martes, 23 de noviembre de 2010

La madre y el guitarrista


Salvador Bacarisse - Concertino Op. 72, 2º Mov. (Narciso Yepes, guitarra)

En mis años mozos coincidí más de una Semana Santa con Narciso Yepes,  formando parte ambos del heterogéneo grupo de huéspedes a los que durante esos días daba cobijo y alimento, así material como espiritual, un solitario monasterio de monjas de clausura de un pueblecito abandonado de Guadalajara, en los páramos ásperos y magníficos, poblados de sabinas, del Alto Tajo. (Al contrario de lo que cuentan algunos de mis distinguidos contertulios internéticos, durante mi juventud compaginé la frecuentación de diversos antros con algún período de recoleta vida monástica. Es una mezcla muy recomendable, en mi opinión.) 

 
Yepes era extraordinariamente tímido, y sus actividades piadosas en aquel santo lugar tenían pocos puntos de contacto con las mías, más orientadas a triscar por el monte y llevar a cabo distintas -y no muy eficaces, me temo- tareas de mantenimiento para el Monasterio. No le traté mucho, por tanto (aunque me enorgullece decir que un día, tras ensayar animosamente todo el grupo de huéspedes diversos cánticos litúrgicos a varias voces para alguna de las celebraciones religiosas propias de las fechas, tuvo la amabilidad de declarar públicamente que si no se había perdido por los vericuetos del canto era gracias al firme apoyo que había encontrado en la sólida voz del joven que cantaba detrás de él. Que era yo.)

Aunque con tan poco motivo, consideré que nuestra relación era lo suficientemente íntima como para, al acabar un concierto que el maestro dió en ese mismo Monasterio y al que habíamos asistido  mi madre y yo, ofrecerme a presentárselo. Para mi sorpresa, mi madre se negó en redondo. “No, no. No me presentes a Narciso Yepes. Otro día, si acaso”. Insistí, y como persistía en la negativa, en un tono más bien misterioso, además, quise indagar la causa. Siguió mostrándose sospechosamente reacia a dar explicaciones, pero ante mi curiosidad acabó por confesar.

“Ya me he presentado yo”- me explicó.- “Nos hemos cruzado en la puerta, al salir de la iglesia. No había manera de evitar la conversación y me he puesto nerviosísima. No se me ha ocurrido nada mejor que preguntarle: ¿Es usted el violinista, verdad? Me ha mirado muy serio y me ha contestado: No, señora. Soy el guitarrista. Y entonces me he dado media vuelta y me he marchado. Así que, casi mejor, no me lo presentes, no.”

(Hay que tener en cuenta que no solo mi madre era una melómana que llevaba muchos años sabiendo quién era Narciso Yepes y qué instrumento tocaba, sino que acababa de escuchar íntegras dos horas de concierto de guitarra solista a su cargo…)

martes, 9 de noviembre de 2010

Charlas de café


J. Guridi - Maitasun Atsekabea (Orfeón Donostiarra)

Tengo un par de amigos con los que todas las mañanas, mientras nos tomamos el primer café, dedico quince o veinte minutos a charlar de todo lo que se nos va ocurriendo. Pasamos con gran soltura de asuntos del trabajo a cuestiones de metafísica, sociología o física cuántica, y nos reímos mucho con todas ellas. También, claro está, hablamos de política: de política teórica, esto es, de las particulares ideas de cada uno sobre cómo debería estar organizado el mundo, y de “política” práctica, o sea, del espectáculo diario que nos proporcionan los personajes más o menos públicos que manejan, o creen manejar, parcelitas más o menos grandes de este planeta.


Los dos son personas cultas, preparadas e inteligentes, buenos profesionales y ciudadanos honrados, conscientes de sus derechos y cumplidores de sus obligaciones. Uno de ellos es claramente de izquierdas, ha militado en el PSOE y, aunque está bastante desengañado del partido y del actual gobierno, sigue considerándose socialista. El otro tira más bien al anarquismo, con el inevitable aliento de derechas que sopla siempre en el cogote de los libertarios teóricos (la libertad a ultranza en todos los terrenos no sería consecuente si no incluyera la libertad de mercado. Claro que esta última suele acabar imponiendo sus condiciones y restringiendo seriamente a todas las demás; pero como esto no tiene por qué ser evidente cuando uno se limita a disparatar con los amigos ante un café…)

No obstante estas diferencias, casi siempre estamos de acuerdo. Por distintos caminos, hemos confluido los tres en ese territorio escéptico y tolerante de los que ya no encuentran a quién votar, y aunque probablemente no estemos de acuerdo en lo que desearíamos de nuestro político ideal, lo estamos ampliamente en lo que no nos gusta de los reales. Y hasta cuando no coincidimos la buena educación, el buen humor y el aprecio mutuo reducen las diferencias a algún comentario amablemente jocoso. Básicamente los tres miramos el mundo, parapetados tras nuestros cafés mañaneros, desde el mismo punto de vista.

Ayer, sin embargo, se produjo en esta armonía un pequeño paréntesis del que me temo que fui yo el culpable. Alguien trajo a colación la entrevista con González y sus declaraciones sobre la guerra sucia contra el terrorismo. Y yo hice un comentario, que creí obvio, sobre la desvergüenza del individuo que, no contento con haber organizado y encabezado el terrorismo de Estado, y permitido luego que fueran otros los que cargaran con las pocas responsabilidades que se llegaron a exigir, ahora, cuando cree que ya no puede acarrearle consecuencias desagradables, se permite alardear de ello y hasta dudar retóricamente de si asesinar y torturar desde la impunidad del poder está bien o mal.

Para mi sorpresa, mis dos amigos reaccionaron a mis palabras con la misma incomprensión ligeramente escandalizada. Ambos me dejaron claro que la eliminación de terroristas por medio de mercenarios reclutados y pagados desde las “cloacas” del Estado les parecía no solo normal –“todos los estados lo han hecho y lo siguen haciendo”, me explicaban como si me descubrieran algo, como si  me dieran un argumento– sino muy deseable. El libertario de derechas, que no creo que haya votado nunca a González, le reprochaba solo que lo hubiera hecho mal y no se hubiera decidido a llevar el procedimiento hasta el final. Que hubiera confiado la necesaria tarea a unos chapuzas incompetentes, vaya, y, encima, chorizos. El otro, que, como yo, sí votó al PSOE en los ochenta, se sumaba a estos reproches pero, por lo demás, le parecía mucho más importante hablar de los malvados periodistas que en su día destaparon y airearon el asunto. Esos sí que fueron desvergonzados, vino a decir, dando tanta importancia, “con fines electorales” a algo que todo el mundo sabía y aprobaba en silencio, en vez de mirar decentemente para otro lado, como deben hacer los ciudadanos conscientes ante la "razón de Estado".

La buena educación es un serio handicap para hablar de política a gusto. A estos dos, además, los aprecio un montón, y no era cosa de estropearles aún más el desayuno. Tras un torpe intento de argumentación –“me niego a que mi gobierno, con mi mandato y con mi dinero, se convierta y me convierta a mí en terrorista”… …“descubrí que el partido al que yo había votado estaba torturando y matando igual que la gente para oponerse a la cual le voté”… cosas así de patéticamente serias, por completo fuera de lugar, llegué a decir– me fui replegando en un prudente silencio mientras la conversación, poco a poco, recuperaba sus cauces habituales de apacibilidad bienhumorada. Nos volvimos a trabajar tan cordiales como siempre, hablando mal de algún compañero detestado en común, que es un medio particularmente eficaz de soldar pequeñas grietas.

Son muy buena gente, de verdad. Como tanta, tanta otra de este país, que debe de opinar más o menos lo mismo que ellos. Son mis amigos y seguirán siéndolo. Este es mi país, y seguirá siéndolo. Pero tras el café de ayer me sentí un poco más solo y un poco más descorazonado.