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domingo, 6 de septiembre de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (2)


Georges Brassens - Stances à un cambrioleur

De modo que allí estábamos I y yo,esperando el regreso de nuestra, respectivamente, madre y esposa, que se había adentrado en el territorio hostil del Depósito Municipal de Vehículos con la única compañía de un guía nativo inamistoso, y de la que ahora nos separaban una alambrada cerrada con candados y cerrojos y unos cuantos miles de metros cuadrados llenos de coches abandonados. Recé mentalmente para que, si llegaba a producirse el enfrentamiento –cosa muy probable, dada por un lado la catadura general del segurata y por el otro el estado de ánimo cercano a la ebullición en el que sabía a mi mujer– a ella no le fallaran los reflejos. "Si consigue pillarle desprevenido puede tener alguna posibilidad", calculé. "No parece en muy buena forma y no esperará ser atacado por una madre de familia. Espero que tenga el sentido común de quitarle la pistola antes de golpearle. Mientras está conduciendo, sería el mejor momento..." Me distrajo de estos pensamientos la llegada de una pareja.

–¿Esto es el puto depósito de coches?– nos saludó, más expeditiva que cortés, el miembro femenino, una jovencita que parecía atormentada por una pena secreta. Asentimos, y mientras él, siguiendo nuestras indicaciones, entraba en el cobertizo, ella decidió hacer su pena un poco menos secreta y, sin duda para bajar presión, comenzó a rociarnos con unos cuantos escapes de su caldera interior. Atraje a I hacia mí, para protegerle en caso necesario y para que su evidente condición de no beligerante nos identificara a primera vista como neutrales y posibles aliados.

–Me llaman ayer al trabajo –soltó su primer chorro la recién llegada– para decirme que se me han llevado el coche, porque van a rodar no sé qué mierda de película, y que lo puedo recoger en... no sé cómo cojones lo llaman, pero por lo menos estaba en un sitio civilizado, joder. Que lo tendrían allí cinco días y luego lo traerían al depósito si no lo recogíamos antes. Vamos allí esta mañana y me dicen que ya no está allí, que se lo han traído a este puto culo del mundo... ¡Y que traiga una grúa, porque a lo mejor ahora no anda! Ayer andaba perfectamente, así que ¿por qué leches no va a andar hoy? ¿Qué le han hecho, los cabrones estos? ¿Quién coño me va a pagar a mí el arreglo? ¿Y el taxi que hemos tenido que coger para venir a este jodido vertedero? ¿Y de dónde cojones saco yo una grúa, y quién la va a pagar?

Reconocí lo justo de su ira y desplegué toda mi simpatía. Tanto por solidaridad elemental como por regular en lo posible el flujo de denuestos, que I, siempre interesado en el lenguaje, escuchaba con gran atención, probablemente tomando nota mental de los hallazgos expresivos más felices. Nuestra nueva amiga pasó de lo que podríamos llamar parte expositiva de su desahogo a la dispositiva, una explicación fervorosa de sus proyectos inmediatos, que incluían explícitamente el homicidio indiscriminado y la destrucción a gran escala de objetos, de modo que, prefiriendo prevenir a curar, la conduje con mano firme y palabras de aliento hacia el interior del chamizo, donde me pareció que sus iniciativas encontrarían un campo de acción más amplio y útil. Allí la dejé con su novio, estrellando sus iras al alimón contra la estolidez imperturbable del tipo del mostrador y salí de nuevo a la relativa paz exterior. I aplastaba la cara contra la alambrada, en busca vana de algún atisbo de su madre.

–No vienen...– me dijo.

La verdad era que ya tardaban en volver. "No se han oído disparos ni gritos de auxilio", me dije para tranquilizarme. "M es muy rápida corriendo, y entre tanto coche no le será dificil darle esquinazo. Si han llegado hasta el Golf, allí hay una llave inglesa..."

Pero al fin oímos llegar al cochecillo a toda velocidad. Se detuvo al otro lado de la verja con un frenazo y, como en los atracos, las dos puertas se abrieron a la vez y M y el sicario, sin señales visibles de violencia en sus personas, se bajaron cada uno por su lado. M nos saludó con la mano y nos hizo señas de que entráramos en la caseta, mientras seguía la rápida marcha del rufián hacia la puerta trasera. Nos reunimos todos en la oficinilla, ellos entrando por detrás y nosotros por delante, y nuestra entrada interrumpió por un momento la batalla del mostrador. M comenzó a ponerme en autos, nunca mejor dicho, de sus andanzas por la Frontera, y algo magnético había en su tono y ademán que hizo que, según empezaba a hablar, el habitáculo todo quedara suspenso, pendiente de sus labios:

–No tiene gota de gasolina. Le he hecho el puente y el motor de arranque funciona, pero la grúa lo ha dejado caer al fondo de un terraplén y no creo que pueda subir aunque consigamos que ande, porque la cuesta es enorme y está encima de un matorral. Lo ha debido de aplastar al caer y se ha quedado medio encajado. He tenido que romper unas cuantas ramas para abrir el maletero, me he hecho cisco las manos. Ese señor del jersey azul –señaló sin mirarlo al Guardia de Inseguridad, que nos miraba hosco– no ha movido un dedo para ayudarme. Ni se ha acercado al coche. Se ha quedado arriba, cruzado de brazos. Cuando le he dicho que si no nos lo sacan de ese agujero en que lo han tirado no nos lo podemos llevar, me ha contestado que traigamos nosotros una grúa, que el coche se queda donde está hasta que nosotros lo movamos.

La jovencita prorrumpió en una especie de ovación triunfal: se confirmaban sus peores sospechas y le traían combustible de refuerzo y una aliada de su sexo, siempre más de fiar que los contemporizadores varones. El del mostrador, contento de poder desentenderse aunque fuera un momento del acoso de la pareja, creyó llegado el momento de intervenir.

–Si quieren ustedes volver con una grúa, nosotros tenemos abierto hasta...

–Lo que es yo –declaró en ese momento el segurata– no pienso volverla a acompañar. Ya he ido una vez y no voy más.

Alguien se ha llevado del maletero el balón de fútbol de I– siguió contándonos M, mirándole fijo. –El ladrón se ha dejado dentro un montón de cosas suyas, hasta un pico, así que no creo que haya sido él.

–¡El balón de mi cumpleaños!– clamó I.

–Yo te compraré otro, hijo, no te preocupes.– dijo M.– Ahora lo que quiero es irnos de aquí. Cuanto antes.

–Pues vámonos– concluí yo.

–¿Pero no se llevan ustedes el coche?– quiso saber el del mostrador.

–Hoy no. Ya vendremos otro día que tengamos más ganas. Y si se les ocurre a ustedes cobrarnos ni un solo euro por el depósito del coche... –busqué una amenaza verosímil y, como no la encontré, acabé con cierta prisa– los denunciaré por receptación de vehículo robado y saldremos todos en los periódicos.

Y nos fuimos los tres. Fué una salida más o menos digna y tuvimos el consuelo, mientras cruzábamos la puerta exterior en busca de mi coche, de oir a nuestra espalda cómo redoblaban los gritos de la jovencita, cubriéndonos la retirada.

* * * * *

Mi jefa, que se ríe mucho con mis historias y conoce a todo el mundo, nos consiguió un desguace que no solo fue con una grúa una semana después a sacar el Golf del depósito, sino que no nos cobró nada y hasta nos pagó cien euros por lo que de él pudiera aprovechar.

Gracias, pues, al Ayuntamiento de Madrid, un coche que andaba estupendamente y que el primer ladrón había dejado en razonables condiciones de uso y decentemente aparcado en una calle céntrica, a tiro de Metro, pasó a ser un montón de chatarra inerte arrojada a un barranco del extrarradio más inaccesible.

¿No está la Administración Pública precisamente para eso, para llegar donde la iniciativa privada no puede o no quiere?

Como dueña del coche M tuvo que acompañar a la grúa para retirarlo. Cuando entraron a buscarlo, y contra lo que había dicho el segurata sin afeitar (ese día ya había otro, afeitado. Los deben de mandar allí temporadas cortas, como castigo), el Golf ya no estaba al fondo del terraplén, encajado en un arbusto, sino correctamente aparcado en un llano, del que ella solita se lo habría podido llevar sin más que echarle un poco de gasolina. Pero ¿cómo despedir de vacío al de la grúa y volverse atrás del trato con el desguace? Y ¿qué hacer con un tercer coche en un barrio como el nuestro, en el que aparcar a diario dos ya es un serio problema y en el que puedes conseguir tantas tarjetas de residente como conductores haya en el domicilio, pero no más?

M me contó este segundo viaje muy tranquila y objetiva, sin la menor muestra de emoción. Pero la conozco y sé que esta última y definitiva despedida de su Golf, que la esperaba allí tan dispuesto, el pobre, y al que tuvo que abandonar para el desguace, debió de resultarle muy dura.

* * * * *

Cosa de dos meses después a M le han llegado cinco denuncias por estacionar sin distintivo que lo autorice, todas ellas del lugar en que el ladrón dejó el coche y de los días en que aún no nos habían avisado, pero ya el robo llevaba denunciado una semana. (Dos de ellas, por cierto, del mismo día, cosa legalmente imposible.) La Policía Municipal, que tardó cinco días en darse cuenta de que era un coche robado y en avisar a su dueña, fue capaz en cambio desde el mismo principio de advertir y denunciar que estaba mal aparcado. Por esto último el Ayuntamiento cobra sustanciosas multas. Por lo otro, solo nuestros vulgares impuestos, que va a recibir de todos modos, lo haga bien o mal, antes o después.

M ha presentado otros tantos pliegos de descargo contra las denuncias, explicando que el coche estaba robado y su robo denunciado, pero la Concejalía ha hecho caso omiso y, a su debido tiempo, le han llegado las multas. Las hemos recurrido, pero desestimarán los recursos, seguro. Y como no las pagaremos –no se debe jamás cooperar con el verdugo– nos embargarán la cuenta del banco o la devolución del IRPF y nos tendremos que aguantar.

Bien dice Brassens que también entre los ladrones hay clases, y que van quedando pocos como Dios manda...

lunes, 31 de agosto de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (1)


Pablo Milanés - Hombre preso que mira a su hijo

Le robaron el coche a M, mi mujer, y fue una historia. Era un Golf ya muy viejo, iba a cumplir dieciocho años –I, mi hijo de once años, hizo el diagnóstico más certero: "Ha visto ahí mismo la mayoría de edad y se ha ido de casa"– y tenía bastante más de trescientos mil kilómetros. La carrocería estaba hecha un asco y, en cuanto se quedaba aparcado tres días y empezaba a acumular resina, hojas secas y volantes publicitarios parecía un coche abandonado. Consumía cantidades ingentes de gasolina, no toda en hacer funcionar el motor, a juzgar por cómo olía. Pero andaba como un rayo y su dueña le tenía mucho apego. Y, sobre todo, lo necesitaba para su trabajo, de modo que inmediatamente nos dimos a buscarle el sustituto más barato que pudiéramos encontrar. Nos llevó una semana bastante agotadora de recorrer concesionarios, examinar cochecillos y regatear con los vendedores, –operación novedosísima y muy entretenida que ahora, gracias a la crisis, es posible hacer con resultados engañosamente halagüeños– pero al fin M eligió y apalabró su coche nuevo.

La tarde que volvíamos de comprarlo, cuando ya había cerrado la operación y entregado una sustanciosa señal, llamó la policía municipal. Contra todo pronóstico –estábamos seguros de que había acabado hecho piezas en un desguace– el Golf había aparecido, a veinte o treinta manzanas de donde M lo había dejado y diez días después, pero por lo demás, según dijo el policía, no en mucho peor estado que antes del robo. Solo una puerta forzada, el contacto con el puente hecho y algo más de basura en su interior. (Luego vimos que había hasta un pico, que sin duda utilizó el ladrón para hacer alguna clase de butrón pero que por lo visto no interesó a la policía como prueba. Sangre no parecía tener.) En cuanto la policía científica acabara de examinarlo, nos dijeron, podíamos pasar a recogerlo por el depósito municipal Mediodía II.

A mi mujer se la llevaron todos los demonios: ella no quería un coche nuevo, ni mucho menos gastarse la pasta que le había costado. Ella quería su Golf de toda la vida. E iba a aparecer justo ahora, cuando ya se había comprado otro. Con solo que la hubieran llamado unas horas antes... (Yo, en cambio, estaba secretamente encantado de que las cosas hubieran venido así, porque no me gustaba nada que anduviera por el mundo en semejante cacharro, y convencerla de cambiar de coche sin robo mediante no habría sido nada fácil. Pero no me pareció el momento oportuno para decírselo. Hay que respetar el duelo.)

Así pues, el Sábado por la mañana, haciendo un hueco entre las otras dieciocho cosas que normalmente uno va dejando para hacer el Sábado por la mañana, nos encaminamos al depósito de Mediodía II. No es que tuviéramos especial interés, a esas alturas, en recuperar el coche, con el que no sabíamos muy bien qué íbamos a hacer, pero nos advirtieron que, si no lo recogíamos, pasados quince días su estancia en el depósito empezaría a costarnos dinero.

Localizar el Depósito no fue fácil. Todo lo que la página del Ayuntamiento ofrece como indicación es la desalentadora dirección Camino de la China s/n y este escueto plano:


que si tuviera dibujada la gran piedra en forma de calavera sería al menos tan vistoso como el de John Silver pero que así, sin más referencias que las locales, la verdad es que no resulta muy eficaz para saber de dónde estamos hablando. No nos desanimamos, empero, y con el nombre del camino en cuestión y la pista de Mercamadrid, nos metimos en Google Earth, que nos localizó el lugar justo donde marca el cuadradito:


y nos suministró, además, numerosas indicaciones sobre cómo llegar, algunas un tanto crípticas e incompatibles entre sí (Toma la salida 20 hacia la Calle Embajadores, y, justo a continuación, Toma la salida 19B e incorpórate a carretera de Villaverde, por ejemplo) pero en general bastante alentadoras. Daban toda la impresión de que acabaríamos llegando.

Y acabamos llegando. No recuerdo haber dado nunca tantas vueltas por las autopistas que rodean Madrid pero, tras algo más de cincuenta kilómetros recorridos a base de cambiar de sentido diez o doce veces –cada vez que resultaba evidente que habíamos vuelto a pasarnos de la desviación correcta– por distintas carreteras, durante cerca de tres cuartos de hora, conseguimos llegar a un sitio llamado Centro de Transportes de Madrid, que era la última referencia que los lugareños –gasolineros, fundamentalmente– fueron capaces de darnos antes de abandonar la civilización y adentrarnos en la terra incognita. Allí un jovial guarda de seguridad nos dió las últimas instrucciones –según dijo lo tenía que hacer unas cien o doscientas veces al día– y siguiéndolas nos adentramos por un camino de tierra, lúgubre e interminable, con el que jamás habríamos dado si no nos lo hubiera dicho él, porque carecía de la menor indicación que permitiera suponer que conducía a parte alguna, y menos aún a una dependencia municipal de uso público. Ni una señal, ni un cartel. Nada. Un camino desierto, siniestro y larguísimo, recorrido solo por algún que otro indigente con el inequívoco aspecto de ir buscando su ración de droga, flanqueado a la derecha por las inmensas instalaciones de Mercamadrid, desérticas e inaccesibles, y a la izquierda por una tapia de piedra artificial coronada de alambre de espinos.


En la foto, bajada de Internet, se ve el interior del "depósito". Nosotros recorríamos el otro lado de la tapia, sin saber qué había tras ella ni si encontraríamos en algún momento alguna puerta con algún cartel que nos permitiera saber que habíamos llegado a algún sitio.

Pero al fin el camino se ensanchó un poco, no demasiado, lo justo para permitir el giro hacia el portón que se abría –es un decir, estaba cerrado a cal y canto– en la tapia. Ni un solo sitio para aparcar, ni un solo cartel indicando que has llegado al Depósito de Vehículos, nada. Arrimamos el coche a un lado del camino, confiando sin mucho más motivo que nuestro buen ánimo en encontrarlo a nuestro regreso en el mismo lugar y estado, y franqueamos con paso inseguro la puertecilla de peatones abierta junto al portón. Nos encontramos así en un pequeño recinto separado por una alta alambrada del depósito de vehículos, inmenso, desolado y desolador, abarrotado de coches en distintos grados de deterioro hasta donde la vista se aburría de intentar alcanzar.

A la derecha había una casamata pequeña, que más que otra cosa parecía un almacén de herramientas en desuso, pero que era el único edificio a la vista, de modo que entramos. Eran las oficinas. Había un mostrador y tras él un tipo, el primer ser humano que veíamos en un buen rato y cuya presencia nos resultó casi inesperada en aquel páramo semiabandonado. Nos saludó con desgana, buscó el coche en una lista y nos confirmó que sí, que estaba allí. Nos pidió los papeles del coche, para asegurarse de que M era la dueña y tenía derecho a llevárselo. Le hicimos notar que los papeles del coche estaban en el coche, o eso esperábamos. Se quedó un rato considerando el problema con aire de perplejidad.

–Bueno,– resolvió al fin –pues tendrá que entrar usted a buscarlos.– Parecía que la situación se le presentara por primera vez. ¿Cómo lo hacen en otras ocasiones?, me preguntaba yo. ¿Nadie más que mi mujer guarda la documentación del coche en la guantera, o es que somos los primeros que consiguen llegar aquí a recoger su coche, y es por eso por lo que hay tantos? Entretanto el aborigen se había debido de poner en contacto telefónico, o quizás telepático, con un congénere, porque tras una espera no muy larga de no se sabía bien qué, por una puertecilla de detrás del mostrador apareció un rufián sin afeitar que vestía los restos arrugados, mugrientos y que le venían francamente estrechos, de lo que en tiempos mejores debió de ser un uniforme de guardia de seguridad. Nos echó a todos una mirada de hostilidad aburrida y si no mascó un palillo de dientes fué por una carencia notoria de sentido artístico por su parte. Habría tenido que hacerlo, para acabar de redondear el tipo. El del mostrador le tendió un papelillo.

–Tienes que acompañarlos a que recojan los papeles del coche– le informó con lo que me pareció un tono inequívoco de "Jódete". El segurata resopló, como confirmando sus peores sospechas, nos miró más hostilmente aún e hizo un vago gesto con la mano, que interpretamos como que debíamos volver a salir al recinto de entrada. Lo hicimos y él reapareció al otro lado de la alambrada. Con mucho despliegue de llaves y golpeteo de cerrojos, abrió una cancela.

-¡Solo uno!- ladró cuando I y yo intentamos franquearla, siguiendo los ansiosos pasos de mi mujer. Volvió a cerrarla tras ella. M se encogió de hombros, nos hizo un gesto de despedida y se metió con el rufián en un cochecillo pintado con el logotipo de una Empresa de Seguridad Canaria. (Preferí no tratar de imaginar con qué criterios ha adjudicado el Ayuntamiento de Madrid este servicio a una empresa geográficamente tan cercana y comercialmente tan atractiva. La contratación administrativa, bien lo sé, tiene estos misterios.) Mi hijo y yo, apretados el uno contra el otro, la vimos partir a toda velocidad, rumbo al mismísimo corazón del Santuario Caníbal (¿del que nunca nadie ha regresado?): las remotas y, por todas las muestras, vírgenes profundidades del Depósito. De vehículos, no de cadáveres, tuve que recordarme a mí mismo. Por unos instantes luché con la impresión repentina de estar despidiéndola a las puertas de una cárcel o de un campo de concentración, conseguí vencerla y sonreí esforzadamente, para hacer ver a I que todo iba bien.