martes, 18 de abril de 2006

Ellos

En un artículo de El Mundo de finales de la última Semana Santa, Javier Ortiz, un columnista al que respeto mucho y al que me encanta leer, pero con el que rara vez estoy de acuerdo, hablaba de la cíclica cuestión de los muertos en accidente de tráfico. Con la lucidez y el acierto que caracterizan al señor Ortiz cuando plantea los problemas y que, para mi gusto, le abandonan misteriosamente a la hora de proponer las soluciones, venía a decir que dadas ciertas circunstancias que el sentido común aconseja asumir como constantes, como la humana tendencia a la imprudencia, la torpeza y la temeridad; y dadas otras que, en tanto no hagamos nada por cambiarlas, también tendremos que considerar datos fijos, como la peligrosidad intrínseca de un sistema de transporte basado en que muchos cacharros tan frágiles como potentes, conducidos por seres falibles e individualistas, circulen a altas velocidades y pegados unos a otros por vías estrechas durante lapsos de tiempo prolongados, los accidentes son completamente inevitables. En consecuencia, concluía, tanto las campañas aleccionadoras como las medidas coercitivas, la vigilancia policial, las multas y todo el restante aparato sancionador, no sirven para nada, y quienes las deciden lo saben. Las mantienen, a sabiendas de su inutilidad, para desviar la atención del verdadero problema, que es su opción económica de fomentar al máximo la industria del automóvil con todas sus consecuencias, beneficios millonarios y generación de puestos de trabajo. Y para ocultar cuál es la única posible solución del problema: la renuncia a esa opción.

No se si he resumido su artículo de modo satisfactorio (para el autor, quiero decir), pero, aunque algo habré metido de mi cosecha, creo no haberlo desvirtuado mucho. Escribo de memoria.

El análisis de Ortiz entra dentro, mutatis mutandi, de los que en otro orden de cosas llama Eco “apocalípticos”, en el sentido de que rechaza en bloque cualquier clase de compromiso con el problema tal como se presenta en la realidad y rehusa tratar de imaginar para él otra solución que la abolición: o renunciamos al automóvil, a sus pompas -beneficios empresariales, puestos de trabajo, libertad y movilidad individuales- y a sus obras -industria petrolífera, carreteras, autopistas y obras públicas afines- o nos resignamos a que un cupo más o menos constante de ciudadanos siga matándose por las carreteras, como uno de los precios asumidos del modelo de transporte, de sociedad y de vida que nos han impuesto. No hay, según él, término medio ni solución parcial posible.

Yo, tanto por temperamento como por elección, tiendo más a ser apocalíptico que integrado, y no me cuesta mucho darle la razón a Ortiz en el meollo de su planteamiento. Probablemente es muy cierto que mientras los coches sean como son y nosotros como somos no haya modo realista de evitar un número no muy inferior al actual de accidentes de tráfico.

Lo que me chirría en el artículo no es el hilo central del argumento, sino sus efectos colaterales.

Por ejemplo: Ortiz habla no ya con escepticismo, sino con franca hostilidad de la política que pretende solucionar el problema sancionando a quienes incumplen las normas de tráfico. La represión, lo llama. Es a su juicio no solo una medida inútil, sino una maniobra hipócrita, deliberadamente concebida para desviar la responsabilidad desde quien la tiene -la industria del automóvil y sus poderosos valedores, desde Bush y sus patronos hasta Zapatero, Ruiz Gallardón y la Dirección General de Tráfico, pasando, claro está, por Aznar; nombrar, solo nombra a la DGT, pero el resto se sobreentiende, son ellos, los de siempre- hacia quien, siempre en su opinión, no la tiene: el pobre ciudadano, que, al parecer, está obligado no solo a ser propietario de un coche, sino a usarlo en las mismas fechas y carreteras que otros cuantos millones de pobres automovilistas como él, y hasta a hacer un poquito el bestia cuando se lo pide el cuerpo. ¿Qué va a hacer, si lo han educado para ser competitivo e insensible?

Aunque otra cosa parezca por algunas de las cosas que digo, yo no tengo un particular empeño en que se coaccione ni se persiga a la gente, ni siquiera a los malos. Me alegro como el que más cuando el estafador simpático consigue eludir la cárcel al final de la película, y, por regla general, no me produce ninguna satisfacción personal que se castigue a nadie. (Aunque sí confieso que me fastidia bastante que se deje de castigar a algunos. Sospecho que a Ortiz le pasa lo mismo, solo que no debemos coincidir en según qué algunos). No soy, temo que sea necesario aclararlo, especialmente partidario de la represión.

Y como tampoco soy tonto, no ignoro que, efectivamente, quienes pueden elegir sobre estas cosas hace ya mucho tiempo que eligieron un determinado modelo de desarrollo social y económico que incluye como elemento muy importante una industria automovilística basada en que todos tengamos nuestro coche, lo cambiemos cada tanto tiempo y corramos con él por las carreteras gastando toda la gasolina que podamos.

No soy yo quien ha elegido este modelo, no me gusta especialmente y, tal y como están las cosas, sé que cualquier cosa que yo haga por intentar cambiarlo será eficazmente ignorada o neutralizada. Lo mismo que le pasa a Ortiz.

Pero, al contrario que a Ortiz, ni mi falta de entusiasmo por la represión, ni mi fundada sospecha de que fabricar coches sea un buen negocio al que no nos van a permitir que les hagamos renunciar, ni mi despego hacia el capitalismo neoliberal me llevan a despreciar ni a negar la libertad personal, con su correlativa responsabilidad individual. Ni la mía ni la de nadie.

Y me molesta la actitud que en esta cuestión y en muchas otras adoptan Ortiz y muchos otros: la de que, una vez diagnosticada la raiz del mal y localizados los responsables últimos, el resto de comparsas podemos ser absueltos en bloque, convertidos en una masa inerte e indistinta de víctimas estúpida, incondicional e igualitariamente irresponsables de todo. Para culpables ya están ellos.

¿Que un energúmeno cargado de alcohol adelanta a ciento ochenta kilómetros por hora en cambio de rasante y se lleva por delante a cuatro o cinco conciudadanos? La culpa es, evidentemente, de Henry Ford padre, deudos y herederos, con la cooperación necesaria de la Trilateral -y, desde luego, de Aznar.- De ellos, vaya. El energúmeno, tan inocente como los otros muertos. Víctimas todos por igual de ellos, que les obligan a tener coche y a correr con él para demostrar la hombría cuya necesidad también ellos les han inculcado desde pequeñitos. Este viene a ser el espíritu.

No puedo compartirlo. Me he comprado coche porque he querido, lo uso porque me da la gana, no bebo cuando conduzco, soy prudente y cortés y respeto las normas de tráfico. Podría no hacerlo así, pero es lo que he elegido, y cuando veo un animal que parece haber elegido de otro modo me entran unas ganas enormes de que lo cruja a multas la Guardia Civil. Debo ser un represor, aunque crea otra cosa.

O a lo mejor es que, sin saberlo, también soy uno de ellos. Tendré que investigarlo.

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