Que te sumerjan en una bañera hasta que creas ahogarte debe de ser francamente desagradable. Seguramente cuando te ocurre pierdes de vista cualquier otra cuestión y deja de preocuparte todo lo que no sea la siguiente bocanada de aire que podrás, o no, aspirar. Como afortunadamente a mí no me ha pasado nunca, estoy todavía en condiciones de especular sobre ciertas cuestiones anejas a esta técnica de interrogación coercitiva (‘tortura’, en castellano antiguo) que a sus víctimas efectivas probablemente les parecerán ya irrelevantes, pero que para las que aún lo somos solo en potencia presentan, creo, un cierto interés.
Debo confesar que, al pánico cerval que me provoca la mera idea de ser interrogado de esta sutil manera, se suma en mi caso otro miedo más metafísico pero que, en mi feliz inexperiencia actual de la angustia provocada por los puramente físicos, se me antoja casi más angustioso: el miedo a que mi interrogador alardee de la técnica aplicada o, al menos, no pretenda esconderla, y admita abiertamente que la ha empleado. Y el miedo a que después nadie diga nada y a que todo el mundo acepte que las dudas sobre lo conveniente o no del uso de esta ‘técnica’ constituyen una ‘cuestión abierta’, y pase a continuación a hablar entusiastamente de lo realmente importante: sus resultados, sobre los que, al contrario, no cabe, al parecer, duda alguna.
Y es, en mi opinión, bastante explicable que este segundo miedo me angustie más que el primero: la probabilidad de que alguien me sumerja en una bañera hasta la casi asfixia para hacerme confesar algo es, creo, sumamente baja. Se trata solo de una posibilidad por ahora remota. Mientras que la probabilidad de que quienes aplican esta tortura (disculpen la palabra, pero siempre me ha gustado el castellano antiguo) no lo oculten, y de que la presenten al mundo como una técnica de indudable eficacia, aunque 'suscite ciertas dudas' morales, o más exactamente, deje 'abiertas' algunas 'cuestiones'; y ello sin que pase nada, es ahora mismo igual a uno. Del cien por cien. Ha pasado ya, quiero decir. No estoy aún sumergido en la bañera, pero sí estoy ya sumergido de lleno en un mundo en el que eso sucede, gobernado además por quienes hacen, o aplauden o admiten que suceda.
A mis cincuenta y pico años me resulta imposible desde hace mucho tiempo ignorar que en el mundo se tortura, y que lo hacen no solo los narcotraficantes, los terroristas y los delincuentes en general, sino también los gobiernos; y no solo los totalitarios, dictatoriales y tercermundistas, sino también los occidentales, democráticos y progresistas. Contra esta realidad innegable, que tengo la debilidad de carácter de considerar atroz e indecente, me cabía hasta ahora el consuelo de que se tratara de una realidad clandestina, vergonzante y consciente de su impresentabilidad e indecencia básicas.
Débil consuelo, me dirán, y bastante hipócrita. Ciertamente es ambas cosas. Pero, débil y fundamentalmente inútil como es para impedir que la gente sea torturada, la noción generalizada de que la tortura es indecente e impresentable, y de que quienes la emplean tienen que ocultarlo y negarlo, y saben que deben avergonzarse de hacerlo, era el último testimonio de que, al menos de iure, nos adheríamos a la decencia. En cuanto a la hipocresía, siempre he pensado que, como dijo La Rochefoucauld, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Me estremece saber que el mundo en que vivo está gobernado por un vicio que ya no cree necesario este mínimo pero significativo homenaje, y habitado mayoritariamente por súbditos que aceptan dócilmente que así sea. Que vivo en un mundo radicalmente indecente, de facto y también de iure.
En resumen: sabía ya, desgraciadamente, que en el mundo en que vivo es posible violar la soberanía de un país extranjero, vengar los crímenes mediante el empleo de la fuerza, sin jurisdicción legal alguna y sin simulacro siquiera de juicio, disparar a matar a un hombre desarmado aduciendo que se ha resistido, asesinar a terceros inocentes contra los que no se ha formulado ninguna acusación, y todo ello gracias a la información obtenida mediante la tortura. Lo que aún no sabía es que tal cosa pudiera ser presentada como algo de lo que enorgullecerse, y exhibida como un éxito y un mérito; y que los espectadores, en vez de horrorizarse y condenarla, la celebrarían y la aplaudirían con complacencia prácticamente unánime.
Por eso, lejos de pensar que el asesinato de Bin Laden ha hecho que el mundo sea más seguro, como he oído y leído hasta la saciedad, a mi no me cabe la menor duda de que, desde que se ha cometido, el mundo es para mí y para todos un lugar más amenazador, más hostil, más inseguro y más peligroso. Aún. Y, fundamentalmente, más indecente.