domingo, 22 de abril de 2012

Libros

Fui de los pequeños de una familia numerosa, un niño urbano, burgués y protegido. No salía solo a la calle, compartía cuarto con mi hermano pequeño y casa con siete personas más. El libro fue mi primera conquista personal, mi primer ámbito propio, mi primer espacio exclusivo, la primera tarea que hice solo y de la que fui protagonista.










Aún recuerdo la emoción infantil de abrir un libro nuevo, que sigue reviviéndoseme ahora mismo con cada libro que compro o que me prestan. El olor de algunos papeles, la vista de algunas portadas, hasta el tacto de algunos lomos me despiertan aún la emoción inaugural y magnífica de los primeros amores. He vivido con libros desde que nací, he crecido con ellos y en ellos. Desde que a los cuatro años rompí a leer, con seguridad no hay en mi vida ninguna actividad a la que haya dedicado tanto tiempo, ni objetos a los que haya dado tanta importancia como a los libros. 

Ahora tengo un lector electrónico, y en él cargados cerca de mil e-books. Es comodísimo para leer en la cama o en sitios raros –pesa menos que los tochos más gordos– y para viajar. Merced, además, a la benemérita actividad de desinteresados individuos, a quienes sus interesados detractores llaman sin razón piratas –un adjetivo que cuadra mucho mejor a quienes trafican y se lucran con bienes de primera necesidad– me es posible conseguir para él de modo gratuito gran cantidad de títulos que sin este benéfico expediente jamás habría comprado ni leído. Es un invento estupendo, y lo uso con frecuencia y entusiasmo, pero nunca podrá desplazar para mí a los libros de papel, por razones emocionales y afectivas, mucho más profundas y poderosas que ninguna consideración racional.

Me gustan los libros como objeto, me gusta tener libros. Muchos libros. En mi casa se han juntado las... llamémosles bibliotecas familiares de mi mujer y mía. Digo "llamémosles" porque no son nada que merezca ese nombre, sino más bien ese conglomerado sedimentario de libros que toda familia de clase media va amontonando en sus estantes a lo largo de los años y que, además de los libros que están allí por derecho propio, que han leído y que guardan porque les interesan, reúne tratados de contabilidad marchitos, estudios petardos sobre la economía del agro manchego en la década de los sesenta, ejemplares desencuadernados de la colección Reno y del Reader's Digest, códigos civiles (edición de 1973) y, en general, cosas de títulos opacos, autores ignotos, portadas estremecedoras y lomos reversibles (no hay manera de que los editores se pongan de acuerdo en si los títulos de los lomos se deben escribir de arriba a abajo o de abajo arriba, con la parte inferior de las letras hacia la izquierda o hacia la derecha) que no se sabe qué son, nadie ha leído y uno no se resuelve nunca ni a leer ni a tirar. Son un problema, porque constituyen un buen veinticinco por ciento del total, complican y encarecen las mudanzas, consumen estantería y acumulan polvo igual que los buenos. Pero tienen su lado bueno, y es que forman un humus indistinto e inexplorado en el que, tras varios lustros de matrimonio, aún seguimos ambos descubriendo cosas que no sabíamos que teníamos y que nos apetece leer. Gracias a ellos recorrer con la vista los lomos de los dos mil y pico libros que hay en casa todavía nos depara alguna buena sorpresa de vez en cuando.

Siempre pienso que un día que tenga tiempo y ganas expurgaré las estanterías, recopilaré repetidos, absurdos, desconocidos poco prometedores y horrores manifiestos, los venderé por lo que me den en la Cuesta de Moyano y tendré, por fin, sitio para comprar muchos más. Esa esperanza estimulante es otra de las emociones que debo a los libros...

jueves, 19 de abril de 2012

¡Qué asco!


Últimamente no hago más que publicar textos ajenos. No es solo vagancia -que también-; es, sobre todo, que cuando caen a mi alcance cosas que me parecen tan exactas y bien enfocadas como las que traigo a este post o a los dos anteriores; cuando tengo la suerte de encontrar procesos mentales tan brillantes y bien expuestos, incluso aunque no esté del todo de acuerdo con ellos -debo decir que con este, descontado el sarcasmo, lo estoy prácticamente al cien por cien- me creo en el deber de darles toda la difusión a mi modesto alcance. O, dicho de otro modo, me entran muchas ganas de que mis trece lectores los disfruten tanto como yo.

Así que aquí les dejo la que me parece inobjetable reflexión de uno de mis amigos y corresponsales internéticos, que llevado de una rara modestia, o quizás de una escarmentada prudencia, prefiere dejar su nombre en una discreta penumbra. En cuanto la recibí le pedí permiso para publicarla, y he tardado en hacerlo lo que él en dármelo.


Ver que el rey se va de juerga, a escondidas, con su querida, a cazar elefantes en un jet privado pagado interesadamente por sus amigotes de correrías mientras el país se enfrenta a los momentos más difíciles, seguramente, desde la guerra civil del 36, es repugnante. Sin embargo es lo propio de los reyes: la monarquía se fundamenta en el privilegio sin razón y en la diferencia hiriente. Con hechos como los que ha protagonizado la semana pasada, Juan Carlos no ha hecho sino confirmar los principios básicos de la institución: Privilegio, Desigualdad y Disfrute de prebendas no ganadas. Hay quien dice que ha perjudicado a la institución monárquica y eso no es cierto: no ha hecho sino dejar bien claro a la vista de todos cuáles son las bases y los fundamentos de tal institución, y poner de manifiesto su respeto a una larga tradición establecida por sus mayores.


Sin embargo el espectáculo de ayer sí que ha sido bochornoso. ¿Cómo puede admitirse que un rey pida perdón a sus súbditos? ¿Cuándo se ha visto una cosa así? Es una perversión total de todo lo que es y representa la institución. Con este vergonzoso e insólito proceder sí que ha causado un daño irreparable a la monarquía. Después de lo de ayer ya nadie le mirará como hasta ayer le había mirado. Ahora es, simplemente, un coleguilla tramposo pillado en falta que quiere recuperar la benevolencia popular para no tener que salir por pies como el abuelo…¡Qué asco!

viernes, 13 de abril de 2012

Secuelas impías de la santa semana

Mi amigo Guillermo de Busto (sospecho que este no es su verdadero nombre; si se fijan, verán que es un anagrama de Tomé de Burguillos, uno de los pseudónimos de Lope de Vega; y lo cierto es que mi amigo tiene algo de lopesco, o por lo menos alguna especie de afinidad con el Siglo de Oro. Pero él dice que se llama así) es uno de los lectores silenciosos de este blog, aunque en los últimos tiempos comenta a veces como anónimo, creo que por pereza de entrar antes en su perfil de Google, que tiene, como todo el mundo.

El otro día recibí un corto mensaje suyo: "Te mando una epístola que no sé si cabe en los comentarios del blog. De todas formas ibas a saber que era mía. Si cabe y la quieres poner, tú mismo, pero que quede claro que yo no quiero escandalizar a nadie." Adjuntaba un enjundioso texto, lleno de interesantes reflexiones que le había suscitado mi post de Semana Santa. Me pareció que mis lectores debían conocerlo y lo publiqué, troceándolo, en cuatro larguísimos comentarios. Pero enseguida me mandó un epílogo casi igual de largo y empezó a parecerme ya demasiado texto para los comentarios. Así que con su permiso he decidido quitarlo de allí y dedicarle un post nuevo para él solito. Aquí lo tienen ustedes, es denso pero creo que merece la pena. (Las negritas son mías, y también le he añadido algún punto y aparte y alguna coma. Mi amigo es tipográficamente sobrio, tiende a lo macizo y, quizás por haberse acostumbrado durante los últimos años a escribir en otro idioma, sus criterios sobre la colocación de comas son aún más restrictivos que los míos.)

Reflexiones irreflexivas sobre el sacrificio y otras zarandajas, por Guillermo de Busto

En realidad el sacrificio, de una u otra forma, está presente en todas las religiones y tiene un sentido originariamente bastante claro, que después se puede complicar mucho, llegando hasta extremos de los que no me atrevo a decir que son perversos pero sí por lo menos cercanos a la perversión, en concreto al masoquismo; no me atrevo a decirlo, por pura corrección social hipócrita y de fachada, pero sí que lo pienso: el sadomasoquismo se basa obviamente en los mismos principios que el sacrificio religioso.

El proceso lógico es el que sigue: se parte del valor vinculante que para los seres humanos tiene el don, como se comprueba y se desume de las prácticas sociales de numerosas comunidades en África, en las que con el don se adquiere un balance positivo a tu favor, una posición de dominio sobre el destinatario del regalo, que te queda, como dicen los portugueses,
“obligado”. Basta pensar en esos vendedores ambulantes que te regalan el elefantito o el Buda de pasta roja made in China: te lo regalan porque creen que así te obligan a hacerles un regalo a ellos, y como no les vas a dar el pañuelo del moco, o un zapato, les darás dinero. Pero también pasa entre nosotros: las madres chantajean a sus hijos con regalos, y los enamorados al objeto de sus deseos. Los regalos siempre son interesados, siempre se ponen en una cuenta imaginaria esperando que constituyan una especie de crédito si en el futuro nos tocase tener que pagar o nos hiciese falta pedir algo, y así se sacarán a relucir luego si hiciere falta. “Con todos los regalos que te he hecho...”. Aceptemos por tanto como premisa que es un universal humano pensar que haciendo un regalo obtenemos un estado de benevolencia hacia nosotros mismos por parte del destinatario, benevolencia canjeable por algo que nosotros querremos obtener de ese destinatario en el futuro, aunque por el momento no sepamos ni siquiera de qué se trata. En esta línea, todas las religiones hacen ofrendas, que son regalos a la divinidad.

El paso sucesivo es también lógico: cuanto mejor sea el regalo, cuanto más costoso o más precioso, mayor será esa benevolencia; pero el valor del regalo lo podemos establecer mejor cuanto mejor conozcamos al destinatario. Si yo sé que a mi primo le encantaría tener una corbata roja con la hoz y el martillo, aunque sólo cueste 5 € pues voy y se la regalo a sabiendas de que le va a gustar, y el valor del regalo está en su placer de poseer ese objeto unido al hecho de que yo demuestre conocerle, saber sus deseos, interesarme por él y querer darle satisfacción: le regalo lo que quiere y sobre todo le demuestro que me preocupo por él. El regalo tiene así siempre esa doble dimensión simbólica, que expresamos al decir “lo que importa es el detalle” y que los italianos manifiestan muy bien llamando a los regalitos de poco valor, los souvenirs que se traen de un viaje, por ejemplo, un
“pensiero”, un pensamiento: la demostración de que uno ha pensado en el destinatario incluso mientras estaba por ahí de viaje divirtiéndose.

Cuando en cambio el destinatario supuesto de nuestra ofrenda, como en el caso de la ofrenda religiosa, es un perfecto desconocido del que no sabemos absolutamente nada más que las características que le hemos atribuido arbitrariamente (por ejemplo que nos da la lluvia cuando es necesario regar o que de vez en cuando lanza rayos), el valor del regalo (como las “virtudes” atribuidas al fantástico destinatario) lo tenemos que calibrar sobre nosotros mismos, nuestros gustos y deseos, que proyectamos especularmente sobre esa entidad. Por tanto le ofrecemos cosas de mucho valor para nosotros, esperando que cuanto mayor sea el valor de la ofrenda mayor será la benevolencia, porque aunque el dios no quiera para nada el don que le ofrecemos o no le guste, en el gesto de ofrecerle algo para nosotros de mucho valor reconoce nuestro gran deseo de satisfacerle mucho, reconoce el valor simbólico de la ofrenda y así nos mira con benevolencia y no nos manda sequías o rayos y truenos en la cabeza. Siguiendo en esta línea, en primer lugar está claro que ofrecer algo de mucho valor a otro es ya un sacrificio, porque yo renuncio a ello para dárselo al otro, y aquí empieza el inevitable sufrimiento que está vinculado a la ofrenda religiosa.

De ahí a pensar que sufrir por el otro es un regalo que se le hace ya no hay mucha distancia; y por otra parte este es un razonamiento que también se encuentra con frecuencia en las relaciones paternofiliales y sobre todo maternofiliales: siempre se ha dicho que las madres quieren más a los hijos que por un motivo u otro les han hecho sufrir más en la gestación y el parto, lo cual no es más que otra demostración de las naturales tendencias masoquistas del ser humano que entiende el dolor ofrecido a otro como regalo y como prueba de amor.

Así las cosas, y aún dejando aparte las prácticas sadomasoquistas en ámbito afectivo-familiar, erótico y sexual, de cuya frecuencia real no sé nada y sobre las que por tanto no puedo decir más que que existen, parece que en el ser humano hay una cierta tendencia al masoquismo, una pulsión instintiva, que se produce siempre en asociación con el amor y por tanto difícilmente podía dejar de manifestarse en el ámbito del amor por la divinidad. Pero incluso cuando el amor no tiene nada que ver con la relación con el dios de turno, el “razonamiento” (pásame el término en el sentido de concatenación de causas que con la razón tienen poco que ver) que lleva de la ofrenda al sacrificio como ofrenda de valor más alto para ganarse la benevolencia de la entidad mirífica y superior
ya sea el jefe de oficina, ya la dama de nuestros sueños, ya un ideal cualquiera, como la patria o la revolución, por las que se ofrenda a menudo la propia vida sigue funcionando en lo esencial, creo. Estas son cosas que han pasado millones de veces en la historia de la humanidad, “normalidad” estadística, vaya.

Una estructura que se forme como organización de las prácticas religiosas de una comunidad, una especie de iglesia o comunidad organizada de los creyentes en una determinada divinidad, es estadísticamente también de lo más frecuente, todas las comunidades humanas han tendido a crear estructuras jerárquicas y mecanismos de administración del poder que en el pasado con frecuencia, basándose solo en la religión (los reyes por la gracia de dios, etc., una “religión” que por otra parte, etimológicamente, es lo que mantiene unida a la comunidad, lo que liga o vincula), se extendían a todos los ambitos sociales de la comunidad y sólo en tiempos modernos han empezado a verse relegados a la esfera exclusiva de la administración de las cosas inmateriales, de las relaciones entre lo sobrenatural y lo natural. En estos casos, como el de la Iglesia Católica, en los que la influencia de la estructura sobre sus miembros se fundamenta solo en la “libre” aceptación por parte del sujeto del poder que se le impone, el sistema tiene que aprovecharse de las fuerzas pulsionales e instintivas que llevan a la gente a someterse voluntariamente. Ningún brujo de ninguna tribu se ha puesto a explicarle a sus fieles adoradores de Mumbo Jumbo que los rayos estaban originados por diferencias de carga eléctrica entre una nube y otra; más bien les convenía decir, y en la mayor parte de los casos la conveniencia era raíz y fuente de sincera convicción, que los rayos eran muestras de la ira de dios y que para aplacarla tenían que ofrecer lo que hiciese falta.

La iglesia católica, por más que haya alcanzado grados algo superiores de refinamiento lógico, no puede permitirse el lujo de atentar contra las pulsiones instintivas más profundas de sus feligreses, porque tendría que explicarles y explicarse una serie de cosas que no es ya que los fieles no se sabe si serían capaces de digerir, sino que es muy dudoso que los especialistas en la materia sean capaces de formular claramente, pobres seres humanos como a fin de cuentas son. Vivimos, como decía, sumidos en una cultura de la que formamos parte que no sólo propone el sufrimiento como valor en el terreno de la espiritualidad religiosa, sino en muchos otros aspectos. La jerarquía eclesiástica delega la cuestión teológica a los ideólogos para que sustenten su poder, no para que lo minen, y por lo demás tanto los jerarcas como sus ideólogos pertenecen todos a esa misma cultura que sublima el dolor y propone la ofrenda, incluso la de la propia felicidad, la masoquista, la de la propia vida, como algo admirable y magnífico. “Dulce et decorum est pro patria mori” no lo han inventado los cristianos, la cosa viene de mucho antes y está muy arraigada en el ADN de la gente.

Lo que sí es verdad que todo esto es una mala tendencia del ser humano, como la crueldad innata u otras que se derivan del egoísmo, la tendencia a imponerse sobre los otros, a dominar. También está muy arraigada la tendencia a emborracharse al salir del trabajo y después pegar a la mujer al volver a casa, y por más arraigada que esté es decididamente reprobable. Decir que algo está arraigado como pulsión instintiva en las circunvoluciones del cerebro de los seres humanos ni lo justifica ni lo autoriza, no pretende decir que no haya que corregirlo y oponerse a ello. En muchos aspectos que atentan más directamente a la integridad o los derechos del prójimo, la educación se pone la tarea de eliminar las malas tendencias instintivas del ser humano. Lo mismo habría que hacer con la tendencia masoquista a sublimar el dolor, y bien se podría esperar que fuese la iglesia, como suprema maestra, la que, del mismo modo que nos enseña a compartir lo que tenemos con el prójimo, a no causarle dolor y a amar a todos, nos enseñase que nuestro primer prójimo somos nosotros mismos y que solo por el bienestar y la felicidad ajena se puede tolerar un cierto grado de negligencia del propio, suponiendo que se pueda procurar la felicidad a alguien sin un mínimo de felicidad propia.

O sea que concuerdo en que el papel de la Iglesia en sacralizar el dolor y el sacrificio no es positivo, todo lo contrario: es culpablemente negativo, pero probablemente se debe más a la cerrilidad y en general a la humana debilidad, intelectual, espiritual y moral de los jerarcas e ideólogos que a otra cosa. En realidad es un tipo de razonamiento, el que propone el sacrificio como palanca para obtener no se sabe qué bienes, tan arraigado en la panza (probable sede del alma) de los seres humanos que por qué vamos a esperar que los curas, los obispos y de ahí para arriba estén libres de este condicionamiento. A mí la teología de la liberación que propones me parece mucho más seductiva, pero al contrario que tú, y por razones distintas a las que hemos expuesto hasta ahora, no tengo ninguna certeza de que exista nada parecido a lo que nos imaginamos instintivamente también, y cada uno a su manera, como Dios. Lo único que encuentro son datos que, si los miro friamente, más bien parecen apuntar en dirección opuesta. Las cinco vías de Santo Tomás, tan celebradas tradicionalmente por la Iglesia, son de una simpleza y pobreza intelectual y racional que hacen comprender a una nueva luz el sobrenombre del buey mudo, que su memoria me perdone, debía ser un santo varón. Pero así y todo respeto el razonamiento estadístico, que es el más serio, de que cuando todos los seres humanos tienden instintivamente a pensar que existe una entidad superior, sobrenatural etc, algo de eso debería de haber. Se podrían muy bien extraer otras conclusiones igualmente lógicas de esta innegablemente curiosa coincidencia, pero también se puede extraer esta, que por tanto no excluyo. Pero si se piensa friamente en cómo funcionan las cosas en el mundo desde que lo es, traza de ese ser supremo se encuentra poca.

Hasta aquí la primera entrega. Le contesté que no veía nada de provocador en su texto, y que yo mismo estoy bastante convencido de que muchas, si no todas, de las teorías y de las prácticas penitenciales católicas son claramente perversas e inequívocamente sadomasoquistas. Y que no solo no creo que debamos abstenernos de decirlo así sino que me parece que proclamarlo es bastante conveniente. Puede haber a quien le abra los ojos y le descubra un nuevo, y en mi opinión más saludable, punto de vista; y hasta los que sigan siendo partidarios de tales prácticas y teorías tendrán al menos ocasión de defenderse de la acusación, y de explicarnos por qué creen que ponerse un cilicio es algo bueno, qué beneficio creen que obtienen Dios y el penitente de ello y qué diferencia hay entre azotarse por amor de Dios o hacerlo por el de una estricta gobernanta BDSM, cuestiones todas ellas francamente intrigantes, al menos para mí.

En cuanto al último párrafo, en que mi amigo de Busto hace una comedida y razonable profesión de no fe, tampoco me pareció inquietante. Yo llevo unos cuantos años ya proclamándome cristiano desde cuanto ámbito internético me cae a tiro, principalmente este blog, sin que la cosa parezca afectar significativamente a las creencias de quienes me leen, ni para bueno ni para malo (llame cada cual bueno y malo a las opciones que mejor le acomoden). Que por una vez sea la probable no existencia de Dios lo que se predique desde aquí, y en un tono tan mesurado, además, no creo, por tanto, que vaya a tener tampoco muchas consecuencias para la fe o falta de ella de nadie.

Un rato después de mi respuesta llegó esta segunda entrega:

Los cristianos que están dispuestos a aceptar que si le ofrecen su dolor, –como si fuese una novia que a cambio del anillo de pedida que ha costado un riñón accede a acostarse con ellos– Dios les dará a cambio lo que piden, encuentran natural que Dios mismo tenga que ofrecerse sacrificios a sí mismo para obtener de sí mismo algo que se pide a sí mismo, que en realidad es, con todos los debidos perdones por la herejía que debo de estar diciendo, a lo que se reduce la teoría de la redención de los pecados por la muerte de Cristo en la cruz: Dios, cabreado con los hombres porque han hecho más caso del diablo que de él, les condena a todos a nacer con un pecado original que les lleva de patas al infierno. Después de unos cuantos miles de años, y viendo que el infierno se llena y que mientras tanto la mayor parte de la gente sigue haciendo más caso del demonio que de Él, decide tomar cartas en el asunto: "No, si estoy viendo yo que estos ni me piden perdón ni nada, voy a tener que mandar al chico a que me ofrezca su vida por ellos para poderles perdonar..." (Dios también es leísta.) Dicho y hecho. Lógica implacable.

Por otra parte qué duda cabe de que, para sobrellevar las adversidades, la teoría segun la cual son una prueba que Dios nos manda para ver si somos buenos y resignados, después de lo cual nos dará un premio, contribuye por una parte a valorizar el dolor y el sufrimiento como moneda de cambio, y a la vez crea una esperanza que ayuda a soportar ese mismo sufrimiento.

Hay que tener en cuenta que la teología cristiana, o sea toda la teorización y la teorética sobre el pecado, la redención y todas las demás vainas, desde la existencia del alma, el cielo, el purgatorio, el infierno, es todo, como las sagradas escrituras mismas, obra de aluvión, que se va acumulando escrita por manos distintas y generada por distintas cabezas a lo largo de un mogollón de siglos. No tiene por tanto ninguna organicidad ni lógica interna, es profundamente incoherente y probablemente contradictoria. Desde hace ya muchos siglos quien estudia a fondo toda esa materia y quizá contribuye a ella con una pequeña aportación no es más que un pequeño fanático que la lee con la reverencia impuesta por la fe, con espíritu acrítico y deseo de embeberse de sabiduría y de verdad; un pobre hombre que viene de una educación infantil en la que los diversos disparates de la doctrina se le han transmitido como verdad revelada e indiscutible a golpe de efectos litúrgicos especiales, y en ese caldo de cultivo ha desarrollado su inteligencia y sus afectos. Yo creo que cualquiera que estudie el Antiguo Testamento de pe a pa, la doctrina cristiana, buena parte de la obra de los padres de la Iglesia, el catecismo, la historia de la Iglesia misma y todo lo demás y no salga con las manos en la cabeza, o es completamente tonto o ha apagado el interruptor del juicio, voluntaria o involuntariamente, al menos mientras dura esa operación. Si no fuese porque el Evangelio presenta una teoría que, haciendo abstracción de los detalles, ofrece una serie de puntos de ética perfectamente aceptables, la solidaridad entre los hombres de buena voluntad, la aceptación de los que no lo son, un sistema de buenos principios, en suma, no habría por dónde coger todo ello, como no hay por dónde coger la doctrina musulmana en su mayor parte (a pesar de haber sido establecida con un poco más de coherencia y sistematicidad) y menos todavía la hebraica.

La mayor parte de los cristianos aceptan la doctrina con la misma naturalidad con la que los musulmanes aceptan que las mujeres lleven velo, o todos aceptamos que ir a votar para elegir a unos paniaguados que nos cobran cantidades ingentes por hacer su propia conveniencia es la máxima expresión de la democracia. La gente acepta mecánicamente como natural todo lo que está acostumbrada a ver desde siempre, desde su nacimiento, y no tiende a poner en discusión la mayor parte de las ideas recibidas, menos aún si las ha recibido con humo de incienso y aura de sacralidad. Entre otras cosas, probablemente porque tiene otras cosas que hacer y porque poner las cosas en discusión no es fácil. Y los padres de la iglesia, los párrocos, los obispos, los teólogos, los confesores, los papas y los cardenales no son más que gente, pobre gente, como cada hijo de vecino, como los costaleros y los hermanos mayores de las cofradías, las señoras de mantilla y los guardias de tráfico...

Todo esto probablemente nace del simple hecho de que los hombres (y me imagino que aún más los otros animales) somos incapaces de concebir intelectualmente nuestra no existencia, y es obvio que así sea porque no podemos concebir una situación que implica que no podemos concebir; por definición no podemos pensar en la no existencia, porque toda nuestra experiencia, necesariamente se reduce a nuestra existencia y a lo que de ella se deriva. Tampoco podemos concebir nuestra no existencia antes de nacer, pero esa nos da igual porque no plantea ningún problema, es pasado. La muerte como venidera cesación absoluta de la existencia, como desaparición total del yo, es inconcebible para ese mismo yo, así que desde que los hombres han empezado a concebir cosas han tenido que tratar de imaginar una existencia después de la muerte, una pervivencia del yo aunque sea desprovisto de una parte sustancial o más bien de la parte sustancial.

Bueno, a mí también me ha gustado mucho, por eso lo publico. Aunque, claro, solo en algunos puntos estoy de acuerdo con él. A Guillermo, por ejemplo, le resulta muy fácil dar estas explicaciones tan razonables porque, como él mismo cuenta, su propia fe en Dios no va mucho más allá de una amable –y muy poco convencida ni convincente– aquiescencia estadística. En otras palabras, el masoquismo de los cristianos no es su problema, se le ofrece solo como un interesante espectáculo sobre el que desplegar su tolerante análisis.

Pero a mí no me pasa lo mismo, (por cierto, es quizás el momento de dejar claro que, como mi corresponsal R del anterior post, mi amigo de Busto existe, y sus cartas son verdaderamente creación suya, y no un desdoblamiento mío, un truco para desahogar mi otro yo incrédulo y más iconoclasta aún que el habitual), yo sí soy cristiano, pertenezco al cada vez más reducido grupo de los que no salieron con las manos en la cabeza tras estudiar con cierto detenimiento la cuestión. (Nos las llevamos a la cabeza, sí, pero no nos salimos, probablemente porque no éramos tan listos como creíamos –en mi caso no sería posible– o por algún otro motivo de índole personal y tirando a mística sobre el que me permitirán que deje para mejor ocasión el explayarme. Y allí –aquí– se quedaron –nos quedamos– con las manos casi permanentemente en la cabeza, pero dentro del chiringuito.) Por lo que la complacencia de los cristianos con el sufrimiento no es para nosotros solo un interesante fenómeno que analizar, sino un permanente motivo de cabreo. No tanto por el particular masoquismo de algún perturbado adicto a las disciplinas o al cilicio, que allá ellos, como por la teoría generalizada que denunciaba en mi anterior post: la de que Jesús se hizo hombre para morir por nosotros. –Por cierto, me ha parecido magistral la certera caricatura que de esta cuestión hace mi amigo: ""No, si estoy viendo yo que estos ni me piden perdón ni nada, voy a tener que mandar al chico..." Porque esta teoría está, supuestamente, en la base de nuestra fe, y la profesamos, o, de acuerdo con la ortodoxia imperante, la deberíamos profesar, todos, también el canónigo orondo que en la vida ha soñado en hacer otra penitencia que la de renunciar a la segunda taza de chocolate, y el jovial y moderno padre de familia que berrea con sus hijos en la iglesia, cada domingo, que Jesús es un colega muy, muy guay.


En fin, espero que las comunicaciones de mi amigo les hayan resultado tan entretenidas y provechosas, al menos, como a mí. Gracias a él y Feliz Pascua a todos.

domingo, 1 de abril de 2012

Santa Semana



Tenebrae factae sunt - Tomás Luis de Vitoria . Coro Accento

Mi amigo R y yo nos vemos con frecuencia, a pesar de lo cual mantenemos una entretenida correspondencia por Internet. Hay cosas que se dicen con más claridad y comodidad por escrito. Todo tiene su momento, y las cañas en persona propician otro género de conversaciones, no menos interesantes pero sí algo menos sesudas.

Hace dos o tres años, a raiz de mandarme él algunas reflexiones que le había suscitado la Semana Santa, cruzamos un par de mensajes que el otro día releí y que he decidido transcribir aquí, con la idea de que quizás resulten interesantes para algún lector, ahora que se acercan días de ocio, procesiones y tiempo para pensar.

(Conviene explicar que R pertenece a una familia católica, se educó, como yo, en un colegio de curas y cree en Dios).

Me escribió R:
Aunque no lo creas esta pasada semana santa me ha servido para pensar en temas trascendentes.

Estuvimos en XXXXX y fuimos a ver una procesión, espectáculo que me atrae bastante poco como manifestación cultural tradicional y que casi me repugna si se le quiere atribuir implicaciones religiosas, pero que a mi mujer le encanta.

Como manifestación cultural tienen las procesiones detalles realmente desagradables, como el insistente repiqueteo del tambor, las trompetas desafinadas o la injustificable mezcolanza de señoras con peineta, concejales con su cordoncillo y guardias civiles junto a canónigos, pero el principal detalle desagradable es el de los capirotes. Es curioso que a cualquier ciudadano normal le repele, cuando lo vé en el cine, el KuKlusClan o como se llame, y le parecen seres malignos y repulsivos, pero cuando ven esa misma estética por las calles de nuestras ciudades les parece maravilloso. ¿Qué razón puede tener una persona decente para participar en un acto público ocultando su identidad?

Sé lo que enseguida me va a contestar cualquiera: están haciendo penitencia de forma anónima. Aquí ya entramos en el aspecto religioso del asunto.

Primera objeción. Si la penitencia es anónima, ¿para qué demonios la hacen en plena vía pública? Que lo hagan en su casa, coño.

Segunda objeción, y este es el meollo principal de la cosa: ¿Qué es eso de hacer penitencia?

Parece ser que está profundamente arraigado en el espíritu cristiano que a Dios le agrada que la gente lo pase mal. Puede haber un primer grado en este punto de vista sobre el valor del dolor, y es el que se da en el caso de la aceptación resignada del mal inevitable y no querido ni buscado. Estoy dispuesto a admitir que esa aceptación del dolor sobrevenido pone de manifiesto cualidades humanas positivas. Pero lo preocupante empieza cuando se busca, se estimula y se provoca el dolor para sufrirlo “por amor a Dios”.

Pero ¿qué clase de aberración enfermiza y masoquista es esa? ¿Qué concepto de Dios puede tener quien se somete a flagelaciones, cilicios, cruces a cuestas, cadenas en los pies o ayunos pensando que a Dios le gusta verle sufrir? ¿Es que no hay nadie a quien se le ocurra comerse un tocinillo de cielo o echar un buen polvo “por amor a Dios”, convencido de que a Dios le gustará verle disfrutar?

La explicación clásica es que son tradiciones de la gente sencilla, con la fe del carbonero, que han ido integrándose en el acervo cultural y con las que la Iglesia transige….

Así pensaba yo por las calles de XXXX, a las doce de la noche del Viernes Santo. Y me dije: Pero que burro eres, muchacho, te estás dejando llevar por los clásicos prejuicios que siempre se han esgrimido para desprestigiar a la Iglesia : Concilio de Trento, Inquisición, las Cruzadas, la evangelización de América a cristazo limpio…. Vamos a ver, hay que hacer un análisis más serio y documentado.

Dicho y hecho. Pasado el impacto anímico de los capirotes en la madrugada, de los desfallecientes costaleros arrastrándose fuera del paso para respirar una bocanadas angustiosas de aire mientras los que les han relevado escuchan el terrible grito “¡Al cielo con ella…!” y comienzan otra agotadora etapa, he tratado de realizar un análisis mas frío y objetivo. He acudido al “Catecismo de la Iglesia Católica”, publicación moderna y alejada de los antiguos inquisidores, para tratar de descifrar el valor del mal, del dolor, del sacrificio y de la expiación en la actual doctrina de la iglesia.

Y me he dado cuenta, con horror y sin tener que profundizar mucho, de que lo que intuía es cierto. El pecado, el dolor, la penitencia expiatoria ante un Dios vengativo es la razón de ser básica, fundamental, del cristianismo. Razón buscada, querida y fomentada por los padres de la iglesia, los santos, los teólogos y los Príncipes de la Iglesia encabezados por el Papa. El dolor es bueno, el sufrimiento le gusta a Dios, lo exige para perdonar al hombre, que es malo. Hasta tal punto esto es así que el símbolo del cristianismo, desde hace dos milenios, es un patíbulo, que exhibimos como estandarte en nuestras escuelas, nuestros hospitales, nuestros tribunales y nuestras sepulturas. ¿Qué mayor exaltación del dolor?
A lo cual yo le respondí:

No sé si decirte que no has mandado tus reflexiones a la persona indicada, o todo lo contrario, que se las has mandado al más adecuado. Depende de para qué las mandes. Si lo haces con el propósito de  encontrar resistencia o contradicción para polemizar un rato, lo siento, pero hace años que mis propias reflexiones van por ese mismísimo camino, y prácticamente podría firmar todo lo que dices. Pero aunque me parecería muy bien que me las mandaras para eso, tengo la impresión de que no es así, que lo que quieres es compartirlas con alguien a quien no solo no van a molestar, sino al que te aseguro que le interesan muy profunda y vitalmente.

Como te digo, llevo años dándole vueltas a estos temas. Por algún motivo tengo un temperamento profundamente religioso y una gran necesidad de plantearme la vida en términos trascendentes, que se me ha acentuado, si cabe, con eso de tener un hijo al que pretendo educar al tiempo racional y religiosamente. Y las dos únicas formas de llegar a los cincuenta años creyendo en Dios son o bien renunciar acríticamente al menor pensamiento propio sobre el asunto y adherirse a todo lo que diga el obispo, o bien renunciar con igual radicalidad a toda la ortodoxia oficial que no haya pasado el filtro del propio análisis y de la propia experiencia, y mandar caritativamente a los obispos en bloque, incluido el de Roma, a tomar por do mejor apetezcan. Como probablemente sospechas, hace muchos años que me incliné por esta segunda, y en ello sigo, no sé si con mucho éxito. Pero me voy manteniendo.

Creo que esa imagen de un Dios sádico y feroz, que exige sufrimiento y al que solo la muerte sangrienta y cruel de su hijo hecho hombre puede llegar a satisfacer; imagen que la propia Iglesia lleva predicando y convirtiendo en el centro de la fe cristiana al menos los últimos mil años y hasta ahora mismo, en el último y más "moderno" de sus catecismos, es uno de los argumentos más demoledores contra la fe, o al menos contra la fe cristiana. Quizás sea racionalmente posible creer en la existencia de Dios, no lo sé; yo creo que sí y, de hecho, creo en Dios y trato de no renunciar a la racionalidad. Pero desde luego para mí no es ni posible, ni deseable, ni siquiera meramente explicable creer en la existencia de ese Dios, explicado en esos términos. Cualquier ateismo me parece humana y éticamente más saludable, y también más próximo al Evangelio y al Dios en que creo, que la fe en ese dios monstruoso y bárbaro del sufrimiento, la muerte, la expiación y el dolor.

Tengo muchos reproches que hacerle a la Iglesia Católica, desde dentro y desde fuera, por su comportamiento histórico y por el actual, desde el punto de vista político, desde el ético y desde el estético. Pocas cosas me despiertan tanto disgusto, desde todos esos puntos de vista y  desde otros que ahora mismo no se me vienen a las mientes, como el espectáculo de las masas cristianas entregadas a sus fervores, o el de sus pastores fomentándoselos (y no me refiero sólo a los más llamativamente desaforados de esos fervores, como las procesiones de que hablas, que me resultan tan ajenas y hostiles como a tí, sino a casi todos los que no sean minoritarios, intelectuales y comedidos).

Pero todos mis numerosos y virulentos motivos de disconformidad con el cristianismo oficial y mayoritario palidecen y se convierten en trivialidades sin importancia al lado de este, el fundamental y para mí más inexplicable: que siga formulando y predicando que Jesús
"se hizo hombre para morir por nuestros pecados".

Se nos cuenta así desde pequeñitos sin apenas explicación (y casi mejor, porque las pocas explicaciones que a mí me han dado ponen los pelos de punta), y a partir de ese momento no se vuelve a entrar en el tema y se da por base sabida sobre la que se edifica todo el resto de la "doctrina". Y la idea general que queda es, efectivamente, que Dios, como "precio" o compensación de lo malos que somos, deseaba, necesitaba y exigía que alguien las pasara canutas, y es tan "bueno" que consintió que ese alguien fuera su Hijo, hecho hombre a ese único efecto. Felizmente no volvemos a darle muchas vueltas al tema, pero no me extraña nada que si alguien se las da, llegue a la conclusión de que mejor se borra. Es, creo, imposible y nocivo creer en un Dios así.

Semejante idea a mí me parece una aberración no solo indefendible y espantosa desde la más simple decencia humana; no solo hace que Dios se me aparezca como evidentemente peor, desde el punto de vista moral, que el último rufián de taberna que pega a sus hijos cuando se emborracha, y no solo reduce el papel de Jesús al de una triste marioneta masoquista, sino que además y sobre todo la creo perfectamente incompatible con todo lo que a partir de ahí se nos predica de Dios Padre y de Jesús. No veo manera de conciliarla con el Padre amoroso, con el mensaje de salvación y de liberación, con todo lo que los propios Evangelios nos cuentan de Jesús y del Padre del que Jesús hablaba.

Y pienso, además, que se trata de una construcción teórica sobrevenida, de claro corte medieval –traslada a la relación entre Dios y los hombres el tipo de estipulaciones jurídicas que existían entre el señor feudal y sus siervos– que quizás fué útil para explicar la vida y muerte de Jesús a los hombres del siglo XI, pero es, desde luego, no ya inútil, sino gravemente nociva para darle a los del siglo XXI una idea mínimamente coherente con lo que cuentan los Evangelios de cómo es Dios y qué quiere de ellos.

No creo, por tanto, que la Iglesia tenga otra tarea más importante, si realmente ha de sobrevivir y seguir presentándose, aunque solo sea ante sí misma, como portadora de un mensaje de salvación y como semilla de un Reino de Dios, que reformular de arriba a abajo y volver a contar en otros términos radicalmente diferentes este que lleva siglos siendo el meollo de su mensaje.

Ni siquiera creo que sea posible conservar una fe adulta y verdadera si uno mismo, al margen de lo que haga la Iglesia, no se replantea seria y profundamente esta cuestión. O se encuentra otro esquema, otra explicación y otros términos para contar la historia, fundamental en el cristianismo, de la vida y la muerte de Jesús, –y, de paso, del pecado original y de la libertad del hombre– o, efectivamente, lo único decente y posible me parece declararse no ya agnóstico, sino radicalmente ateo.

Personalmente yo creo que Jesús no se hizo hombre para sufrir y morir por nosotros, sino para vivir con nosotros, para enseñarnos cómo quiere Dios que vivamos, para animarnos a perseverar en ese modo de vivir a pesar de las consecuencias y para que sepamos que la aparente catástrofe que suele coronar las vidas que seriamente siguen ese ejemplo es eso, solo aparente. Que las consecuencias frecuentemente desastrosas de mantenernos fieles a lo que creemos que debemos hacer no expresan el "juicio" de Dios sobre nuestra vida, ni son el final inapelable de esfuerzos inútiles, porque Dios tiene una última palabra que decir sobre todo ello. O sea, que la victoria, aunque parezca lo contrario, no la obtienen el mal y el sufrimiento, porque Jesús, al perseverar en su forma de vivir a sabiendas de que le conduciría a la muerte (y no por deseo de Dios, ni porque fuera su misión salvífica, ni por ninguna de todas esas mandangas clericales e inaceptables: sino porque era la forma de la que creía que tenía que vivir y, tal como somos y como hemos organizado el mundo, suele pasar que los que viven de esa forma y se comportan como él, acaben como él); y al ser luego resucitado por su Padre, ha vencido a la muerte. Lo cual es un modo de decir que nos ha liberado de nuestro propio sometimiento al mal, al pecado, al miedo y a la muerte, al demostrarnos que no son barreras insalvables ni condicionantes insuperables, y que Dios está por encima de ellas.

Ese es para mí el significado de la muerte de Jesús, inseparable de su vida anterior y de su resurrección posterior, y eso es lo que para mí significa la palabra "redención". Si es que vamos a seguir usando esa palabra con tanta solera, hay que depurarla definitiva y expresamente de cualquier connotación con "precio", "expiación", o similar. O redimir quiere decir liberar, o tendríamos que dejar de hablar de redención.

En cualquier caso, y aunque el Catecismo oficial de la Iglesia siga planteándolo en esos términos y contándolo de esa manera que a tí te horroriza, y a mí también; y aunque los propios Evangelios, al menos en sus traducciones consagradas y más usuales, contengan frases y expresiones que, en principio, no parece que puedan interpretarse más que en ese sentido, un creyente no debe perder nunca de vista que tanto Dios como Jesús son anteriores y más grandes que todas las construcciones religiosas hechas sobre ellos por ninguna Iglesia, y que, felizmente, no caben ni se agotan en ninguna formulación humana, por consagrada que esté por siglos y por autoridades.

Al contrario, las más sólidas de estas construcciones –las religiones más elaboradas y establecidas, la católica señaladamente entre ellas– son las que más peligro tienen de enmascarar a Dios, suplantarlo y convertirse en un obstáculo para llegar a Él. Son puertas y, como todas las puertas, pueden estar abiertas o cerradas, ser una vía de acceso o una barrera. Aferrarse a ellas –darles un valor absoluto– es cerrarlas, convertirlas en barrera e impedir que cumplan su única función legítima, la de dar paso a lo que hay más allá de ellas.

Para prevenir en lo posible las acusaciones de heterodoxia, si no de herejía o de estarme inventando mi propia religión a mi medida, que muy probablemente me caigan desde dentro y desde fuera de la Iglesia si alguien llega a leer este post, me gustaría, para terminar, hacer notar algo que rara vez se dice, pero que creo muy cierto y muy importante, y que está relacionado con el último párrafo de mi carta:

El mismo Jesús, que era un judío profundamente creyente, fue muy consciente del papel ambivalente de las estructuras religiosas, de su capacidad para ocultarnos a Dios tanto como para comunicarnos con Él. Por eso se enfrentó al estamento sacerdotal de su propia religión, el judaísmo, (a la que sin embargo nunca renunció), y denunció apasionadamente sus construcciones teóricas y sus prácticas, acusándolo de haberse convertido en un obstáculo entre Dios y sus fieles. "¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, pero tragáis el camello!" (Mt 23, 24)  "¡Ay de vosotros también, maestros de la Ley, que abrumáis a la gente con cargas insoportables, mientras vosotros no las tocáis ni con un dedo!" (Lc 11, 46) "No está hecho el hombre para el Sábado, sino el Sábado para el hombre." (Mc 2, 28). Y muchos otros pasajes de los Evangelios de este mismo tono, que ahora no recuerdo. Fue esta denuncia, precisamente, uno de los principales motivos de que lo mataran. Creo que hacer algo modestamente parecido con las estructuras, aparatos y construcciones de mi propia religión es cosa, por tanto, perfectamente cristiana.

¡Feliz Semana Santa a todos!