Georges Brassens - Stances à un cambrioleur



–¿Esto es el puto depósito de coches?– nos saludó, más expeditiva que cortés, el miembro femenino, una jovencita que parecía atormentada por una pena secreta. Asentimos, y mientras él, siguiendo nuestras indicaciones, entraba en el cobertizo, ella decidió hacer su pena un poco menos secreta y, sin duda para bajar presión, comenzó a rociarnos con unos cuantos escapes de su caldera interior. Atraje a I hacia mí, para protegerle en caso necesario y para que su evidente condición de no beligerante nos identificara a primera vista como neutrales y posibles aliados.
–Me llaman ayer al trabajo –soltó su primer chorro la recién llegada– para decirme que se me han llevado el coche, porque van a rodar no sé qué mierda de película, y que lo puedo recoger en... no sé cómo cojones lo llaman, pero por lo menos estaba en un sitio civilizado, joder. Que lo tendrían allí cinco días y luego lo traerían al depósito si no lo recogíamos antes. Vamos allí esta mañana y me dicen que ya no está allí, que se lo han traído a este puto culo del mundo... ¡Y que traiga una grúa, porque a lo mejor ahora no anda! Ayer andaba perfectamente, así que ¿por qué leches no va a andar hoy? ¿Qué le han hecho, los cabrones estos? ¿Quién coño me va a pagar a mí el arreglo? ¿Y el taxi que hemos tenido que coger para venir a este jodido vertedero? ¿Y de dónde cojones saco yo una grúa, y quién la va a pagar?
Reconocí lo justo de su ira y desplegué toda mi simpatía. Tanto por solidaridad elemental como por regular en lo posible el flujo de denuestos, que I, siempre interesado en el lenguaje, escuchaba con gran atención, probablemente tomando nota mental de los hallazgos expresivos más felices. Nuestra nueva amiga pasó de lo que podríamos llamar parte expositiva de su desahogo a la dispositiva, una explicación fervorosa de sus proyectos inmediatos, que incluían explícitamente el homicidio indiscriminado y la destrucción a gran escala de objetos, de modo que, prefiriendo prevenir a curar, la conduje con mano firme y palabras de aliento hacia el interior del chamizo, donde me pareció que sus iniciativas encontrarían un campo de acción más amplio y útil. Allí la dejé con su novio, estrellando sus iras al alimón contra la estolidez imperturbable del tipo del mostrador y salí de nuevo a la relativa paz exterior. I aplastaba la cara contra la alambrada, en busca vana de algún atisbo de su madre.
–No vienen...– me dijo.
La verdad era que ya tardaban en volver. "No se han oído disparos ni gritos de auxilio", me dije para tranquilizarme. "M es muy rápida corriendo, y entre tanto coche no le será dificil darle esquinazo. Si han llegado hasta el Golf, allí hay una llave inglesa..."
Pero al fin oímos llegar al cochecillo a toda velocidad. Se detuvo al otro lado de la verja con un frenazo y, como en los atracos, las dos puertas se abrieron a la vez y M y el sicario, sin señales visibles de violencia en sus personas, se bajaron cada uno por su lado. M nos saludó con la mano y nos hizo señas de que entráramos en la caseta, mientras seguía la rápida marcha del rufián hacia la puerta trasera. Nos reunimos todos en la oficinilla, ellos entrando por detrás y nosotros por delante, y nuestra entrada interrumpió por un momento la batalla del mostrador. M comenzó a ponerme en autos, nunca mejor dicho, de sus andanzas por la Frontera, y algo magnético había en su tono y ademán que hizo que, según empezaba a hablar, el habitáculo todo quedara suspenso, pendiente de sus labios:
–No tiene gota de gasolina. Le he hecho el puente y el motor de arranque funciona, pero la grúa lo ha dejado caer al fondo de un terraplén y no creo que pueda subir aunque consigamos que ande, porque la cuesta es enorme y está encima de un matorral. Lo ha debido de aplastar al caer y se ha quedado medio encajado. He tenido que romper unas cuantas ramas para abrir el maletero, me he hecho cisco las manos. Ese señor del jersey azul –señaló sin mirarlo al Guardia de Inseguridad, que nos miraba hosco– no ha movido un dedo para ayudarme. Ni se ha acercado al coche. Se ha quedado arriba, cruzado de brazos. Cuando le he dicho que si no nos lo sacan de ese agujero en que lo han tirado no nos lo podemos llevar, me ha contestado que traigamos nosotros una grúa, que el coche se queda donde está hasta que nosotros lo movamos.
La jovencita prorrumpió en una especie de ovación triunfal: se confirmaban sus peores sospechas y le traían combustible de refuerzo y una aliada de su sexo, siempre más de fiar que los contemporizadores varones. El del mostrador, contento de poder desentenderse aunque fuera un momento del acoso de la pareja, creyó llegado el momento de intervenir.
–Si quieren ustedes volver con una grúa, nosotros tenemos abierto hasta...
–Lo que es yo –declaró en ese momento el segurata– no pienso volverla a acompañar. Ya he ido una vez y no voy más.
–Alguien se ha llevado del maletero el balón de fútbol de I– siguió contándonos M, mirándole fijo. –El ladrón se ha dejado dentro un montón de cosas suyas, hasta un pico, así que no creo que haya sido él.
–¡El balón de mi cumpleaños!– clamó I.
–Yo te compraré otro, hijo, no te preocupes.– dijo M.– Ahora lo que quiero es irnos de aquí. Cuanto antes.
–Pues vámonos– concluí yo.
–¿Pero no se llevan ustedes el coche?– quiso saber el del mostrador.
–Hoy no. Ya vendremos otro día que tengamos más ganas. Y si se les ocurre a ustedes cobrarnos ni un solo euro por el depósito del coche... –busqué una amenaza verosímil y, como no la encontré, acabé con cierta prisa– los denunciaré por receptación de vehículo robado y saldremos todos en los periódicos.
Y nos fuimos los tres. Fué una salida más o menos digna y tuvimos el consuelo, mientras cruzábamos la puerta exterior en busca de mi coche, de oir a nuestra espalda cómo redoblaban los gritos de la jovencita, cubriéndonos la retirada.
* * * * *
Mi jefa, que se ríe mucho con mis historias y conoce a todo el mundo, nos consiguió un desguace que no solo fue con una grúa una semana después a sacar el Golf del depósito, sino que no nos cobró nada y hasta nos pagó cien euros por lo que de él pudiera aprovechar.
Gracias, pues, al Ayuntamiento de Madrid, un coche que andaba estupendamente y que el primer ladrón había dejado en razonables condiciones de uso y decentemente aparcado en una calle céntrica, a tiro de Metro, pasó a ser un montón de chatarra inerte arrojada a un barranco del extrarradio más inaccesible.
¿No está la Administración Pública precisamente para eso, para llegar donde la iniciativa privada no puede o no quiere?
Como dueña del coche M tuvo que acompañar a la grúa para retirarlo. Cuando entraron a buscarlo, y contra lo que había dicho el segurata sin afeitar (ese día ya había otro, afeitado. Los deben de mandar allí temporadas cortas, como castigo), el Golf ya no estaba al fondo del terraplén, encajado en un arbusto, sino correctamente aparcado en un llano, del que ella solita se lo habría podido llevar sin más que echarle un poco de gasolina. Pero ¿cómo despedir de vacío al de la grúa y volverse atrás del trato con el desguace? Y ¿qué hacer con un tercer coche en un barrio como el nuestro, en el que aparcar a diario dos ya es un serio problema y en el que puedes conseguir tantas tarjetas de residente como conductores haya en el domicilio, pero no más?
M me contó este segundo viaje muy tranquila y objetiva, sin la menor muestra de emoción. Pero la conozco y sé que esta última y definitiva despedida de su Golf, que la esperaba allí tan dispuesto, el pobre, y al que tuvo que abandonar para el desguace, debió de resultarle muy dura.
* * * * *
Cosa de dos meses después a M le han llegado cinco denuncias por estacionar sin distintivo que lo autorice, todas ellas del lugar en que el ladrón dejó el coche y de los días en que aún no nos habían avisado, pero ya el robo llevaba denunciado una semana. (Dos de ellas, por cierto, del mismo día, cosa legalmente imposible.) La Policía Municipal, que tardó cinco días en darse cuenta de que era un coche robado y en avisar a su dueña, fue capaz en cambio desde el mismo principio de advertir y denunciar que estaba mal aparcado. Por esto último el Ayuntamiento cobra sustanciosas multas. Por lo otro, solo nuestros vulgares impuestos, que va a recibir de todos modos, lo haga bien o mal, antes o después.
M ha presentado otros tantos pliegos de descargo contra las denuncias, explicando que el coche estaba robado y su robo denunciado, pero la Concejalía ha hecho caso omiso y, a su debido tiempo, le han llegado las multas. Las hemos recurrido, pero desestimarán los recursos, seguro. Y como no las pagaremos –no se debe jamás cooperar con el verdugo– nos embargarán la cuenta del banco o la devolución del IRPF y nos tendremos que aguantar.
Bien dice Brassens que también entre los ladrones hay clases, y que van quedando pocos como Dios manda...