lunes, 12 de noviembre de 2007

Realmente paradójico

"Libre te quiero" - Amancio Prada, A. García Calvo


Por qué nunca consigo ser de los míos.

No es un secreto, ni la monarquía como institución teórica ni la concretamente existente en España, titular a la cabeza, me inspiran grandes simpatías, sino todo lo contrario. No tengo la menor intención ni deseo de llegar a ser nunca jefe del Estado, pero me ofende intelectualmente que se me prive de la posibilidad de serlo. Y lo mismo que con eso, que es el meollo del asunto, me pasa con el resto de las características del invento. Me parece indefendible que solo un ciudadano goce, por derechos de nacimiento, de un montón de circunstancias que, en la práctica, la verdad es que no deseo en absoluto para mí ni para ningún ciudadano normal. (Por el sencillo motivo de que, directamente, no puedo considerar normal a ningún ciudadano que desee para sí tales cosas.)

O eso me había pasado hasta anteayer, en que por primera vez el titular de la corona ejerció una de sus prerrogativas - una, por cierto, que yo no sabía que tenía, pero si la ejerció y no pasó nada debe de ser que sí, que la tenía - que le envidié profundamente: la de ser maleducado, contundentemente maleducado, con un sujeto que lleva años pidiendo a voces que alguien sea contundentemente maleducado con él.

La intervención del rey Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana fue para mí inaugural en varios aspectos: como ya he dicho, fue la primera vez que envidio al rey algo que hace por ser rey y que yo, por no serlo, no podré hacer nunca. Fue también la primera vez en que Juan Carlos hace algo que despierte en mí cierta simpatía personal; nunca hasta ahora me había encontrado ni el menor vestigio de ese juancarlismo que se supone que profesamos mayoritariamente los españoles, y lo que en general se celebra como sus rasgos de bonhomía a mí, o me dejaba frío, o me molestaba positivamente. Y fue, además, la primera vez en que he tenido motivos para pensar que el rey se implica personalmente en el cumplimiento de sus funciones. Lo siento, pero siempre he tenido la impresión de que lo que hace como rey le importa más bien poco, y de que mientras lee discursos o estrecha manos tiene la cabeza puesta en sus pistas de esquí, su yate o sus otras regias ocupaciones que siento no recordar en este momento. Constatar que se estaba enterando de lo que allí se hablaba hasta el punto de no reprimirse e intervenir de forma tan adecuada en cuanto al fondo como improcedente en cuanto a la forma ha sido para mí, lo confieso, una sorpresa. No es que me vaya a hacer juancarlista de repente, y desde luego mis enormes objeciones, tanto a la institución como a quien la encarna, siguen en pie; pero como lo valiente no quita lo cortés, dejo constancia de una pequeña, parcial e intrascendente, pero sorprendente, caída de mi particular caballo republicano.

En cambio en otros aspectos la actuación de Juan Carlos no solo no tuvo nada de inaugural para mí, sino que vino a confirmar una especie de rutina establecida en mis relaciones con la cosa pública. No sé cómo enunciarla, pero sé que existe y la reconozco en cuanto se me presenta, lo que sucede con bastante frecuencia.

Más o menos es así: cada vez que algo me parece bien, resulta ser una excepción, una cosa irregular e imprevista, que va contra las reglas establecidas y contra el orden que en pura lógica debería desprenderse de mis propias convicciones. Este caso, por ejemplo: para que el rey tenga una intervención pública que merezca mi aplauso ha tenido que faltar a todas las normas conocidas no solo de la diplomacia, sino de la mera buena educación, y comportarse de un modo que yo no puedo defender como correcto, por ejemplo, ante mi hijo de nueve años. Y no solo eso: para que alguien haya podido pararle los pies en público a ese matón impresentable, cosa que encuentro bien deseable, ese alguien ha tenido que estar investido de unas prerrogativas y gozar de una situación personal de las que, teóricamente, no deseo que esté investido ni goce nadie. Solo un rey podía mandar callar a Chávez, y para hacerlo ha tenido que faltar a los buenos modales; y yo, que no deseo que haya reyes ni que se falte a los buenos modales, estoy encantado de que le haya mandado callar. ¿Qué hago ahora, me cuentan?

Claro que, como digo, es una situación en la que me encuentro con frecuencia desde hace tiempo. Les pongo otros ejemplos: detesto cordialmente al gobierno del señor Rodríguez Zapatero y juzgo que su gestión, en líneas generales, es la más dañina, estúpida e indefendible que ha padecido este país en los últimos treinta años. Eso, por un lado. Y por otro soy católico convencido, miembro activo de la Iglesia. La Iglesia española y el gobierno del señor Zapatero están bastante enfrentados sobre numerosos y diferentes asuntos. Y, sistemáticamente, en cada uno de estos enfrentamientos concretos, me encuentro mucho más de acuerdo con la postura del gobierno que me repugna que con la de la Iglesia a la que pertenezco. Me parece estupendo que, por fin, se haya regulado el matrimonio entre homosexuales, y no logro entender en qué afecta esta regulación a mis creencias ni a las de la Iglesia, ni qué tiene ella que opinar sobre una legislación civil a la que hasta ahora ha ignorado hasta el punto de casar por la iglesia a una notoria divorciada, Leticia Ortiz , alegando que a la Iglesia los matrimonios civiles, disueltos o no, le traen al fresco. Me parece estupendo que la Religión haya dejado de ser una asignatura obligatoria, y tampoco entiendo que nadie pretenda que lo sea, menos aún en nombre de la fe, que es una cuestión personal e invaluable, académicamente hablando. Pero lo que menos entiendo de todo es que quienes hasta ayer pretendían que sus particulares creencias tuvieran rango de asignatura aprobable o suspendible, se rasguen ahora las vestiduras y monten la marimorena porque el gobierno establezca una asignatura de nombre y propósitos tan inobjetables como "Educación para la ciudadanía". Me parecería lógico que protestaran contra determinados contenidos, si no se ajustaran a su idea de lo que se le debe enseñar a los ciudadanos, pero es que lo que les escandaliza es, simplemente, que exista la materia, ya antes de saber cuál va a ser exactamente su contenido. Personalmente me imagino que será una inanidad más, tan perfectamente inútil como el cuarenta por ciento de las bobadas que ahora aprenden los niños en los colegios, pero montar por ello semejante zapatiesta, alegando encima principios morales y democráticos - que jamás esgrimieron, por cierto, contra la mucho más escandalosa "Formación del Espíritu Nacional" de mi infancia - me parece por completo fuera de lugar y, desde luego, ajeno y hasta opuesto a nada que tenga que ver con mi fe.

Y así vamos, no consigo encontrar manera de ubicarme en este panorama, que si tiendo a considerar desconcertado es, probablemente, porque el desconcertado soy yo.

Asistí, por otro ejemplo, a una manifestación convocada para protestar contra el propósito de negociar con ETA de que por entonces estaba dando muestras evidentes el gobierno. Vencí para ello, con gran esfuerzo, mi tendencia natural a no juntarme con otros ciudadanos en número superior a diez o doce, sacrifiqué temporalmente mis prevenciones teóricas contra las emociones colectivas y mi indisimulable sensación de que hay muchas formas mejores de hacer el ridículo que pasear en masa por las calles gritando consignas, y, en atención a lo importante del asunto y a lo grave del comportamiento del gobierno, allá fui como un bendito. Naturalmente, tardé cosa de media hora en arrepentirme. Seguía pareciéndome mal que el Gobierno quisiera negociar con ETA, pero el espectáculo de los que decían compartir conmigo este punto de vista puestos en acción logró con bastante rapidez que deseara no compartir con ellos ni una sola cosa más, ni la condena al gobierno, ni las calles de Madrid, ni un mal café, así me invitaran. De un modo muy poco cívico, pero en estricta defensa de mi dignidad personal, de mi salud mental y de mi futuro penal - o, alternativamente, de mi integridad física - abandoné el acto y me desvié por callejuelas laterales, meditando si existiría en algún lugar alguien que pensara algo medianamente parecido a lo que yo pienso, que sin embargo, me parece clarísimo y de sentido común. Sin duda me equivoco, claro está. No puede ser que seamos mi mujer y yo los únicos que acertemos siempre.

La cosa me viene de antiguo. Aún recuerdo lo cerca que estuve de apostatar formalmente cuando cometí el error de asistir a la concentración - de jóvenes cristianos, o de familias cristianas, no sé bien: de algo cristiano, desde luego - para ver a Juan Pablo II en el Bernabéu, durante su visita del lejano año 82. Todo el público asistente o pueblo fiel - y era muchísimo pueblo, créanme - parecía estar feliz y embargado de un fervor religioso - o pontificio, o meramente verbenil, vaya usted a saber - que, misteriosamente para mí, se manifestaba en el prurito incontenible de agitar palomitas de papel y en el de corear initerrumpidamente un irritante pareado sobre lo que quería todo el mundo al Papa. Al cual, claro está, le fué imposible decir nada coherente durante más de dos minutos seguidos. Cada vez que el pobre anciano abría la boca para hablar, la muchedumbre prorrumpía en berridos fervorosos, y todos parecían encontrar que aquel programa de actos colmaba por completo sus aspiraciones. Menos yo. Una vez más, me fui a la media hora, tratando de encontrar, en un furibundo soliloquio por las desiertas calles de El Viso, algún buen motivo para seguir formando parte de una institución cuyos más sesudos pensadores estimaban que actos como aquel eran una forma aceptable de evangelizar o de dar testimonio de la presencia de la Iglesia en la sociedad. Dios, que es misericordioso, me ha ido dando alguno que otro, desde entonces, y aquí sigo. Creyente y católico, pero francamente descolocado. De todas las multitudes que despiertan mi repugnacia ético-estética, que son la práctica totalidad de las multitudes, la de los cristianos militando activamente es desde entonces, probablemente, la que mejor y más deprisa lo logra. ¿Me dicen ustedes qué puedo hacer?

Por no hablar de mi traumática experiencia con la guerra de Las Malvinas. Demócrata convencido y, en aquellos tiempos juveniles, fervientemente izquierdoso, Margaret Thatcher era para mí más o menos la personificación del Capitalismo malvado. Y Argentina, el país por el que más simpatías he sentido desde pequeño y que, de una forma puramente platónica - por su folclore, por sus escritores, por su acento, por Mafalda, por Cortázar, por Borges, por Les Luthiers, por Eduardo Falú, por Los Chalchaleros... qué sé yo por qué, si nunca he estado allí - más cercano emocionalmente he sentido de todos los extranjeros. Y van los generales argentinos y, contra todo derecho internacional, cometen un acto de fuerza que encuentro injustificable y ocupan las Malvinas manu militari, sustituyendo al hacerlo una apacible y británica democracia rural por una dictadura militar criminal y ensangrentada. Y va la Thatcher y hace exactamente lo que yo pienso que hay que hacer: responder a la agresión, reponer el Derecho vulnerado y recuperar las Malvinas. Creo que fui el único de todo mi amplio y variado entorno que, contra todo pronóstico y para mi propia estupefacción, fué desde el principio partidario de los ingleses y celebró su victoria. (Años después me he enterado de que a mi futura mujer le pasó lo mismo: Dios nos cría y nosotros nos juntamos). Allí estaba yo, defendiendo, sin poderlo evitar, una incursión neocolonialista de la odiosa Thatcher contra mis amados argentinos.

Es mi destino, por lo visto; no hay manera de que consiga estar de acuerdo con los que están de acuerdo conmigo, ni de que logre discrepar decente y absolutamente, como deben discrepar las personas coherentes, de la gente de la que discrepo. Mis amigos hace tiempo que dejaron por imposible la tarea de adivinar qué voy a salir opinando de un fenómeno concreto cualquiera, y yo mismo no puedo ayudarles gran cosa.

A mi madre, a la que, salvando las diferencias, le pasaba una cosa parecida, le inventaron mis hermanos un partido político para su uso particular: las Falanges Comunistas del Niño Jesús. Un día de estos voy a pedir la militancia.


Los Chalchaleros - "Changuito lustrador"

5 comentarios:

  1. Bienvenido a los desconciertos, aunque lleves ya tiempo ahí instalado. Buen post (esto no es nuevo) que me deja ganas de debatir contigo muchos temas. De entrada te deseo que tu caída del caballo antimonárquico, antiborbónico y antijuancarlista no sea más que un breve traspiés y te mantengas fiel al republicanismo; como bien dices, ha sido sólo una excepción de esas que confirma la regla.

    Disiento bastante contigo en inclinaciones políticas y religiosas. Por ejemplo, tampoco me parece tan desastroso el gobierno de Zapatero (lo cual no quiere decir ni mucho menos que me parezca bueno y entiendo que ZP resulte tan cargante) ni haría cuestión de principios el no negociar con ETA. En cuanto a la religión, no soy creyente y mucho menos católico (aunque, obviamente, sí estoy bautizado y no he apostatado). Es más, me temo que soy bastante anticlerical o, por lo menos, radical defensor de la sociedad laica.

    Dicho lo cual, debería encontrar en tu post multitud de textos con los que disintiera y, sin embargo, no es así ... Un día de estos, cuando quieras, discutimos de religión, catolicismo, éticas y demás historietas similares. Un saludo.

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  2. Creo que este post necesita alguna aclaración - o sea, que no es tan bueno como amablemente dices, Miroslav.- Lo escribí según se me iba ocurriendo y temo haber dado la impresión de que mi momentánea coincidencia con el exabrupto chileno del rey pertenece a la misma categoría de paradojas que las que luego enumero. Aunque me haya servido para hablar de ellas, no es así.

    Me regocijó, no puedo negarlo, el espectáculo insólito del rey de España mandando callar al gangster indeseable que desgobierna Venezuela. Es imposible no regocijarte cuando ves a un personaje público sacar los pies del plato contra todo protocolo conocido, y más aún si la víctima es un tipejo como Chávez. Pero que me divirtiera verlo, y que hasta experimentara cierta simpatía por el impulso humano que llevó al rey a portarse de un modo tan desacostumbrado, no significa que me parezca bien. De hecho, me parece muy mal. Creo que nadie está autorizado a faltar a la buena educación, por irresistible que sea la provocación; y que, cuando se trata de gente que ostenta una representación tan importante como la de un Jefe de Estado en una conferencia internacional, a las restricciones de la buena educación se deben sumar las más infranqueables aún que imponen la dignidad del cargo, los intereses nacionales y los usos diplomáticos. Es, de hecho, imperdonable que Juan Carlos se pusiera por montera todas estas consideraciones para desahogar el cabreo que, comprensiblemente, le estaba provocando la insufrible matonería del gorila venezolano. Lo más parecido a un argumento que he escuchado nunca en defensa de la monarquía es que los reyes están especialmente educados desde la cuna para enfrentarse airosamente a situaciones como estas, o peores, y el comportamiento de Juan Carlos fue la refutación andante de este argumento. Más aún, fue la confirmación de mi particular contraargumento, a saber: que cuando desde el nacimiento estás acostumbrado a hacer lo que te da la gana y a que se te rían las gracias, adquieres la mala costumbre de hacer siempre lo que te da la gana y de esperar que, después, te rían la gracia. Mea culpa por lo que mi post haya podido tener de contribución a la malacrianza que los españoles llevamos casi treinta años fomentándole al rey. No debió hacer eso, y que lo hiciera sin consecuencias es una razón más para desear que no haya nadie en situación de hacer impunemente esta clase de monadas.

    Aunque de vez en cuando me apee un rato del caballo para disfrutar mejor del paisaje, sigo siendo republicano, antimonárquico y antijuancarlista. No especialmente antiborbónico; creo que aunque los Borbones sean, que lo son, una dinastía especialmente nefasta, nuestra inquina debe seguir dirigiéndose contra la institución en general, no contra esta o aquella familia real. No sea que las otras, solo por haber tenido la suerte de no tener ningún Fernando VII ni ninguna Isabel II entre sus miembros, se vayan a creer más legitimadas para disfrutar de un momio a mi juicio radicalmente ilegítimo en todos los casos.

    Ser creyente y católico no me impide, sino todo lo contrario, ser un radical defensor de la sociedad laica, ni tirar bastante a anticlerical. No creo, tampoco, que deba impedírselo a nadie. El clericalismo es la enfermedad infecciosa del catolicismo. Y el laicismo, aunque nuestros obispos se empeñen en hablar de él como del enemigo, es en mi opinión la primera condición necesaria para ser creyente sin tener que dejar por ello de ser un buen ciudadano.

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  3. Y yo te bordo los escudos para ese partido, y me afilio, también. Mira que me da rabia no llevarte la contraria, con lo que se que te gusta, pero esta vez tengo que estar de acuerdo contigo en todo lo que dices. Por cierto ¿has oido la versión del "Que viva España" de Manolo Escobar pero diciendo "¿Por qué no te callas?".?Está estupenda. Y termina "¡Callao estas mejor!"

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  4. Pues yo estoy convencido de que lo han preparado todo para que se hable de algo que haga olvidar que Barcelona lleva más de tres semanas con un transporte público desmantelado (impensable que en ningún otro país de Europa pueda pasar algo así), o que los gastos de la cesta de la compra se han multiplicado por dos en un año o que se nos viene encima una debacle económica que nadie sabe cómo va a acabar. Es mucho mejor conseguir que todo el mundo cante a coro "por qué no te callas" con la música de Manolo Escobar.....

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  5. No hace falta ser tan maquiavélico como Ricardo para darse cuenta de que, en vísperas de elecciones, a Zapatero le viene de perlas un incidente que:

    - Desmiente el posible republicanismo que se le pudiera achacar (por resabios del PSOE, por la colaboración con la Esquerra) y le muestra colaborando estrechamente con el rey, mano a mano los dos en la trinchera.

    - Desmiente la "crispación" antiaznarista. Si alguien crispa es Aznar, él es tan bueno que hasta lo defiende cuando le llaman fascista.

    - Desmiente su desapego hacia la idea de España. Ahí está él, defendiendo a su enemigo frente a los extranjeros solo porque es español. (No dice que no sea fascista, no, solo que hay que respetarlo. "Antipático, facha y con bigote, sí, ya lo sé. Pero no lo digas, Hugo, hombre, que está feo decirlo y me pones en un aprieto").

    - Realza su nunca bien ponderado talante, su paciencia y su razonabilidad, por contraste con la chulería prepotente de Chavez y la impertinencia mahumorada del rey.

    No sé si estará planeado, pero sí que, como viene pasándole desde hace años con casi todo, le ha salido redondo. Aunque dudo que los empresarios españoles en Venezuela y en toda Sudamérica sean de la misma opinión.

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