miércoles, 25 de enero de 2006

Bacilaciones léxicas

Transcribí aquí el otro día la carta que envié hace ya tiempo a Amando de Miguel, en la que le comentaba lo mal que me parecía su tolerancia hacia lo que él considera meras vacilaciones léxicas - y yo alarmantes muestras de la barbarie idiomática creciente - y en la que enunciaba las simples reglas que transgrede quien incurre en tres de las más extendidas: el leísmo, el laísmo y loísmo, y el "delante mío", "encima mía" y crímenes similares.

Unos días después D. Amando acusó en su columna recibo de mi escrito. Con estas palabras (Libertad Digital, 15 de Octubre de 2004) :

"Javier Carrascón Garrido (Madrid) ─presumo que filólogo, pero mucho más docto que el lendakari de Extremadura─ me acompaña una completísima lección sobre el uso del lo, la, le... ...Sin embargo, no estoy muy conforme con la admonición de don Javier de que sobre lo dicho no caben vacilaciones. Don Javier las compara con las posibles "vacilaciones en la estructura de un edificio: Yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima”. Mala comparación es esa, don Javier. Precisamente un edificio alto oscila, se mueve, y gracias a eso, normalmente no se derrumba. Si la estructura no oscilara un poquitín, entonces es cuando se derrumbaría al menor soplo de un ventarrón. Vea usted las palmeras cómo resisten los huracanes: moviéndose, vacilando. En cambio, en esas condiciones el vidrio de un ventanal oscila poco y se rompe. Hágame caso, seor filólogo, vacilemos lo justo para no tener que bacilar o bacigalupar demasiado."

A lo cual, tras aclararle que no soy filólogo y mostrar mi sorpresa por que me comparara con el presidente extremeño sin haberle faltado yo en nada, le envié la siguiente respuesta, de la que nunca más se supo, como es lógico, porque tampoco va D. Amando a dedicar su columna a mis expansiones sociolingüísticas, que para eso ya está este blog:

"Me halaga usted y se lo agradezco sinceramente, pero no deja de preocuparme que unos conocimientos básicos que adquirí en el Bachillerato (bien es verdad que en un Bachillerato pre-LOGSE) y que deberían presumírsele a cualquier hispanohablante medianamente instruido, basten para que me suponga usted filólogo. Si tener nociones tan elementales como las mías sobre el correcto uso del español requiere estudios de filología, no me extraña que los bachilleres de a pie hablen como hablan.

No, mi interés por el lenguaje no tiene ninguna relación ni con mi formación académica ni con mi profesión; es el de un hablante común, que utiliza su idioma como herramienta de pensamiento, de comunicación y, desde luego, también de trabajo, y que, por lo mismo, tiene una sana curiosidad sobre el funcionamiento de esta herramienta y cierto empeño en que se mantenga en buen uso.

Si usted trata de ajustar una tuerca del doce con una llave del trece, lo logrará a duras penas y, lo que es más grave, la llave se deformará, cogerá holgura y la siguiente vez no servirá ni para el doce ni para el trece, a lo sumo para darle con ella en la cabeza al que se la cargó. Pregúntele usted a cualquier artesano, y le dirá que en el mantenimiento de las herramientas no caben vías intermedias: o se cuidan, se engrasan, se guardan limpias y ordenadas y se utiliza cada una para la tarea específica para la que se concibió y respetando las instrucciones del fabricante y las reglas del oficio, o acaba uno quedándose sin ellas: el destornillador se queda sin filo por querer usarlo de palanca, la garlopa se embota si no se emplea del modo adecuado y la broca pierde toda eficacia horadante si se la usa para remover el cemento. Al final tenemos una surtida colección de objetos vistosos, pero inútiles.

Con el idioma pasa lo mismo: su mal uso lo deforma, lo estropea y le quita utilidad. Si las palabras dejan de usarse con sus significados precisos, o en la forma correcta (¡la sintaxis!) en que deben emplearse para contener con eficacia esos significados, lo pierden (en el único sitio donde lo tienen, que es en la cabeza de los hablantes), de lo que se siguen dos consecuencias bastante desastrosas: un significado se queda sin el medio de ser expresado, y un significante deja de serlo para convertirse en un ruido, una muletilla, uno más de los cada vez más numerosos sonidos huecos e imprecisos que pasan por palabras en el habla de nuestros políticos, nuestros juristas, nuestros comentaristas deportivos, nuestros expertos en técnicas abstrusas y gran parte - cada vez mayor - de nuestros hablantes corrientes y molientes. Y, con ser grave el menoscabo que sufre el habla, es más grave aún, aunque sea menos notorio, el que sufre el pensamiento: hablamos siempre del idioma como un medio de comunicación, pero, antes que eso, es el instrumento con el que pensamos. Quien domine mal su idioma, pensará mal. No tenemos otro medio de producir y manejar conceptos que las palabras, y si tenemos pocas e inútiles palabras, tendremos pocas y malas ideas.

Es quizás consolador, pero yo pienso que inútil y peligroso, querer presentar este deterioro, sea de las herramientas o del idioma, como una evolución natural, inevitable y hasta deseable. Naturalmente que el idioma evoluciona, y que hoy no hablamos, ni escribimos, como hace cien años. El uso correcto de las herramientas les descubre nuevas utilidades, las necesidades nuevas determinan la invención de nuevas técnicas y nuevos utensilios... tiene que existir, lógicamente, un crecimiento y una renovación de cualquier panoplia de herramientas que sea realmente usada, y, perseverando en mi comparación, también de cualquier idioma que esté realmente vivo.

Pero así como no podemos atribuir al crecimiento natural de un cuerpo humano las deformaciones de columna, ni el desarrollo de tumores, ni la esclerosis de los tejidos, ni siquiera las torceduras de tobillo, por mucho que se trate de “cambios” y que el crecimiento también sea un “cambio”, así tampoco deberíamos celebrar cualquier novedad lingüística como síntoma de la vitalidad del idioma. Hay cambios para crecer y cambios para morir, hay innovaciones que enriquecen y aportan mayor precisión y mayor capacidad de diferenciación y de matiz (y en esto consiste la evolución de un idioma: en pasar del gruñido inicial a la creación de un vocabulario cada vez más amplio y preciso) y hay novedades que hacen “avanzar” justo en el sentido contrario: hacia el comodín indistinto que pretende servir para decir cualquier cosa de cualquier manera y, en consecuencia, no sirve en manera alguna para decir nada. Son esas las que, lejos de hacer crecer un idioma, lo destruyen, o lo deterioran considerablemente.

El único medio de asegurar que las naturales innovaciones en los usos lingüísticos vayan en el sentido adecuado, es decir, aporten mayor capacidad de ideación y de expresión al idioma, es que se produzcan respetando las reglas que han presidido la creación de ese idioma, reglas que no son solo un requisito formal, más o menos omisible y del que solo se deben preocupar los eruditos, sino que, muy al contrario, constituyen la esencia misma, el alma, poniéndonos un poco cursis, de cualquier idioma. Y para que esto suceda es ineludiblemente necesario que estas reglas estén firmemente asentadas en el único lugar donde, insisto, existe realmente el lenguaje: en las mentes de quienes lo emplean.

Mi hijo de seis años es incapaz de enunciar ni una sola norma de las que regulan su modo de hablar. No sabe qué es un sustantivo, ni un verbo copulativo, ni un objeto directo. Ni, añado, falta que le hace. Porque sin conocerlas de un modo consciente ni explícito, las aplica con notable destreza y habla con una corrección que para sí quisieran muchos portavoces de grupos parlamentarios. Con esto, además de hacer notar lo listo que es mi niño, quiero decir que este “asentamiento mental” de las normas no necesita conocimientos especializados ni estudios de gramática, necesita tan solo el hábito de hablar bien. He conocido pastores castellanos analfabetos que empleaban su idioma con una riqueza, una precisión y una elegancia admirables; y todos conocemos, en cambio, periodistas, abogados, políticos e historiadores llenos de títulos universitarios cuya prosa hablada o escrita induce al vómito con gran eficacia, y no solo por lo que dicen, sino sobre todo por cómo lo dicen. Porque el idioma es a la vez fondo y forma, y lo que se dice es inseparable, y está fundamentalmente determinado, por cómo se dice.

Es posible, por tanto, que, como usted me advertía amablemente, convenga que los edificios sean capaces de oscilar ligeramente para que sean verdaderamente seguros frente a los ataques del viento o de los terremotos, pero estas oscilaciones son habitualmente imperceptibles para quienes los habitan, se producen en torno a un punto estable de equilibrio y tienen un límite pasado el cual la estructura se resquebraja, los paramentos se rajan y la construcción se va al carajo, para hablar sin ambages. El edificio del idioma castellano es solidísimo y firmemente asentado, y de momento no parece que vaya a sucederle ninguna catástrofe tan definitiva. Pero un deterioro lento y progresivo es casi tan dañino como el colapso repentino, y puede acabar por provocarlo. Para evitarlo, los hablantes que aún somos conscientes de la importancia de conservar en buen uso nuestro idioma debemos seguir, contra viento y marea, hablando y escribiendo lo mejor que sepamos, proclamando la necesidad de hacerlo así y corrigiendo, cuando la buena educación lo permita, a los que lo maltratan y lo usan de cualquier manera. Aunque sea más cómodo pretender que sus patadas al idioma común no son más que simpáticas “vacilaciones”.

3 comentarios:

  1. Sr. Carrascón:
    He descubierto su blog por casualidad y me gustaría darle las gracias por este artículo que es un auténtico regalo. Un regalo porque a veces uno se siente inmerso en una cruzada contra el leísmo invasor. Es una suerte que su hijo utilice bien las normas porque imagino que, como todos los niños, se ve rodeado de profesores, amigos y libros que atentan contra nuestro idioma (a veces el leísmo es lo de menos). Porque con este modo de vida que nos hemos inventado lo de la lengua materna ha pasado a ser una manera de hablar.
    Gracias Sr. Carrascón.

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  2. Estimado Sr. Carrascón,
    Una vez encontrado, tras ardua búsqueda, este blog, me ha maravillado su fluida prosa, la corrección de su expresión, la precisión de su escritura. Una sola cosa me sorprende en su, por lo demás, magnífico ensayo sobre el uso del lenguaje. Como conocedor, por razones profesionales que prefiero no detallar, del mundo de los bacilos, no entiendo el empleo que de un derivado de esta palabra (bacilar) hace el Sr de Miguel, y no entiendo que dicho uso, incorrecto sin duda, se deslice hasta el título de su, por lo demás, intachable disertación. La palabra bacilar (desde su original bacculus) nos remite a un bastón o báculo, un objeto alargado más bien rígido, y ello resulta contradictorio con el significado de la misma palabra con la inicial cambiada. Es posible que con ese título lo que pretenda sea precisamente resaltar la diferencia entre los dos significados, pero tambien podrían existir otras razones que, desde mi ignorancia de los ocultos mecanismos de evolución del idioma, se me podrían escapar. ¿Podría usted iluminarme, aun brevemente, sobre el particular?

    Un saludo de este su amigo

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  3. Estimado Pepe: en primer lugar, mil gracias por leerme, por comentarme y por hacerlo en unos términos tan amables como inmerecidos.

    Efectivamente, la palabra “bacilación” no existe, y poco puedo decir para explicar por qué la usé como título de un escrito en el que, precisamente, me dedicaba a criticar que mucha gente diga y escriba cosas tan incorrectas como ella, o más.

    Poco, pero algo: por ejemplo, que, en primer lugar, la empleé como guiño de complicidad hacia el señor de Miguel, que a su vez inventaba chistosamente un supuesto verbo “bacilar”al final de su respuesta. Qué quería él decir con ese chiste, solo puedo conjeturarlo, pero me imagino que consideraba mi postura, a su juicio rígida e intolerante, tan dañina para el desarrollo del idioma como lo son los bacilos para nuestra salud; y, llamando así – “bacilar” – a mi actitud, al tiempo que oponía sus enfermizos efectos a los saludables de las vacilaciones lingüísticas que él defiende, la equiparaba en nocividad con el notorio jurista hispano-argentino Bacigalupo, por quien no parece tener mucho aprecio. Tampoco yo, en algo habíamos de coincidir.

    A mi vez aproveché esta broma de D. Amando para invertir su argumento y resaltar que, en mi opinión, lo que puede resultar tan letal como un bacilo son las benditas vacilaciones, que infectan y destruyen lentamente el idioma del mismo modo que las bacterias invaden y arruinan nuestro organismo.

    Y por último, me pareció buena idea cometer yo mismo una incorrección notoria para encabezar un texto en el que tan solemne y doctoralmente peroraba contra las incorrecciones. De ese modo, pensé, el lector se dará cuenta de que, aunque me ponga así de pesado, también yo soy humano y sé decir disparates como el que más. Y si encuentra por casualidad el título, sentirá curiosidad por saber qué clase de animal escribe “vacilación” con b, y cómo tiene la cara dura, después de hacerlo, de hablar de “lingüística” y perorar sobre el buen uso del idioma.

    Aunque, para ser sincero, todo esto son plausibles reconstrucciones a posteriori, y nada de todo esto fue pensado consciente y deliberadamente en el momento de escribir el título. Probablemente todo ello estaba en mi intención, pero solo ahora me lo explicito a mí mismo, animado a ello por su amable comentario. En aquel momento, sencillamente, me pareció una buena idea escribir esa burrada al frente de mi disertación.

    Lo que, desde luego, no hay, en lo que mis modestos conocimientos pueden asegurar, es ningún oculto motivo de evolución del idioma, ni ninguna “bacilación” derivada de bacculus ni de otra raiz alguna. Las bacilaciones nos las hemos inventado a medias D. Amando y yo, y espero de todo corazón que su breve aparición en el léxico castellano pueda considerarse felizmente concluida.

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