Antonio Soler - Sonata 90 en Fa sostenido mayor (Gilbert Rowland, clave)
las fiestas patrióticas.- Un año, hace ya bastantes, pasé el 14 de Julio en un hotelito familiar de la Costa Brava cuya propietaria y escaso personal, así como la totalidad de los huéspedes, excepto mi madre y yo, eran franceses. Por la tarde, cuando volvíamos de recorrer los pueblecillos del Alto Ampurdán, la dueña vino, muy cortés, a preguntarnos, en el cantarín francés que era el único idioma que hablaba tras no sé cuántos años de vivir en Gerona –ahora que lo pienso, quizás hablara catalán; pero castellano, desde luego, ni una palabra– si "queríamos unirnos a la pequeña celebración" que estaba teniendo lugar en el comedor. Y allá nos fuimos. En el comedor, adornado con banderitas y guirnaldas tricolores, se miraban unos a otros, sonriendo forzadamente y dando traguitos a sus bebidas, los veintitantos miembros de las seis o siete familias francesas que allí pasaban sus vacaciones. Colorados de sol, repeinados, vestidos intempestivamente con sus mejores galas veraniegas y sin saber muy bien qué decirse ni qué hacer, pero dispuestos a no defraudar a su anfitriona en sus iniciativas sociales. Me pareció enternecedor aquel despliegue de trasnochado –para mis ojos iconoclastas y escépticos de joven español de la transición– civismo europeo, aquella voluntad de celebración y festejo ejemplarmente ciudadana y disciplinada. Traté de imaginarme la escena recíproca –españoles celebrando en un hotel de Francia... ¿el 12 de Octubre?– y comprendí que, para bien o para mal, había algo en lo que éramos completamente diferentes.
la economía.- Siempre me ha divertido mucho esa idea tan generalizada, a la que, si no se quiere sentar plaza de ingenuo, es preceptivo adherirse en cuanto la enuncia alguno de los muchos 'enterados' que gustan de proclamarla como si fuera un secreto que ellos acaban de descubrir, de que la economía está detrás de cualquier otra cuestión, decidiéndola y definiéndola, y de que los demás asuntos no pasan de ser las fachadas tras las que se esconde siempre un problema de más o menos dinero. Sentaré plaza de ingenuo: yo no creo que sea verdad. Y bien que lo siento, ya me gustaría a mí que lo fuera. El ser humano –en la mayor parte de los casos hay que añadir aquí por desgracia– es bastante más irracional que lo que esa idea supone, y sus móviles rara vez son tan simples, diáfanos y, en última instancia, respetables como el elemental deseo de hacer un buen negocio.
Respetable he dicho, sí. En comparación con otros, casi me lo parece. Ya sé que lo normal es que lo parezca más –respetable, digo– el 'asesino idealista', que mata por 'fines nobles': la fe, la patria, el honor, la revolución... que el sicario a sueldo, que asesina para ganarse la paga. Pero a mí me pasa más bien lo contrario, me siento más inclinado a entender a quien mata por cosas concretas y que le suponen una ventaja positiva: dinero, poder... que a quien lo hace por odio, por 'amor', por ideas o por ideales. El asesino 'altruista', a quien su actividad no le reporta personalmente el menor beneficio, me parece más execrable aún, moralmente, que el egoísta. Las guerras que se hacen por controlar mercados o por conseguir pozos de petróleo o ventajas geoestratégicas me dan mucho asco, pero las que se hacen para mantener el honor de la patria, la dignidad nacional, la verdadera fe o alguna otra cosa por el estilo me dan todavía más.
defender la cultura nacional.- Qué empeño tan necio. Qué manía tan dañina. Defenderla ¿del ataque de quién? ¿No será mejor limitarnos a disfrutarla, y dejar que se defienda ella sola, si es que llega el caso? Dar por supuesto que es necesaria la defensa de la propia cultura –y, como elemento primordial suyo, del propio idioma–, es decir, dar por supuesto que está siendo atacada, es el primer y decisivo paso en el camino victimista y agraviado del nacionalismo. El primer síntoma visible en que se manifiesta esa grave enfermedad, de las pocas cuyos peores síntomas no padecen los afectados, sino los desgraciados que les rodean.
Detesto los nacionalismos, el vasco y el catalán como el español, el servio o el albanés, pero siento en cambio un interés profundo y afectuoso por todos los idiomas que alguien hable. Lo que, precisamente, me lleva a lamentar muy sinceramente que tantos de ellos hayan caído en manos de nacionalismos que los utilizan como coartada, como arma de agresión y como rehén: que los 'defienden', vaya. Así llaman a convertirlos en víctimas lastimeras y agresivas, en objeto de cuidados indeseables y asfixiantes, en criaturas monstruosas artificialmente cebadas y mantenidas en un mundo irreal de mitologías tribales y agravios identitarios.
El español, el francés, el vasco, el catalán, el gallego... cualquier idioma, todos los idiomas, son para hablarlos, coño, y para escribirlos y leerlos, para usarlos sin complejos, con libertad y con alegría. No para erigirlos en tótem sacrosanto o en ciudadela alzada en armas, ni para emplearlos como liturgia consagradora de identidades colectivas, ni para inventárselos a la medida de la burocracia administrativa, ni para convertirlos en programa de oposición para funcionarios, ni para exhibirlos en los museos, ni para coserlos en las banderas. Menos aún, claro, para imponerlos o para atizarle a nadie con ellos en la cabeza. La cultura, que yo prefiero considerar universal, única y felizmente variopinta, y no como distintas 'culturas' contrapuestas unas a otras, es de la gente que la hace y la usa libremente, no del estado o sucedáneo que la 'defiende'... contra no se sabe qué, pero nunca contra el más grave ataque que puede sufrir, que es esa misma indeseable defensa.
la telebasura.- Entre las necesidades básicas del ser humano, no mucho después que el alimento o el sexo, está la ficción. Salir de la vida real y propia siquiera un rato y escaparse a vidas ajenas y ficticias –o como si lo fueran– de las que se es espectador, omnisciente, irresponsable e invulnerable. Quienes no tienen abuelos que les cuenten cuentos ni hábito de leer, una gran parte de la humanidad, satisfacen esta necesidad con la televisión. Con la que les echen. No dejan de verla porque sea mala, del mismo modo que el hambriento no deja de comer pan porque esté seco y mohoso. Es lo que tienen y de ello tiran. Y se aficionan a ello, como el hambriento se aficionaría al pan mohoso si nunca hubiera comido otra cosa. No eligen la mierda libremente, eligen mierda porque necesitan algo y mierda es lo que se les ofrece. Y el cabrón que les ha atiborrado de mierda y aficionado a ella, luego se escuda en que "es la mierda lo que les gusta" para seguir dándosela. Por eso creo que el discurso de "la culpable es la audiencia, que pide esas cosas" es mentiroso, un mecanismo más de que se sirven los que han hecho su profesión y su lucro de producir una televisión especialmente estúpida, adormecedora, manipuladora y barata. Darlo por bueno sería como si absolviéramos a los narcotraficantes porque se limitan a facilitar la mercancía que les exigen los drogadictos.
la efeméride.- Montar (consentir y alentar, quiero decir: montarlo es algo excesivamente complicado, y se parece demasiado a trabajar) un golpe de estado; que salga una chapuza, tener que pararlo en el último momento (¿quién puede frenar un coche –o un tanque, si a eso vamos– mejor que quien se sienta a sus mandos?) y pasar a la historia como el héroe que lo evitó es una maniobra tan redonda que, si no fuera porque no le creo capaz de pensar tanto, diría que tuvo que ser fruto de una maquinación maquiavélicamente planeada. Pero en realidad creo que fue la chiripa, una vez más, de un chapucero irresponsable, golfo por vocación propia y por tradición familiar, al que todo le ha ido saliendo bien gracias a estar en el lugar en el que a quienes de veras mandan les viene bien que esté, y gracias a la inestimable papanatez de los españoles, a los que nos encanta creer en cuentos bonitos y nos irrita, en cambio, que se pretenda hacernos ver lo que hemos decidido no ver.
la efeméride.- Montar (consentir y alentar, quiero decir: montarlo es algo excesivamente complicado, y se parece demasiado a trabajar) un golpe de estado; que salga una chapuza, tener que pararlo en el último momento (¿quién puede frenar un coche –o un tanque, si a eso vamos– mejor que quien se sienta a sus mandos?) y pasar a la historia como el héroe que lo evitó es una maniobra tan redonda que, si no fuera porque no le creo capaz de pensar tanto, diría que tuvo que ser fruto de una maquinación maquiavélicamente planeada. Pero en realidad creo que fue la chiripa, una vez más, de un chapucero irresponsable, golfo por vocación propia y por tradición familiar, al que todo le ha ido saliendo bien gracias a estar en el lugar en el que a quienes de veras mandan les viene bien que esté, y gracias a la inestimable papanatez de los españoles, a los que nos encanta creer en cuentos bonitos y nos irrita, en cambio, que se pretenda hacernos ver lo que hemos decidido no ver.
Estoy cada vez más convencido de que la corrupción por la que toda la clase política española resolvió ignorar lo que con toda probabilidad pasó de verdad hace hoy treinta y un años, y en cambio se instaló, y nos instaló a todos, en la bonita versión del rey que salva la democracia frente a los golpistas, es la fuente y el origen de todas las corrupciones que han venido después: tú calla sobre lo mío, que yo callaré sobre lo tuyo, ya que todos seguimos callando sobre Lo Suyo.