de un tema previamente existente -y, creo, conocido de todos ustedes- e inventarle un acompañamiento adecuado a la melodía resultante. Sirviéndome del Finale Notepad y de mis rudimentarios pero entusiastas conocimientos de solfeo, he escrito la partitura de una pieza que otro compuso antes que yo, y ese programa maravilloso hace sonar la nueva partitura casi, casi como si alguien la tocara en un piano de verdad. Pero al reescribirla la he sometido a una sistemática variación en algunos aspectos importantes. Por ejemplo, les diré que el original no era una habanera. Es decir, que le he cambiado el ritmo. He hecho también otros cambios, pero esos ya los dejo a su buen oído e intuición. Nada tan drástico como invertir el orden de las notas, no se preocupen; en realidad son unas variaciones muy sencillitas, y creo que les resultará bastante fácil reconocer el tema original. 

Así que propongo a ustedes que, si les interesa el juego, me digan:

- ¿Cuál era la pieza original?


- ¿Qué modificación sustancial le he hecho sufrir, además del cambio de ritmo y del subsiguiente añadido/supresión de lo que podríamos llamar notas de relleno?


- Y ya para nota: en los primeros compases mi arreglo ha tratado, probablemente sin éxito, de imitar un pasaje de una pieza musical -no la original del acertijo, otra-. La cita (plagio) se refiere a unas cuantas notas con que la mano izquierda acompaña al tema principal, dispuestas de modo semejante y con el mismo ritmo que ¿qué obra de qué pianista y compositor americano de mi predilección?
 Ahí se lo dejo, pues. Para evitar que el primer acertante eche a perder las oportunidades de los siguientes, y siguiendo el sabio ejemplo del último acertijo de Cigarra, pondré moderación en los comentarios mientras dure el concurso e iré publicando solo los que no acierten -si es que hay alguno-. Suerte, y gracias por participar.

domingo, 27 de junio de 2010

El jardín



Los Fronterizos - Serenata del 900 (1)


A Marta, que entiende que me pasen estas cosas.

Cuando se tienen seis años un jardín llega a ser tan grande como el mundo. Sobre todo un jardín de la sierra de Madrid, que en unos pocos cientos de metros cuadrados en cuesta acumula senderos, escaleras, cancelas, terrazas, setos, balaustradas de granito, encinas, acequias, porches y pinos en infinitas posibilidades de recorridos en torno a la casa. Un mundo maravilloso en el que jugar eternamente a policías y ladrones -la eternidad es una tarde de verano de la infancia- leer innumerables tebeos o dejar pasar el tiempo charlando y embriagándote de sol y olor a pino.


No llegué a pasar un día entero en aquel jardín y no sé cuántas de mis tardes, no más de dos o tres, supongo, transcurrirían en él. Visitas de un día a la casa que alquiló mi tío en el lejano verano del 64, excursiones desde Madrid a El Escorial para charlar los padres y jugar los primos al aire libre. Sé que nunca entré en la casa, que para mí se limitó siempre a su exterior, una parte más del jardín, su límite y su núcleo: muros de piedra con contraventanas verdes metálicas siempre cerradas y una puerta abierta a un vestíbulo oscuro y fresco, del que salía mi tía con la merienda. Pero el jardín quedó para siempre en mi memoria como el paradigma de los jardines, como la personificación de la sierra, como la quintaesencia de El Escorial. Y también como uno de mis emblemas privados del verano, las vacaciones, el juego, la aventura. La felicidad.


He estado luego en El Escorial incontables veces, y alguna, pasados los años, traté de localizar la casa y el jardín, pero siempre sin éxito. Nunca más lo encontré después de aquel verano. Sus senderos, sus recovecos, sus plantas, sus escaleras, sus terrazas y sus árboles, o más bien mis recorridos de niño que jugaba en el pequeño universo que todo ello formaba, así hurtados del mundo real, cuajaron entretanto en mi memoria como un escenario privado, casi onírico que, como muchos otros, -no sé si a alguien más le pasa esto que me pasa a mí:  los recuerdos, emociones, sensaciones y estados de ánimo me cristalizan en paisajes mentales, de cuya permanente y discreta presencia en mi cabeza soy apenas consciente- me ha acompañado desde entonces, catalizando calladamente, a modo de inadvertido pero luminoso telón de fondo, buena parte de mis pensamientos, sentimientos y vivencias. Buena parte de mi vida.


No es fácil, por eso, explicar mi impresión cuando hace unos días, tras deambular un rato por el laberinto de caminos flanqueados de jardines que se extiende entre la Herrería y el Horizontal, en la falda sur de Abantos, me encontré de repente frente al murete de granito. No era muy alto y tras él se elevaba, ofreciéndose a mi mirada en exacta materialización de mi impreciso decorado mental, todo el jardín en pendiente. Todo estaba allí, idéntico a mi recuerdo, cada escalera, cada seto, cada sendero, balaustrada y árbol colocándose obedientemente en su sitio a medida que mi vista y mi memoria iban constatando su asombrosa coincidencia en un único lugar real, al cabo de cuarenta y seis años de buscarlo cada una por su cuenta.


La casa parecía cerrada y vacía. Me subí al muro y, ya a punto de poner el pie en aquella mágica materialización de mis recuerdos más remotos, caí en la cuenta de que no es conveniente allanar moradas ajenas, por propias que sean en nuestro ánimo; menos aún con mi hijo mirando escandalizado cómo por una vez era yo el infractor. Me contuve, pues, y me conformé con mirarlo desde fuera. Lo rodée y pasé un largo rato acodado en el muro del otro lado, el que dominaba el jardín desde arriba, sumido en la fascinada contemplación de aquella irrupción del pasado, súbita y arrasadora. (Se me revivió, incluso -y me llevó un tiempo identificarla- una leve sensación de ansiedad que sin duda tenía -pero nunca había vuelto a recordarlo conscientemente- aquel lejano mes de agosto: la inminencia de mi primer curso de colegio, que yo sabía que iba a empezar poco después, a primeros de octubre.)


Es muy raro que se produzcan estos encuentros, tan completamente coincidentes y tan inopinados, entre nuestros recuerdos y la realidad recordada. A mí me ha ocurrido, con esta, en dos ocasiones, y en ambas me ha supuesto una experiencia intensa y algo catártica, una especie de aglutinación  y renovación repentinas de la propia personalidad, que tiende a diluirse y a atenuarse al  irse extendiendo a lo largo del tiempo y de improviso se encuentra reunida consigo misma en un momento concreto y olvidado del pasado. No es posible provocarlos, claro. Deben su potencia, su enorme y reveladora capacidad de trastornarnos, precisamente a que son incontrolables, por completo inesperados y muy poco frecuentes. Revulsivos, enriquecedores y, desde luego muy recomendables, si de algo sirviera recomendarlos.

(Imagino que la célebre magdalena no supuso para Proust una experiencia muy distinta de esta mía.  Pero mientras que el sabor y el tacto de unas pocas migas de bollo en una taza de té bastaron para desencadenar en la cabeza de Marcel su prodigiosa búsqueda del tiempo perdido, en la mía la aparición de todo un jardín no ha alcanzado a provocar -en  lo que a escribir se refiere, quiero decir- más que este modesto post. Es duro ver tan patentemente resumida en esa diferencia la distancia que me separa del genio. Mirémosle, no obstante, el lado bueno: esos siete tomos que nos hemos ahorrado todos.)

 * * * * * 


(1) La música elegida no parece tener gran relación con el texto, pero la tiene, y mucha. Es una canción que aquel verano cantábamos incansablemente mis hermanos y yo, traída a casa por nuestra particular y musical Cigarra, que la había aprendido no sé si en el colegio o con las guías. La cantábamos con otro ritmo y con letra ligeramente distinta, sin la menor idea de que fuera argentina. Muchos años después, recopilando con fervor de coleccionista por tiendas de segunda mano viejos vinilos de zambas, chacareras y vidalas, encontré en uno de ellos esta versión de Los Fronterizos, cuyo título no me dijo nada de entrada pero en la que, al oírla, reconocí con sorpresa la casi olvidada canción de mi infancia. Está aquí doblemente indicada, porque fue también alguno de aquellos veranos de los sesenta cuando entró en casa y en mi vida, de la mano esta vez de mi hermano Ricardo, la pasión que aún me dura por el folclore argentino.

Las fotos las he hecho en una visita posterior, más sosegada y ya no bajo los efectos del primer reencuentro. Tampoco esta vez me resolví a invadir el jardín, y tuve por tanto que hacerlas desde fuera. La fotografía nunca ha sido mi fuerte, y no me han salido muy allá. Pero permiten hacerse una idea.

domingo, 20 de junio de 2010

Lo mejor de cada casa


Lluis Llach - Companys, no és això

No les reprocho que sean chorizos, ni siquiera creo que, como tanta gente afirma, lo sean mayoritariamente. Los hay que roban, es evidente. Probablemente más que en otras profesiones, porque tienen mucho más dinero a su alcance que casi todo el mundo, y muchas más facilidades para disponer de él, bien o mal. Pero estoy seguro de que los hay también escrupulosamente honrados, y hasta puedo admitir que la mayoría de ellos lo sea. El problema, pienso, es que manejan demasiado dinero, con demasiado poco control y con criterios demasiado fuera del alcance de los ciudadanos. Y que ya sé que éticamente no es lo mismo, pero quien emplea estúpidamente el dinero público, aunque no distraiga ni un céntimo, no causa un daño objetivo menor que quien lo trinca por las bravas para su provecho personal.

No les reprocho que sean mala gente, que olviden deliberadamente el bien común o que tengan de él una idea disparatada desde mi punto de vista. De algunos –de muchos, si soy sincero- me resulta difícil no pensarlo, pero es claro que mi criterio no es el único, que existen opiniones para todos los gustos y que hay ciudadanos, muchos, a los que parecen estupendas cosas para mi gusto aberrantes o absurdas; y nada prueba que la razón la tenga yo y no ellos. La cuestión no es tanto que las ideas o las conductas de muchos de ellos no me gusten como que casi ninguno acaba nunca de enunciar unas ideas ni de mantener una conducta que sean consecuentes y razonablemente predecibles, bien de acuerdo con mis preferencias, bien en contra de ellas. La claridad y la coherencia lógica son, probablemente, las cualidades que más aprecio en los comportamientos públicos, incluso aunque persigan objetivos opuestos a los míos, y son, precisamente, las que más echo en falta en los políticos. Parecen rehuirlas, de hecho, con tanto afán como yo las persigo. Ni para hacer lo que yo querría que hicieran ni para hacer lo contrario dan nunca los motivos que yo sería capaz de entender, compartiéndolos o no. Su especialidad, la de prácticamente todos, es decir a la vez una cosa y la contraria -no decir nunca claramente nada- y su pretensión caer bien a la mayor cantidad de gente posible. No hay discurso que más me irrite ni medio más seguro de caerme irremediablemente mal a mí. Para bien o para mal, la impresión que me dan es siempre la de una indefinición aleatoria con la que me molestan mucho más que que si decidida y francamente me llevaran la contraria o me perjudicaran.

No les reprocho que no sean muy inteligentes, aunque temo que pocos de ellos lo son. Estoy seguro de que su trabajo exige una clase específica de inteligencia, la que permite influir en la gente y predecir y dirigir su conducta, de la que yo carezco y que ellos, en cambio, tienen en grandes cantidades; y me libraré muy bien de desdeñarla porque sin duda es muy necesaria para gobernar con eficacia. Pero no puedo evitar pensar que a un gran número de ellos les faltan de modo alarmante las competencias básicas que a los ciudadanos normales nos permiten manejar nuestros asuntos, desenvolvernos en nuestro medio con cierta soltura y desempeñar nuestro oficio con solvencia al menos pasable. A la mayoría no es fácil imaginarlos haciendo otro trabajo útil y remunerado que el de la política, al que tantos parecen haberse dedicado en exclusiva desde su juventud y que, sin embargo, tan pocos hacen ni medianamente bien. En cambio son demasiadas las torpezas manifiestas y las estupideces mayúsculas que a diario les veo cometer desde el Gobierno, los gobiernillos, la Oposición o las oposicioncitas, y que no puedo explicarme de otro modo que atribuyéndoles una capacidad mental significativamente inferior a la media.

No les reprocho que tiendan a ser poco escrupulosos y que no parezcan tener mucho inconveniente en faltar a la verdad y a su propia palabra. Manejan -y tienen que dar la impresión de que controlan- una realidad que en gran medida no conocen ni entienden, compleja, cambiante y considerablemente ingobernable. Quizás sea excesivo, por tanto, exigirles que no se desdigan cuando son los propios hechos quienes les desdicen a diario, sin que por su parte puedan hacer otra cosa que poner cara de póquer y asegurar que eso que ha pasado no ha pasado en realidad, o que es exactamente lo que ellos dijeron que iba a pasar, o que eso que se han visto obligados a hacer es precisamente lo que siempre han afirmado que debía hacerse.

No les reprocho que sean prepotentes, vanidosos y ávidos de poder y de reconocimiento. La responsabilidad de los asuntos públicos me parece un engorro insoportable, que personalmente no asumiría nunca, y entiendo por eso que quienes, al contrario que yo, están dispuestos a echársela encima, lo hagan porque obtengan de ello unas compensaciones que yo ni deseo ni puedo siquiera imaginar. No me gusta el poder, solo hay una cosa que me moleste más que tener que ejercerlo sobre otros y es tener que soportar que otros lo ejerzan sobre mí. Y no me gusta nada, en general, la gente a la que le gusta. Pero comprendo que no es posible organizar una sociedad sin un mínimo ejercicio del poder y que, desde el momento en que alguien tiene que hacerla, es inevitable y hasta deseable que, como cualquier otra tarea, esta quede a cargo de quienes sientan inclinación por ella.


No les reprocho, digo, ninguna de estas cosas, ni alguna otra que se me esté olvidando, porque reprochárselas me parecería tan poco razonable como reprocharle al tigre que tenga rayas o como quejarse de que broten ajos en un campo donde se han plantado ajos, por utilizar la expresiva imagen de mi amigo Lansky.


Quiero decir con esto que los políticos son una casta que se cría y reproduce en un medio muy específico, los partidos políticos. Instituciones, por cuanto de ellas sé, cuyo funcionamiento requiere y fomenta que nadie pueda sobrevivir en su seno, ni mucho menos medrar hasta alcanzar la codiciada situación que permite figurar en las ejecutivas y en las listas electorales, sin las dosis adecuadas de determinadas cualidades entre las que sobresalen esas, precisamente, que no les quiero reprochar. Sin provisión suficiente de vanidad, arrogancia, falta de escrúpulos, desinterés por la especulación teórica, el razonamiento abstracto y la cultura en general, dedicación obsesiva y exclusiva a la propia promoción, obsequiosidad sumisa hacia quien manda, agresividad prepotente hacia quien no, conformismo con lo mayoritario y lo conocido, ostracismo contra las minorías y las innovaciones y despreocupada alegría para gastar el dinero ajeno, por no citar más que las condiciones más importantes, no creo que nadie pueda llegar, en ningún partido político español de ahora mismo, a otra cosa que a militante de base que pega carteles y corea consignas. ¿Cómo voy a quejarme  entonces de que sean como son, si todo el proceso de su selección, formación y promoción parece específicamente diseñado para asegurar que no puedan ser de otro modo?

(Posiblemente piensen ustedes que el post me ha salido excesivamente amargo, que exagero. Y hasta es posible que tengan razón. Ojalá. Si por ventura los hechos vinieran a demostrar que es así, les aseguro que yo sería el primero en celebrarlo.)

jueves, 4 de marzo de 2010

Deliberadamente obtusos

Lo de menos es el asunto, aunque esta vez ha sido la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. (Comparto con los nacionalistas catalanes el rechazo a las corridas. Comparto con quienes se oponen a ellos el rechazo a las prohibiciones. Pero, insisto, no es este el asunto) . También lo de menos es el sujeto, aunque esta vez ha sido un tal Mosterín, al que no tengo el gusto.

Al parecer Mosterín argumentó ayer ante el parlamento catalán que no puede aducirse en favor de las corridas de toros el hecho de que sean tradicionales, del mismo modo que no toleramos la ablación del clítoris por muy tradicional que sea en África.

Hoy no sé cuántos periódicos y no sé cuántas radios (una, al menos, que yo haya oído, pero me imagino que más) han denunciado que “los antitaurinos comparan las corridas con la ablación del clítoris”. Rajoy ha dicho que es “inaceptable comparar toros y mujeres”.

No sé cómo me escandaliza más, si como prueba de mala fe o como muestra de absoluta incapacidad lógica.

Mosterín se ha limitado a demostrar, mediante un caso extremo, en el que, por serlo, espera que todo el mundo esté de acuerdo y que, por ello, reduce la cuestión al meollo en que quiere centrarla y elimina de ella interferencias que la compliquen, que el hecho de que una práctica sea tradicional no basta para legitimarla.

Una vez demostrado este principio general, lo ha aplicado al asunto  específico que en ese momento trataba, que eran las corridas de toros.

Es una forma legítima y útil de argumentar, que todos usamos. Hasta tiene un nombre en latín: reductio ad absurdum. 

Cuando mi hijo me pide que le deje acostarse tarde, porque sus amigos lo hacen, y yo, en un rapto de originalidad, le digo “Y si tus amigos se tiraran por el balcón, ¿también tú querrías tirarte?” a nadie se le ocurre decir que estoy comparando acostarse tarde con tirarse por el balcón. Es posible que mi hijo, que es un dialéctico nato, lo argumente así, pero hasta él sabe, a sus once años, que está empleando una falacia, en mero ejercicio de su derecho al pataleo, y que lo que estoy haciendo es ilustrar un principio -no basta que mucha gente haga algo para volver recomendable ese algo- mediante un ejemplo que lo hace especialmente evidente precisamente por ser extremo. Lo entiende cualquiera.

Igual que cualquiera puede entender que el argumento de Mosterín no compara las corridas con la ablación, ni los toros con las mujeres: explica, para quien no sea deliberada o irremediablemente obtuso, que no basta que algo sea tradicional para que deba ser autorizado.

Pero hay cuestiones, por lo que se ve, que solo pueden defenderse mostrándose irremediable o deliberadamente obtuso.

martes, 2 de febrero de 2010

4'05 ANIVERSARIO


Franz Schubert
- Quinteto en La mayor "La Trucha", D. 667 - 4 Andantino (Fragmento)
Alfred Brendel, piano - Cleveland Quartet





A Marta, Miroslav, Lansky, Cigarra, dani maggio, Julián, Alas de Algodón, Zafferano, Isabel Vera, La Uge, Ignacio, Ricardo, La Delsa, MFantasma, Emma, Invectiva, Enrique, O'Clock, Ismo, Mery, Nora Hayden, Strika, Fauve, Female, Gironina, Mostrenco, David , César, Raleigh, Harazem, Amy, Matzerah, A la Oreja Verde, Pablo, Alvaro Erices, Chrysagon, Dante Bertini, Señorita Puri, Angie, Aurora, Pablo C, Levilibegas, Teresa, Gandi, Pachicha, comentaristas anónimos y lectores silenciosos todos, con mi agradecimiento.


MANIFIESTO BLOGUERO en un momento tan adecuado como cualquier otro

Hace un par de semanas, el 16 de Enero, este blog cumplió cuatro años. Fui consciente, pero decidí dejar pasar la fecha en un discreto silencio. El contador que tengo instalado (al final del todo, debajo del primer post, para que no se vea mucho) marca un poco más de treinta mil visitas –como no tengo ni idea de cuándo lo instalé, hace unos dos años, la cifra no me dice nada– y no hace mucho, por tanto, que debió de marcar treinta mil justas. No me enteré -lo miro de ciento en viento- pero si lo hubiera hecho también habría sido un buen pretexto para celebrar un cumplealgos. Y también me habría dado pereza.


Para qué negarlo: probablemente me mostraría más partidario de los aniversarios y de los números redondos, y menos descuidado para señalarlos, si tuviera unas cifras un poco menos escuálidas que presentar. Pero la verdad es que sesenta y cinco entradas (¡hombre, mira, sesenta era un número redondo! Y la mar de sexagesimal, además... También habría podido celebrar eso ¿no?) en cuatro años no es un dato de los que impresionan. No llegan ni a una y media al mes. Y si hablamos de visitas… el StatCounter –ese solo lo puedo ver yo– registra, por ejemplo, que durante el mes de Diciembre he tenido mil ciento sesenta. Son muy pocas, una media de treinta y ocho diarias, pero son menos aún si tengo en cuenta que un único visitante que haga clic sobre el nombre de cinco posts distintos –para leer los comentarios, por ejemplo– cuenta como cinco. Y que este blog, como cualquiera, me imagino, tiene cerca de una cuarta parte de visitas casuales, a quienes Google o Yahoo han traído por los pelos, que buscan algo que nada tiene que ver con lo que encuentran, se van a los dos segundos, una vez comprobado que esto es así, y no vuelven jamás.

(Mi contador, por cierto, me informa de las claves de búsqueda de mis visitantes, y resulta francamente divertido ver las cosas que la gente puede llegar a teclear en los buscadores: algunos deben de pensar que hay en la red un enanito sabio al que dirigen sus investigaciones, y ponen, por ejemplo: "
Quiero saber cuántos versos tiene un soneto", por lo cual imagino que les saltarán centenares de miles de páginas que contengan las palabras "quiero", "saber" y "cuántos", realmente útiles en su búsqueda.

Tomen ustedes nota, ya que estamos, y no tecleen nunca cosas como "
sexo con menores" o "venenos indetectables"; la Policía puede seguirle la pista a su IP.)

Soy muy consciente de que ambas cosas, número de entradas y número de visitantes, están directamente relacionadas: hasta el lector más entusiasta y fiel acaba raleando sus visitas si, vez tras vez, encuentra el mismo post de hace diez días, y de hace quince, y de hace mes y medio. El bloguero que quiera lectores numerosos y asiduos tiene que ser, a su vez, asiduo y prolífico escribiendo. Yo no soy ninguna de las dos cosas. Escribo cuando me sale, y me sale muy de vez en cuando. La mayor parte de las veces, encima, en blogs ajenos. Si se reunieran todos los comentarios que en estos cuatro años he esparcido por los cinco o seis blogs que más frecuento, con cualquiera de mis dos seudónimos, probablemente abultarían diez o doce veces más que lo que en el mismo tiempo he publicado en el mío, y hasta es posible que tuvieran bastante más enjundia.

Y no es que sea así de generoso, no: soy simplemente desorganizado, caótico y adicto a convertir la improvisación en sistema. Escribo al impulso del momento y no tengo claro qué quiero decir y cómo exactamente voy a decirlo hasta que llevo tres o cuatro frases tecleadas. Si no hay nada inmediato -un post ajeno, por ejemplo- que me impulse a a escribir esas tres o cuatro frases, la mejor de las ideas puede quedarse durante meses tomando forma en mi cabeza, con el vago propósito de convertirse algún día en post.

Y lo cierto es que ni siquiera lo lamento demasiado. A estas alturas de mi vida no es solo que me haya acostumbrado a ser así, es que, en realidad, me he aficionado. Tiene mal remedio.

Quizás lo que digo esté sonando a disculpa. Me apresuro a negarlo. No me parece que tenga nada de que disculparme con nadie. ("Al cabo, nada os debo; debeisme cuanto he escrito...") No creo tener ninguna obligación de escribir ni de publicar, ni para con mis lectores ni para conmigo, del mismo modo que no creo que nadie tenga ninguna obligación de leerme ni de comentarme. Empecé esta historia porque me apeteció, la mantengo porque sigue divirtiéndome y perseveraré hasta que deje de disfrutar con ella, al margen de que tenga o no lectores y comentarios.

Este blog es mi patio interior, mi huerto de reposo y mi lugar de esparcimiento –o uno de ellos, al menos– es decir, un medio de cultivar la noble ocupación de la pereza, en el mejor sentido de esta estupenda palabra –y en el mejor también de la sospechosa palabra ocupación–. Abierto, desde luego, a todos los amigos y visitantes que quieran asomarse y compartir mis placenteras formas de perder el tiempo, pero ajeno y opuesto desde su misma concepción a horarios, plazos, objetivos y prisas. Si algún día empezara a sentirlo como una obligación, o a inquietarme por no publicar con la suficiente frecuencia, o a preocuparme por recibir pocos comentarios, entonces sí que sabría llegado el momento de dejarlo. La vida impone ya suficientes agobios como para que uno mismo se vaya a buscar sin necesidad ni uno solo más.

Todo lo cual no quita, naturalmente, para que me guste enormemente tener lectores, y más aún tener comentarios, que es casi la única forma de saber con certeza que se tienen lectores (casi la única, pero no del todo; descubrir en StatCounter a un lector silencioso que se ha pasado treinta o cuarenta minutos leyendo post tras post, aunque no diga nada, es casi igual de emocionante que recibir un comentario inteligente o entusiasta). De hecho, y en contra de lo que acabo de decir dos párrafos más arriba –pero no me desdigo– el hecho mismo de publicar en un blog lo que se escribe, en vez de guardarlo en un cajón, implica que, en realidad, se desea ser leído. (El hecho mismo de escribir, se haga luego con lo escrito lo que se haga, ¿no implica que se desea ser leído?)

Por añadidura, con algunos de mis lectores –de algunos de los cuales soy, a mi vez, lector– he llegado a establecer una verdadera amistad, que no por ser básicamente virtual es menos sólida y fundamentada. Y algunos de mis amigos se han convertido, por el camino inverso, en lectores de este blog. ¿Puede pedírsele más a una actividad que, encima, me divierte por sí misma?

En fin, aunque es cierto que los resultados numéricos que puedo exhibir rozan lo mísero; y aunque no lo es menos que preferiría que no fuera así, también lo es que no me importa demasiado. Este blog me ha dado, me da y espero que me dé en el futuro muchas satisfacciones más importantes que un número alto de posts, de lectores o de comentarios.

La primera, la fundamental de conseguir dejar dicho algo que se tenía ganas de decir. Yo pienso en el acto de escribir y por eso para mí escribir sobre un asunto es a la vez el medio y el resultado de aclarar mis propias ideas sobre ese asunto. Una vez que he conseguido formularlas dejan de bullirme en la cabeza y me permiten desentenderme de ellas y pasar a otra cuestión. (Podría decirse que pienso escribiendo. Visto lo poco que escribo, mejor no sacar consecuencias). La conciencia de que mi proceso mental, además, va a ser leído, quizás no por mucha gente pero sí por gente que me merece mucho respeto intelectual y personal (saluden, fieles lectores míos), me obliga a ser más riguroso a la hora de documentarme, más –solo un poco, pero bueno– ponderado de lo que naturalmente tiendo a ser y también más exacto e inequívoco en la expresión de lo que quiero decir.

Luego están las satisfacciones puntuales. Tuve una enorme, por ejemplo, con el post sobre Los Encartelados, de Gonzalo Arias. Que el propio Arias llegara a leerlo, que lo hiciera en el momento en que lo hizo y que todo ello sucediera por casualidad me impresionó de un modo muy especial. En otro orden de cosas, me satisface notablemente haber dado a conocer las que considero, aunque me esté mal el decirlo, unas buenas traducciones de Brassens, con las que he disfrutado mucho. Así como haber hecho pública la única ficción que jamás he escrito y probablemente jamás escribiré, Murderking y yo, con cuya trabajosa confección me divertí tanto. Sé que no es un buen relato y ni siquiera es del todo mío, pero es, por el momento al menos, mi único relato y, en consecuencia, le tengo un tonto e innegable cariño. En general todos mis revoloteos de mente dispersa por las cuestiones dispares y generalmente irrelevantes con las que suelo perder el tiempo desde pequeño –valgan de ejemplo mis incursiones en el terreno de la música– me resultan mucho más placenteras desde que tengo esta especie de vitrina donde ponerlas todas juntas al alcance de quien las quiera mirar (y, desde que, encima, resulta que de vez en cuando hasta hay alguien que las mira).

Resumiendo: quizás precisamente porque publico tan pocos, cada post tiene algo de especial para mí, va cargado de trabajo, de cuidado, de elección de músicas y de fotos, de mí mismo. En este blog hay, esa es la cuestión, algo de mí que no está en ningún otro sitio. Mientras siga siendo así, seguirá mereciéndome la pena.

Post scriptum: Aprovecho que me ha dado por el desahogo narcisista para referirme al asunto de mis nicks. Escogí, para firmar mis comentarios por esos blogs de Dios, el nombre de Vanbrughun personaje de una novela de mi infancia(1) que siempre me cayó muy bien, no el arquitecto y autor teatral inglés del S. XVII– un poco al azar, porque fue el primero que se me ocurrió, y mucho antes de pensar en tener un blog propio. Lo conservé porque, una vez elegida una personalidad virtual, más vale atenerse a ella y no sembrar por la blogosfera más confusión que la imprescindible. Luego abrí un blog con mi propio nombre, y durante mucho tiempo mantuve escrupulosamente separadas mis dos actividades internéticas, la de bloguero y la de comentarista. Llegó un momento, sin embargo, en que empezaron a converger, y entonces surgió un nuevo problema: no deseaba que cualquiera pudiera identificar el nombre y el apellido con los que me paseo por el mundo ni con el nick Vanbrugh ni con el autor de lo que aparece en mi blog. No es que tenga nada que ocultar, ni ningún inconveniente en que ustedes, queridos lectores habituales, sepan cómo me llamo en el siglo, como muchos de ustedes lo saben ya. Pero hay, en cambio, alguna gente a la que conozco y trato porque no tengo más remediopienso fundamentalmente en algunos individuos a los que mi trabajo me constriñe a tratar con una inmerecida cortesía; y si alguno de ellos por casualidad lee esto espero que se dé por aludido– y a la cual me desagrada visceralmente imaginar siquiera leyendo estas páginas personales –del mismo modo que no quiero tampoco pensar en verlos en mi casa, o tratando con mi familia o con mis amigos: pura higiene vital–. Que esa gente pueda caer por aquí sin más que teclear en Google mi nombre civil me molesta extraordinariamente. Para evitarlo, o al menos dificultarlo en lo posible, cambié el nombre al blog, lo mudé de dominio y así surgió Júbilo Matinal como nuevo nick. Al principio traté de mantener la ficción de que Vanbrugh y Júbilo fueran dos personas distintas, pero nunca con demasiada convicción; y gradualmente fueron confundiéndose en una satisfactoria amalgama. Ahora mismo sigo siendo dos, a efectos internéticos, y aunque sería incapaz de establecer claramente cuándo soy uno y cuándo soy otro, sigue habiendo cosas que me apetece más firmar de un modo y cosas que me pide más el cuerpo firmar del otro. Algún escape hay que darle a la propia esquizofrenia y ¿por qué ibamos a dejar el monopolio de los conflictos identitarios a los nacionalistas y a la Santísima Trinidad?


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(1)
¿Alguien sabe decirme de cuál?– (No, Cigarra, tú no. Baja el dedo.)