domingo, 9 de diciembre de 2012

Sueños célticos y otras pesadillas


Dolores Keane - Teddy O'Neill

Hace ya un tiempo que me leí, en mi flamante e-book y en edición convenientemente internética y gratuita, pero legible, la que entonces era última novela de Vargas Llosa, El sueño del celta. (Creo que desde entonces se ha publicado otro libro suyo, aunque creo también que no se trata de una novela. No estoy seguro de ninguna de las dos cosas; al contrario que la Mazagatos, que le sigue pero no le lee, yo le leo de vez en cuando pero no le sigo apenas.) No me regañen, hay que leer de todo y a Vargas Llosa le tengo querencia desde que en mi adolescencia quedé deslumbrado por la lectura de “La Casa Verde” y, sobre todo, de “Conversación en La Catedral”. Sus posteriores andanzas neoliberales y su simultáneo declive literario, Nobel incluido, no han conseguido desengañarme, o no del todo.

(No me gasté ni un duro en el libro, pero no considero que le haya robado nada a nadie: en ningún caso habría pagado nada por él. Si no lo hubiera conseguido gratis, en Internet, en la biblioteca o prestado de algún amigo, no lo habría leído, y me habría quedado tan ancho. Lo de comprármelo no ha entrado nunca en mis previsiones. Si hay quien insiste en hablar de robo o de piratería a propósito de esta lectura mía, y en creer que con ella le he quitado algo a alguien, me gustaría que me explicara qué le he quitado a quién, y quién ha perdido qué que tuviera antes de mi lectura y no tenga después.)

La lectura me sirvió, aparte de para tenerme entretenido un par de tardes, para comprobar que V. G. V. L. no ha vuelto a escribir, ni es presumible que lo haga en el futuro, nada ni remotamente parecido a sus primeras magníficas novelas; que sigue sabiendo contar una historia, aunque claramente ha renunciado a hacerlo de ningún modo propio ni novedoso, y que el mundo editorial es injusto y comodón –y los compradores de libros, conservadores y previsibles–: a un Nobel consagrado, de pelo adecuadamente blanco y apariencia y modales suficientemente senatoriales, se le publican, y se venden abundantemente, cosas que en un novel pasarían ampliamente desapercibidas, si es que llegaran a publicarse.

Roger Casement
Pero la verdad es que la novela me interesó, sobre todo, por el personaje a cuya vida se refiere, que existió en la realidad (también en esto parece habérsele agotado la inspiración a D. Mario, que lleva ya bastantes años limitándose a novelar sucesos y personajes históricos). Desde que la acabé me quedaron rondando por la cabeza unas cuantas consideraciones surgidas a propósito de la historia de Roger Casement, del que no sabía nada hasta leerla, y tenía ganas de darles forma de post para compartirlas con ustedes.

No hace falta decir que mi interés se debía, principalmente, a que la figura de este ejemplar caso de nacionalismo masoquista me vino a reafirmar en ideas propias y previas sobre algunas cuestiones que me interesan. Es frecuente que, busquemos donde busquemos, acabemos encontrando lo que ya llevábamos al empezar a buscar. De donde puede deducirse, aunque me gustaría más no tener que hacerlo, que los años, y la inevitable cristalización de la personalidad que traen consigo, no solo estancan a los buenos escritores, sino también a los buenos lectores, suponiendo que alguna vez haya sido yo uno de ellos. Ay...

En fin, apechuguemos con las propias limitaciones. El caso es que Roger Casement, –nos cuenta V.G V. L..– era un jovencito irlandés, de familia protestante y probritánica, e idealistamente repleto de nociones hermosas sobre la benemérita tarea colonizadora que corresponde al Hombre Blanco en las tierras salvajes y paganas del África negra, dejadas de la mano de Dios. Pertrechado de las cuales ilusiones y de los correspondientes buenos propósitos colonialistas partió hacia el Congo Belga allá por los ochenta del XIX, dispuesto a emular las hazañas de Livingstone y Stanley, y a captar para la verdadera fe, y para el buen capitalismo que es su medio natural y su no menos natural producto, las almas, y de paso los cuerpos, de cuantos paganos irredentos le cayeran a mano.

Pero en el Congo se topó con la dura realidad, que, digámoslo en su honor, no le gustó nada. Descubrió que lo que los blancos hacían con los negros en aquella inmensa finca particular del buen rey de los belgas, Leopoldo II, no era tanto civilizarlos como exterminarlos, explotándolos hasta la muerte en la recolección del caucho –que se vendía estupendamente en el mundo cristiano– y amenizando el proceso con la tortura, mutilación y asesinato masivos de los que por un motivo u otro iban resultándoles excedentes o simplemente pasaban por allí en mal momento, y parecía haber muchos malos momentos. Prácticamente todos, en realidad. Se calcula que, en treinta años de posesión personal de Leopoldo sobre el llamado Estado Libre del Congo, la población nativa, inicialmente de unos treinta millones de personas, se redujo en al menos ocho. Es una estimación prudente, hay quien dice que la bajada fue de quince millones. No hay modo de saberlo con exactitud, porque los belgas no llevaban especialmente bien esa parte de las cuentas.


(Un detalle etnológico interesante: la simpática práctica, que aún sigue abundantemente en  uso en el Congo, de cortar o aplastar las manos, los pies o los genitales a los enemigos y a los civiles que no se muestran suficientemente amigos, no es, como yo pensaba, un residuo de costumbres "salvajes", ni una invención espontánea de las que la barbarie y el sadismo improvisan en el caos de una guerra civil: es una medida de orden público –el equivalente, podríamos decir, de una multa administrativa– implantada en tiempos del Estado Libre por la Force Publique, tropa nativa mandada por oficiales belgas, para estimular el ardor recolector de los "trabajadores" congoleños. Herencia directa, pues, de la labor civilizadora europea.)

Portada del CD "Ota Benga", de la May Day Orchestra, una
de cuyas piezas se titula The Execution of Sir Roger Casement.
Con todas estas cosas el sensible y bienintencionado Casement lo pasó realmente mal. Su salud física era frágil y se resintió de las duras condiciones africanas, pero fue sobre todo su salud anímica la que estuvo a punto de no superar la prueba. (Personalmente creo que no la superó, aunque la consecuencia no fue el colapso emocional que él temió durante mucho tiempo sino, como luego diré, otra aún más grave y dañina: su conversión al nacionalismo militante). Casement viajó por el Congo durante años, documentó amplia y rigurosamente el genocidio, conoció a Conrad –y, según manifestó éste, lo 'desvirgó', con lo que quería decir solo, no piensen mal, que le abrió los ojos con respecto al colonialismo europeo en África y le puso en condiciones de escribir "El corazón de las tinieblas"– y, como colofón, redactó con todo ello un detallado informe que, publicado en Europa con el patrocinio del gobierno británico, provocó un inmenso escándalo y contribuyó decisivamente a que en 1909 terminara la propiedad personal de Leopoldo sobre el Estado Libre y el Congo pasara a ser una colonia belga en régimen, digamos, 'normal'. No es que las cosas mejoraran mucho con ello –nunca han mejorado en exceso, desde entonces– pero al rey belga le molestó, sin duda, y el prestigio de Casement creció. El gobierno inglés lo condecoró y él ingresó en el servicio diplomático británico.

Pero sus puntos de vista sobre el colonialismo ya no eran los mismos, claro. A fin de cuentas, empezó a pensar, colonialismo era también, aunque menos brutal que el de los belgas sobre el Congo, lo que el Imperio Británico al que representaba ejercía en gran parte del mundo, incluida su Irlanda natal, sobre la que también sus pensamientos empezaron a tomar nuevos caminos.
 
Indios caucheros encadenados. Foto W. Handenburg, 1912
Caminos que se completaron en la Amazonia peruana –V. G. V. L. prefiere pronunciar "Amazonía", con acento en la "i"– donde, ya cónsul británico y autoridad reconocida sobre las atrocidades de las empresas caucheras, fue comisionado por su gobierno para averiguar lo que hubiera de cierto en las denuncias que empezaban a oirse contra la Peruvian Amazon Company. Fundada por Julio César Arana, comerciante peruano, esta empresa tenía importantes accionistas ingleses, explotaba con gran beneficio el abundante caucho del Putumayo y constituía, en la práctica, el único gobierno de una región a la que no llegaban ni los sueldos de los escasos funcionarios peruanos, que por tanto dependían de la Compañía para su subsistencia. Los jefes de sus estaciones caucheras capturaban indios, los esclavizaban y los explotaban en un régimen de terror en el que las torturas y los asesinatos eran rutina cotidiana. En un nuevo y penoso descenso a los infiernos Casement documentó todas estas atrocidades cometidas por una empresa de capital británico en el "Paraíso del Diablo".

Y en un proceso paralelo y simultáneo a esta investigación, llegó a la conclusión de que la dominación inglesa sobre Irlanda, nación a la que paso a paso había terminado por considerar su única patria, era distinta en la forma, pero igualmente injusta en el fondo que las que sufrían los congoleños y los indios peruanos. Abandonó entonces el servicio diplomático inglés y se dispuso a colaborar en cuerpo y alma con la causa de los nacionalistas irlandeses. A partir de ese momento, por tanto, se enfrentó al país que hasta entonces había considerado el suyo, al que había servido durante años y que le había colmado de honores y, en nombre de su nueva fidelidad, rompió con todo lo que hasta ese momento había sido fundamental en su vida.

Con el estallido de la I Guerra Mundial vió en Alemania la mejor esperanza para la independencia irlandesa e inició negociaciones con el gobierno del Kaiser para obtener su ayuda a la causa nacionalista. Naturalmente esta colaboración con el enemigo de su antigua patria le convirtió, a los ojos de los ingleses y a los de muchos de sus propios amigos y admiradores, en un traidor, y acabó sufriendo la suerte que en tiempo de guerra se reserva a los traidores, tras ser encarcelado por su participación en el alzamiento de Pascua y después también de haber protagonizado un lamentable intento de reclutar irlandeses de entre los prisioneros de guerra británicos en manos de los alemanes, para unirlos a los Voluntarios Irlandeses que combatían al Reino Unido, es decir, para volverlos contra sus antiguos compañeros de armas. (La enorme mayoría de los 'candidatos' de esta leva, irlandeses alistados voluntariamente en el ejército británico, interpretaron la propuesta como un intento de corromperlos e incitarlos a faltar a su juramento, y se dieron por gravemente ofendidos al recibirla. Consiguió enrolar apenas a cincuenta.)

Tumba de Casement en Glasnevin, con 
su epitafio escrito en un idioma que se
esforzó en vano  en convertir en el suyo.
Esta es, precisamente, la parte de la historia que me interesa a mí. La que refleja el triste modo –en mi opinión, claro está– en el que un tipo supuestamente lúcido, inteligente, sensible y bienintencionado al que hasta ese momento habíamos visto enfrentarse valiente y eficazmente contra las atrocidades de que era testigo, empieza a incurrir él mismo en lo que no puedo considerar de otro modo que como aberraciones injustificables.

Quiero dejar claro que estas conclusiones mías no tienen nada que ver ni con las de la hagiografía habitual de la figura de Casement ni con las que, presumiblemente, pretendía Vargas Llosa que se sacaran de su libro: se deben entera y únicamente a mis manías personales, y se basan exclusivamente en la información sobre el personaje que, con muy otras intenciones, suministra la novela, que es toda la que he manejado. Estoy dispuesto a revisarlas y modificarlas, si alguien me da motivos suficientes para hacerlo.

Mientras nadie lo haga, aberración injustificable me parece, sin duda, la de comparar en serio, como Casement hizo, la situación de los irlandeses bajo dominio inglés con la de los nativos del Congo o del Putumayo, y pretender que existe algún punto de vista desde el que sean equiparables las actuaciones de la administración británica en Irlanda con las de los belgas en el Congo y la Casa Arana en el Perú. Para relacionar mentalmente, siquiera de lejos, la situación de los indios y de los africanos exterminados por los métodos más feroces con la de los irlandeses privados de algunos de sus derechos civiles hay que tener, a mi juicio, una visión de la realidad seriamente distorsionada.

Como creo que hay que padecer una óptica verdaderamente deformada y deformante para, enfrentado a la situación terrible de unos seres humanos concretos que son explotados y torturados, que sufren y mueren, concluir que lo verdaderamente doloroso de la situación es la destrucción del alma de las naciones a que pertenecen estos seres humanos. Alguien que ve azotar espaldas, amputar manos y quemar y atormentar cuerpos, y a quien lo que le parece fundamentalmente grave de todo ello es lo que supone de agresión a unas naciones –y, según cuenta V.G. V. L., ese fue justamente el hilo conductor de la deriva que sufrió Casement– es, en mi opinión, alguien patológicamente separado de la realidad.

No me parece un síntoma menos grave la ética perversa que llevó a Casement a considerar adecuado y meritorio abandonar el servicio del país que llevaba años considerándolo un conciudadano, pagándole el sueldo, apoyándolo en sus investigaciones y cubriéndolo de honores, el Reino Unido, y volverse contra él y contra todos sus amigos británicos, con la excusa de agravios que no había sufrido personalmente, ni él ni su familia, y de los que, alejado como estaba de Irlanda, ni siquiera había sido testigo. Parece evidente que fue el patriotismo el causante de lo que juzgo una deslealtad flagrante, indisculpable desde la más elemental decencia personal, pero es una evidencia que no me parece que pueda llevar a otra cosa que a considerar con serias prevenciones la misma idea de 'patria'. Que el nacionalismo sirva para justificar semejante conducta es, en mi opinión, solo un buen motivo más para abominar de él. No me gusta la retórica altisonante de los victorianos y por eso no diré, como tantos de sus contemporáneos, que Casement fue un traidor; pero entiendo perfectamente a los que lo dijeron, y me resulta mucho más fácil simpatizar con su punto de vista que con el de quienes defienden la conducta de Casement en nombre de su patriotismo sobrevenido.

Y, por último, el patético espectáculo que nos presenta Vargas Llosa y que tiene todos los visos de ser histórico, de un adulto formado en la cultura y la lengua inglesas y en la religión protestante esforzándose, con grandes dificultades, en aprender gaélico y en convertirse al catolicismo, es decir: en impregnarse artificialmente de una cultura que en realidad le es totalmente ajena y que pretende hacer propia por puro esfuerzo de la voluntad, me parece un cumplido ejemplo de alienación ideológica que solo puedo atribuir a un grave trastorno emocional y mental.

Naturalmente, creo que el agente causante de este serio deterioro que a mi juicio experimentó Casement, y que provocó lo que considero perversas deformaciones en su visión del mundo, en sus nociones éticas básicas y en su conducta es, ya se imaginan, el nacionalismo, esa ideología alienante y patógena como pocas, dañina y destructiva como ninguna, a la que probablemente sucumbió por haberse debilitado sus defensas intelectuales y anímicas  como consecuencia del estrés emocional que sufrió en el Congo y en el Perú. Indulgente como tiendo a ser con el delincuente, aunque sea implacable con el delito, creo que Casement no fue un traidor o, sí lo fue, no fue del todo culpable al serlo. Como a tantos otros, lo considero ante todo una víctima. No del imperialismo británico, desde luego, ya que en mi opinión el Reino Unido le trató siempre con mucha más justicia que Casement a él, sino de esa terrible enfermedad mental colectiva que ha hecho tantos estragos los últimos doscientos años, el nacionalismo, del que el nacionalismo irlandés es, desde muchos puntos de vista, un paradigma francamente ilustrativo. Creo que la pesadilla que vivió Casement durante los años pasados en Africa y en Perú fue la que le abocó a esta otra pesadilla, el nacionalismo militante, que acabó por destruirle la vida.

 (Ya ven ustedes cómo da lo mismo lo que lea, porque acabo siempre sacando de todas mis lecturas la misma conclusión. Esto debe de ser también alguna clase de dolencia. Y es evidente que se debe, también, al nacionalismo...)

domingo, 2 de diciembre de 2012

Al curioso lector


Amancio Prada - Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Cuando empecé este blog, va a hacer ya siete años, era bastante normal que pasaran dos y tres meses, y más, sin que publicara nada en él. Como no lo leía prácticamente nadie, a nadie le extrañaban mis silencios y nadie echaba de menos mis escritos. No era la situación ideal para un bloguero, desde luego, pero no dejaba de tener sus ventajas –como todo en la vida, si uno se toma la molestia de buscarlas–.

Andando el tiempo un reducido pero muy selecto número de merodeadores internéticos fue adquiriendo la costumbre de pasar de vez en cuando por aquí, leer, si algo nuevo había para leer, y algunos, incluso, comentar lo que buenamente les apetecía. Paralelamente yo aumenté algo mi ritmo de publicación. No es que nunca llegara a ser lo que se dice profuso, no me acerqué nunca ni de lejos al vertiginoso ritmo de actualización de algunos blogs modélicos que podría citar, pero me situé en un ritmo para mí razonable. A veces pasaba un par de meses sin actualizar y a veces me daba por escribir sendos posts dos semanas seguidas, con lo que la cosa vino a quedarse en los últimos tiempos más o menos en un post al mes. No estaba mal, para lo que yo suelo ser.

Así que cuando ha pasado un mes, y dos, y tres... y me temo que ya cinco desde el ultimo post, sin que haya publicado nada nuevo, algunos de mis amables lectores han empezado a levantar la cabeza, olfatear el aire y preguntarse qué está pasando aquí. Una cosa es ser vago y publicar de Pascuas a Ramos, parecen pensar, y otra cosa es esto. Tanto tiempo sin que este hombre asome la cabeza por su blog ni por los ajenos tiene que deberse a algo.

Pues efectivamente, mis queridos amigos, a algo se ha debido. Enseguida se lo explico.

Antes que nada quiero agradecer las muestras de interés por mis andanzas, o falta de ellas, y de preocupación por mi prolongado silencio que he recibido los últimos tres meses y pico. Lansky, Miroslav, Grillo, Atman, Julián, Paloma.. y todos los que, diciéndolo o no, me habéis echado de menos: muchas gracias. Es una verdadera satisfacción contar con lectores y amigos como vosotros, y solo por ello merecería la pena tener un blog.

El último comentario de Julián en el anterior post da bastante en el clavo: parte de la culpa de mi desaparición la ha tenido el verano, desde luego, y la ocasión que felizmente nos da una vez al año de pasar un mes y pico en un lugar donde no hay Internet, ni falta que hace. Pero la causa fundamental de que durante tanto tiempo haya estado alejado de los blogs, del propio y de los ajenos, y sin mucha gana ni ocasión anímica de dedicarme a la placentera flânerie internética, ha sido un serio problema laboral, que no ha andado muy distante del mobbing a que se refiere Bluff. No entraré en detalles, ni aún ahora que, ya felizmente solucionado, empiezo  a concederme a mí mismo permiso para hablar del asunto, pero les haré por lo menos un bosquejo de la cuestión..

Soy funcionario, como muchos de ustedes saben, y durante este verano, desde unos días después de mi anterior post hasta mediados de Noviembre, he visto mi puesto de trabajo en el alero, sin culpa alguna por mi parte y sin que mediara siquiera ese famoso expediente disciplinario que, en teoría, es el único modo de separar a los funcionarios de su trabajo. Nada de eso, no he hecho nada malo ni nadie lo ha considerado así: simplemente ocurre que suprimir mi puesto de trabajo les ha parecido a unos cuantos polítiquillos de vía estrecha un buen sistema de recortar gastos y de practicar el deporte de moda, la caza del funcionario; y con ello, de hacer carrera en su partido y de ganarse los votos de otros cuantos electores desinformados y prejuiciosos. Así que yo me he visto en la calle a seis meses de plazo, sin que nadie asumiera la obligación legal de procurarme un nuevo puesto de trabajo, como exige la ley que se haga cuando se amortiza un puesto con bicho dentro, y me he tenido que buscar la vida por mi cuenta, hasta dar, por pura casualidad y tras no poco esfuerzos y zozobras, con el nuevo puesto que ahora mismo ocupo. Hemos pasado, mi mujer y yo, un verano amargo y lleno de incertidumbre y angustia, y hace solo unos pocos días que hemos empezado a levantar cabeza y a respirar tranquilos.

En resumen, me han proporcionado motivos contundentes y directos para abominar de los políticos profesionales con más energía y conocimiento de causa que lo hacía antes; y para que la próxima vez que oiga a alguien descalificar a los funcionarios diciendo eso tan inteligente de que "como tenemos seguro un puesto de trabajo para toda la vida..." –como si eso fuera algo malo, en primer lugar, o constituyera un motivo para avergonzarse; y, en segundo lugar, como si eso fuera verdad...– tenga aún más razones para pensar que quien lo dice no sabe de qué habla y haría bien en informarse –en el mejor de los casos– o directamente que es un cretino –en el peor y, me temo,  más frecuente–. Y razones ya no solo teóricas, sino dolorosamente prácticas y personales. 

Dicho lo cual solo me queda añadir unas cuantas consideraciones sobre los blogs en general y sobre el mío en particular que ya me habrán leído en otras ocasiones, pero que nunca está de más recordar, especialmente en épocas de sequía y crisis como la actual, en la que hacen particularmente al caso:

Incluso si en sus últimas visitas han visto ustedes siempre el mismo post, incluso si parece que ya no se actualiza nunca ni se va a actualizar más, este blog funciona. Sí, sí, funciona. Todo el rato, también cuando parece que no. Cumple todas las funciones que un blog debe cumplir: está accesible, recibe comentarios de sus visitantes si estos quieren hacerlos, y hasta produce puntuales (??) respuestas de su dueño, al que le llega inmediata comunicación de cuantos comentarios se producen. Lo visitan a diario entre treinta y cuarenta lectores, mejicanos ignotos que quieren saber qué ingredientes tiene la ensalada toscana de VIPS, ecuatorianos despistados que buscan "cantos de júbilo", catalanes ociosos interesados en conocer la letra de "Les violes grignolent"... 

Todos ellos desaparecen no bien comprueban que no han dado tampoco esa vez con lo que buscan, pero hay también lectores fieles y desconocidos que bucean durante largos minutos en posts antiguos, y esos me confortan el corazón cuando compruebo en mi contador la huella de su paso. 

Y, sobre todo, contra lo que algunos blogueros y algunos lectores de blogs tienden a pensar, este blog cumple su función de tal simplemente estando, y ofreciéndome todo el rato la posibilidad de escribir en él lo que de repente sienta la necesidad de compartir con el mundo en general y con mis lectores habituales en particular. Incluso aunque esto sucediera solo dos veces al año. O una. La mayor o menor frecuencia no cambia nada importante en la naturaleza esencial y misión del blog: hay ritmos vitales más lentos y otros más rápidos, autores más prolificos y menos, metabolismos más y menos activos. 

San Pablo, nos cuentan, permaneció trece años tras su camino de Damasco en un aparentemente inactivo pero muy fecundo anonimato, antes de arremangarse y ponerse a organizar un chiringuito que dura hasta hoy en gran medida gracias a su impulso; los trece años de silencio fueron tan útiles a sus fines, o más, que los de actividad, viajes y predicación que les siguieron. Que el campo parezca muerto durante el invierno no le impide florecer meses después, al contrario, la aparente inactividad invernal es condición necesaria de la fecundidad posterior. Y a un elefante no se le puede pedir el mismo ritmo de actividad que a una ardilla. Entre dos latidos consecutivos del corazón del elefante transcurre un tiempo mucho más largo que entre dos del de la ardilla, sí, pero eso no nos autoriza a creer que la ardilla esté más viva que el elefante, ni que entre latido y latido el corazón del elefante haya dejado de funcionar.

En cualquier caso, como ya he dicho en alguna ocasión, este blog es por completo ajeno a nada que tenga que ver con plazos, cupos u objetivos. Se actualiza cuando buenamente le sale de dentro, a él, ni siquiera a su autor, que soy yo. Le encanta tener lectores y comentarios, pero se ha mantenido largas temporadas sin unos ni otros, y ha sobrevivido. Ni reclama el derecho a ser leído ni, en contrapartida, reconoce en nadie el derecho a leerlo. Ni admite exigencias ni exige nada.

Es un blog muy suyo, ya les digo. E insisto en lo de suyo porque, como García Calvo a la chica de la canción, yo, su titular pero no su dueño, lo quiero libre, ni de Dios, ni de nadie, ni mío siquiera. Y espera de sus lectores que lo quieran, también, precisamente así

De modo que estén ustedes atentos, porque nadie, ni yo, sabe el día ni la hora; pero por mucho que parezca lo contrario, no les quepa duda de que llegará, ni de que Júbilo Matinal alumbrará un nuevo post, como no ha dejado de hacerlo desde el lejano y feliz día de su inauguración. 

 (Y si desean ustedes saber más sobre mi particular punto de vista sobre cómo y para qué usar este blog, lean, si aún no lo han hecho, el post que dediqué al asunto con ocasión de su 4'05 aniversario.)


jueves, 28 de junio de 2012

Orgullo gay

A mí nunca se me ha ocurrido mirar a un homosexual con sonrisilla pícara, ni tratarle como si creyera que en realidad es hetero y le gustan las tías, pero disimula porque le avergüenza reconocerlo. Jamás he tratado de convencer a ninguno para que haga un intento con el otro sexo, que seguro que si lo prueba, repite. No deja de sorprenderme, por tanto, que haya homosexuales –y alguno que otro hay– que en su trato con los varones heterosexuales no pierdan ocasión de dar a entender que si no somos como ellos es porque no nos atrevemos o porque no lo hemos probado, y que solo nos falta un poco de decisión, un pequeño empujoncito –que ellos mismos pueden darnos, si hace falta– para unirnos a su feliz tribu. El proselitismo de los homosexuales me molesta tanto, la verdad, como el de los vegetarianos, los católicos, los comunistas o los aficionados a las centrifugadoras humanas de los parques de atracciones; como cualquier otro proselitismo, vaya –sin contar con que me parece el menos fundado y el más absurdo de todos, porque mientras que es posible cambiar los hábitos alimentarios, la religión y la ideología política, y hasta vencer la aversión por las acrobacias mecánicas, no lo es, en cambio, cambiar las inclinaciones eróticas–. Creo que cada cual debe cultivar los gustos, practicar las actividades y profesar las creencias que le parezcan bien, y dejar que los demás cultiven, practiquen y profesen en paz las que se lo parezcan a ellos.

Estimo, por otra parte, que la vida sexual de cada uno es privada y debe seguir siéndolo siempre. Me molesta y me parece de pésima educación no ya que se alardee, sino que se hable siquiera de con quién y cómo se va cada uno a la cama –o a donde más le pete– o se deja de ir, sea con su cónyuge, con los de sus amigos, con Sara Carbonero, con Iker Casillas o con Monseñor Escrivá de Balaguer. (A este respecto me resultan tan inoportunos y de tan mal gusto los donjuanes y las mujeres de bandera que exhiben y pormenorizan sus conquistas como los jovencitos cristianos de los 'clubs de castidad' que patrimonializan y proclaman sus abstinencias). Mis actividades venéreas no deben interesarle a nadie más que a mi pareja, creo, y desde luego a mí no me interesan las de nadie salvo las suyas –y, de las suyas, estrictamente las que me incluyan–. No es que no tenga interés en conocer las de los demás, es que tengo especial interés en no conocerlas. Todos tenemos una vida sexual, igual que todos tenemos un culo, y creo que ni uno ni otra deben ser exhibidos más que en la más estricta intimidad, y siempre con buenos motivos. (Pero si forzosamente tuviera que airear una de las dos cosas, creo que me sentiría más cómodo enseñando el culo que dando noticias de mi vida sexual).

Item más, tiendo a ser sobrio y discreto en mi comportamiento y vestimenta, y los gritos, las afectaciones, las excentricidades, los disfraces, las extravagancias indumentarias y las estridencias en general, tanto las propias como las ajenas, me desagradan y me incomodan. Trato de no sobresaltar a nadie con mi conducta y mis modales, ni siquiera visualmente con mi atuendo y mi aspecto general, y no creo que la vida en sociedad sea tolerable con quienes no se comportan así. Hay gente, sin embargo, que no parece feliz si en un lugar público no consigue, solo con el volumen y la entonación de su voz, concitar la atención general; y otros, o con frecuencia los mismos, que se aseguran de obtenerla ya antes de abrir la boca simplemente con su manera de vestir. La conducta y apariencia públicas de algunas personas me parecen, directamente, una agresión al entorno que sobrepasa lo estético para incidir directamente en lo ético.

Creo una estupidez el reduccionismo de quienes se definen a sí mismos en relación con un aspecto parcial de su personalidad total: los escritores, por ejemplo, que van de escritores todo el rato y a los que no parece interesar de sí mismos más que su actividad de escribir, ni muestran nunca otra faceta que la de escritor, y parecen ser escritores las veinticuatro horas del día, en toda circunstancia y a todos los efectos. Los ingenieros, los abogados o los médicos que solo saben hablar de ingeniería, leyes u hospitales y que te están recordando su profesión con cada gesto y cada palabra. Y, desde luego, también los homosexuales, y hay unos cuantos, que consideran su homosexualidad como el eje vertebrador de su existencia, y leen literatura homosexual, y ven películas homosexuales, y solo van a locales de ambiente, y militan en movimientos de liberación gay, y no dejan ni un minuto de recordarte que son homosexuales y que todo lo que hacen lo hacen por ser homosexuales y de una manera especial que tienen los homosexuales para hacer... lo que sea, cualquier cosa que hagan. Dan ganas de decirles que aunque dejasen un ratito solo de recordarnos su condición (ese es el problema, que para ellos no se trata de una inclinación, ni de una preferencia, sino de una condición) no iban a traicionar sus principios, ni a perder su identidad ni a decaer en sus derechos y, en cambio, todos podríamos descansar un poco. Empezando por ellos, que deben de acabar agotados.

De la palabra "desfile", por último, nunca había conseguido establecer cuál de los dos significados más usuales me resultaba más ajeno y poco apetecible, si el desfile militar o el desfile de moda, hasta que los desfiles de homosexuales disfrazados de sus fantasías sobre sí mismos, que, centrados a la vez en la militancia y en el aspecto, parecen reunir lo que de más ajeno y poco apetecible encuentro en cada una de las otras dos modalidades, vinieron a resolverme la duda por la vía del eclecticismo, siempre tan útil y enriquecedor.

Las celebraciones del Orgullo Gay son, creo, un buen compendio de todas estas cosas a que acabo de referirme: proselitismo, exhibicionismo, agresividad indumentaria, reduccionismo, desfiles... Manifestadas, además, en forma de festejos populares callejeros –detesto cordialmente todas las formas conocidas de festejo popular callejero– y provocando aglomeraciones ruidosas de gente –me horrorizan las multitudes y asesinaría con gusto a los que hacen ruidos innecesarios, y a veces hasta a los que los hacen necesarios–.

De modo que lo han adivinado, sí: no me agrada especialmente la bendita celebración esta. Disfrútela, con mi resignada bendición, todo aquel a quien no suceda lo mismo.

martes, 19 de junio de 2012

Cosas que pienso -a veces- sobre (4)

Este magnífico dibujo es de Matías Tolsà y está cogido de aquí


amar a la Humanidad.- Decir que se ama a la Humanidad es de una soberbia insultante. Si alguien dice amarme así, solo porque soy parte de la Humanidad a la que ama genéricamente, le hincho un ojo. (Y consideraré mi acto, dirigido específica y personalmente a él, mucho más respetuoso y verdaderamente amoroso que su presunto y cochambrosamente diluído amor.)  


  
contemplación.- Soy un contemplativo, es decir, un sensual. Me gusta, sencillamente, sentirme vivir. Es cierto que vivir a ratos duele, pero a ratos es sencillamente, indescriptiblemente maravilloso. (Tiene que ver con la profundidad de la vida, que es lo que más apreciamos en ella los contemplativos, de igual modo que su anchura es lo que más aprecian los activos).  




más vale prevenir.- Siempre he pensado que el seguro a todo riesgo de los coches es para los pobres. Los ricos, si tienen un accidente, pagan, porque pueden; y, si no ¿para qué se van a gastar un duro? Somos los pobres los que no tenemos más remedio que pagar los poquitos del seguro, a nuestro alcance, porque no podríamos permitirnos pagar el mucho del posible accidente. El seguro es eso: conjurar un posible mal calamitoso sometiéndose, a cambio, a pequeños males, seguros pero llevaderos. Y eso es siempre la prevención, irse operando de a poquitos, todos los días, para no tener que entrar nunca en el quirófano. Una triste transacción, para mi gusto. Así que yo no prefiero prevenir a curar. No vale más, vale menos. Por eso podemos pagarlo, y, prudentemente –pero que la prudencia sea conveniente no significa que debamos enorgullecernos de ella– lo pagamos.

(Tuve una novia que no quería salir de casa con la lavadora puesta, por si acaso funcionaba mal y al volver se encontraba una inundación. Yo le argüía que era mejor salir cincuenta veces y encontrarse la inundación a la vuelta de una de ellas que no encontrársela nunca, ni salir tampoco nunca. A este argumento mío jamás supo darle una respuesta satisfactoria, pero eso no hacía que le cabrease menos, sino más. Acabamos rompiendo, claro.)



ocurrencias.- La categoría de "ocurrente" no es, sin duda, la más alta de las posibles, pero está muy bien. El ochenta por ciento de lo que por el mundo se escribe y se publica está a muchos niveles por debajo de lo ocurrente, y si todo lo que yo leo o escucho al cabo del día fuera, al menos, ocurrente, yo sería mucho más feliz. En último término un humus de "ocurrencias" nutrido y extenso me parece el medio con más probabilidades de que en él broten, de vez en cuando, las ideas profundas, el talento y hasta el genio. Yo me daría con un canto en los dientes si la media de lo que escribo alcanzara el nivel de "ocurrente".  



filosofía contemporánea.- Los filósofos, para explicar el mundo, o darle sentido, o como queramos llamar a lo que quiera que hagan los filósofos, necesitan antes conocerlo. Conocer el mundo, saber cómo es y cómo funciona, fue relativamente sencillo hasta hace unos cuantos años. Era un saber que se suponía común a las personas medianamente cultas. Con su bachillerato más o menos asimilado ya podía cualquier filósofo ponerse a crear su particular explicación de por qué las cosas eran como todos creían saber que eran. Pero a partir de Einstein, y no digamos de lo que vino después, cómo está hecho y cómo funciona el mundo es cada vez más un saber especializado, al alcance de muy pocos; y, al tiempo, fundamental para cualquier explicación o sentido que se le quiera dar. O eres físico o es mejor que no aventures muchas teorías sobre metafísica, porque con gran probabilidad serán disparates o inanidades. (Sí lo haces en francés quizás se note menos, sí, o al menos así lo cree un cierto número de filósofos franceses que, como mucho, aprobaron las matemáticas de Sexto; pero igual se acaba notando). Por eso es por lo que los filósofos se dedican ahora a comentar la actualidad: porque las cosmogonías a que antes se dedicaban ya solo están al alcance de los especialistas en física de partículas. 



nacioncitas.- No puedo evitarlo: cada uno de los patéticos intentos de nuestras nacioncitas por procurarse alguno de los atributos del Estado –los catalanes abriendo embajadas, los vascos organizando su Selección Nacional de Levantadores de Piedrolos, los canarios fabricándose su mini DNI– me hacen pensar en niños pequeños jugando a ser mayores, pero imitando los peores clichés de la mediocridad paterna. "Vamos a jugar a que éramos papá y mamá y teníamos una bronca..." 

(Un viejo secretario de Ayuntamiento me contaba que en los primeros sesenta, estando él en un Ayuntamiento gallego de esos que tienen cien aldeas desperdigadas, hicieron un programa para construir en cada una un lavadero público. En una de las aldeas no quedaba más que una sola vecina, y el Ayuntamiento le ofreció, en vez de construirle el lavadero a que tenía derecho, comprarle una lavadora de las que se empezaban a fabricar. La vecina se opuso: ella era una parroquia como las demás, y tenía derecho a su lavadero, con su pileta y su tenderete. Así que en vez de agua corriente en su casa y lavadora automática, obtuvo su anticuado e incómodo lavadero, que le daba estatus de parroquia. Los nacionalistas, aferrándose al anticuado e incómodo aparato estatal, que les da estatus de "país", me recuerdan a esa obtusa aldeana. Cuando lo lógico parece simplificar la maquinaria estatal o hasta sustituir el Estado por cualquier otro mecanismo más barato y eficaz, ellos insisten en tener el suyo propio, para no ser menos que nadie.

La estupidez se manifiesta de muchas formas distintas, pero el nacionalismo es una de las formas más extendidas y dañinas en que lo hace.)



el medio y la virtud.- Dada una cuestión polémica cualquiera entiendo que se esté a favor o en contra. Lo que jamás entenderé es que se esté a la vez a favor y en contra. Las medias tintas, los sí pero nos y las pretendidas soluciones de compromiso que tratan de satisfacer a todo el mundo jamás me incluyen a mí en ese "todo el mundo". Siempre me descubro emocional e intelectualmente más cercano a quien me lleva la contraria abiertamente que a quien pretende darme "un poco" la razón afirmando a la vez una cosa y la opuesta. 



respetar todas las ideas.- Absalón de Cirene, filósofo de cabecera del sátrapa Tiburcio, que profesaba la teoría de que el Cosmos no era sino una idea en la mente del propio Tiburcio, era un tipo muy simpático, sobre todo para Tiburcio; pero sus ideas eran escasamente respetables, como tuvo que acabar reconociendo el propio Tiburcio, cuando los arqueólidos invadieron Cirene, pasaron por las armas a todos sus habitantes y se comportaron, en líneas generales, como Tiburcio jamás hubiera esperado de una construcción mental suya. 



gusto por el viaje.- ¿Quién no cree que le gusta viajar? Insisto en el cree: hay mucha gente a la que no le gusta, pero casi ninguno lo confiesa, ni a sí mismos. Lo más que dicen es que "se cansan" y, al final, que "están deseando volver". Síntoma inequívoco de que no, que no les gusta viajar. Para disimular y poder creer que sí, que es lo socialmente celebrado, hacen turismo y se apuntan, por ejemplo, a viajes organizados, que son exactamente lo opuesto de viajar, aunque ellos no lo sepan, y en los que se trasladan rodeados de una burbuja de sí mismos que excluye la menor posibilidad de viaje real. Pero el gusto por el viaje es como el sentido del humor, nadie está dispuesto a confesar que no lo tiene. 



multitudes.- Siempre he pensado que la inteligencia de un grupo es, como mucho, la del menos inteligente de sus miembros. Y que, sin embargo, la destructividad de un grupo es, como mínimo, la del más destructivo de quienes lo forman. ¿Hay algún motivo para pensar que el agrupamiento potencia las peores cualidades de los agrupados y amortigua las mejores? ¿O es más exacto decir que a mí me parecen buenas las cualidades que se amortiguan con el agrupamiento, y malas las que se potencian con él? Ni idea. Odio las muchedumbres, es todo lo que sé. Pero no sé si por culpa mía o suya. 



opinión pública.- Yo creo que no hay nada a lo que se pueda llamar así. Y no porque el público no tenga opinión, sino porque, en la mía, no tiene nada. Como cualquier otro colectivo, como el pueblo, como la nación, el público se construye por agregación pasiva y no es nunca sujeto activo de nada, solo objeto. Es, de hecho, una mera construcción mental, una metáfora. Cualquier afirmación que use un colectivo como sujeto es, lo creo firmemente, el principio de un peligroso error. 



discriminaciones positivas. Las cuotas, los porcentajes mínimos, las paridades obligatorias, me parecen una de las cosas más insultantes que se le pueden hacer a un grupo humano cualquiera (prefiero no llamarlos "colectivos", que me suena a autobuses porteños.) No comprendo que nadie pueda ir por el mundo sabiendo, sin sentirse humillado, que le han hecho ministro, o diputado, o conserje porque había que cumplir un cupo con alguien como él, y que cualquier otro mérito se le ha tenido en cuenta –si se le ha tenido– solo después de asegurarse de que pertenecía a la ganadería requerida. Que las feministas acepten y hasta soliciten un trato tan degradante para las mujeres me dice mucho acerca del feminismo. Y que la progresía considere progresistas semejantes medidas me dice mucho acerca de la progresía. 



Estado español.- Siempre me ha sorprendido la inconsistencia etimológica de los que prefieren "Estado español" a "España". ¿Qué otro significado creen que puede tener "español" más que el que se refiere a "España"? ¿Cómo creen que se puede dar por bueno el adjetivo sin aceptar al mismo tiempo el sustantivo? A los necios siempre los denuncia su mala relación con el idioma. Al fin y al cabo, el idioma, antes que de comunicarse es una herramienta de pensar... 



valor y precio.- Casi seguro se debe a mi indolencia congénita y no es una virtud, sino todo lo contrario, pero siempre he valorado más, paradójicamente, las cosas que no tienen precio que las que sí. Cuanto más me cuesta conseguir una cosa, en esfuerzo o en dinero –que en mi triste caso de esclavo asalariado vienen a ser lo mismo– menos valor les doy. Las que más disfruto son las que se me dan gratis, deslumbrante y maravillosamente porque sí. De aquellas por las que tengo que pagar, acabo invariablemente descubriendo que valen menos que lo que pagué por ellas.



toponímicos.- Me niego a llamar Beijing a Pekín, Myanmar a Birmania o Sri Lanka a Ceilán, fundamentalmente porque pienso que si chinos, birmanos y cingaleses mandan en sus idiomas, en el mío mando yo. No voy a empezar a estas alturas a decir London, en vez de Londres –y tampoco, claro, Donosti en vez de San Sebastián...–

Y más digo: me irrita considerablemente que lo que fue Servia, con v, toda la vida de Dios, se haya convertido de repente en Serbia, con b, solo porque el periodista semianalfabeto que oyó por primera vez hablar de tal lugar en 1991, lo hizo a través de una noticia escrita en inglés... (Y porque los que escribieron después de él no eran semianalfabetos, sino analfabetos del todo).  



metáforas: Nada que objetarles por mi parte, todo lo contrario: creo que son fundamentales para pensar y para comunicarnos. Pienso, de hecho, que el lenguaje no es, funcionalmente, más que un sistema convencional y regulado de metáforas. Pero creo también que en su uso debemos atenernos lo mejor que podamos a dos principios esenciales, opuestos y complementarios entre sí: 1, deben servir para ilustrar o iluminar algún aspecto de lo metaforizado que sin ellas no sería tan evidente; y, 2, sin embargo, no debemos tratar de hacerlas pasar por explicaciones. Tenemos cierta tendencia a ponerle nombre a nuestras preguntas y creernos que al hacerlo les estamos dando ya una respuesta; que el nombre es la respuesta. No es así. Las metáforas ponen un nuevo nombre a lo metaforizado, cambian de sitio el problema, formulan de otro modo la misma pregunta. Si están bien escogidas, en ocasiones, –y es entonces cuando merece la pena usarlas– pueden dar pistas para contestar la pregunta, resolver el problema o entender lo estudiado. Pero en ningún caso son en sí mismas la explicación, la solución ni la respuesta.  



poetas.- La de poeta, pienso, nunca puede ser una profesión. La poesía, como el Espíritu, sopla donde quiere, y huye de los que creen poder apropiársela como atributo personal o condición permanente. Creo que la poesía debe ser un poco tarea de todos y de ninguno, "para que nunca recemos como el sacristán los rezos, ni como el cómico viejo digamos los versos. Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero". Y para hacer poesía, muchas veces sin saberlo, puede servir cualquiera, menos quien se cree y se proclama "poeta". Como muy bien sabía León Felipe, que ese sí que lo era.  



ortodoxia.- Respetar la ortodoxia y ser buen cristiano son cosas por completo distintas, y buen número de veces opuestas. Respetando la ortodoxia se acaba, antes o después, en la extinción como cristiano. Mantener la condición de buen cristiano, en cambio, exige una permanente lucha por evitar la esclerosis, lo que implica combatir muchas cosas, la ortodoxia muy principalmente entre ellas.

domingo, 10 de junio de 2012

Burocracia creativa

 A Miroslav, con mis mejores deseos para la salud de su cuerpo y de su alma.

Durante mi mal empleada juventud me ocurrió tenerme que hacer cargo de la Secretaría municipal de tres pueblecillos toledanos, en las estribaciones sur de Gredos. Entre los tres no llegaban a los mil habitantes.Yo trabajaba tres días a la semana en el mayor de ellos, de unos seiscientos habitantes, y dedicaba un día a cada uno de los otros dos. 

Nadie que no haya llevado la Secretaría de un Ayuntamiento es capaz de imaginarse el sinfín de cuestiones distintas, sin más relación entre sí que referirse todas a la vida -o a la muerte- de los vecinos, que constituyen la tarea habitual de los funcionarios municipales. Ni el cajón de sastre que puede ser la tarea del Secretario cuando "los funcionarios municipales" son, estrictamente hablando, él. En el pueblo "mayor" había un administrativo bastante eficaz que cooperaba muy eficientemente al grueso de la tarea, pero en el más pequeño de los tres mi único colaborador era un alguacil (O'Donnell de nombre de pila, universalmente conocido como Odonel. Nunca logré averiguar por qué) amable e incapaz de usar ni una máquina de escribir, que encendía calefacciones, abría y cerraba puertas, ordenaba carpetas, hacía fotocopias, cogía el teléfono,  me daba conversación, me instruía sobre los principales acontecimientos de la vida local -es conveniente mantenerse informado, aunque solo sea para saber de qué hablar en el bar- me acompañaba a tomar café o cañas y, con todas estas útiles funciones, daba por agotadas sus posibilidades profesionales. En estas condiciones la verdad es que se aprende mucho, no solo de las numerosísimas y diversas cuestiones de las que uno tiene que ocuparse, sino, sobre todo, del modo más eficaz y menos estresante de hacerlo, y de tomarse la vida, en general.

Entre las dieciocho mil puñetillas que cumplimentar, que se añaden a las tareas propiamente secretariales -contabilidades, actas, esas cosas municipales y espesas- es necesaria una criba cuidadosa puesto que, en siete horas semanales, es bastante complicado llevarlas todas al día. Así, por ejemplo, cuando la Tesorería de la Seguridad Social reclama que se le envíe mensualmente un estadillo de fallecidos en el pueblo a fin de asegurarse de que no se le están pagando pensiones a ningún difunto, y aunque el principio general le parezca a uno muy respetable,el caso es que, por unas cosas o por otras, nunca se encuentra el momento de rellenar el estadillo en cuestión y dejar tranquilo al infeliz funcionario provincial encargado de recopilar esta información. Hay que tener en cuenta que los organismos que pretenden minucias semejantes de los pobres Ayuntamientos son del orden de quince o veinte y, no pudiendo complacer a todos por obvios motivos de tiempo, se impone una rigurosa selección, basada en los criterios de quién da más lata y quién puede hacer algo molesto en represalia por tu incumplimiento. El Director Provincial de la Seguridad Social daba poca lata, y sus posibilidades de reacción a la inactividad municipal se limitaban a la amable quejumbre interadministrativa, de modo que el pobre era atendido solo muy de cuándo en cuándo. Hay que tener en cuenta también que, en aquel remoto pueblecillo, sus escasos habitantes, por no hacer, casi ni morirse hacían.

El organismo en cuestión se asentaba en Toledo, en una vía llamada Callejón del Moro, y quien en él tenía encomendada la misión de escribir las cartas cometió la imprudencia de abreviar esta dirección en el encabezamiento poniendo "Cjón. del Moro". Esto, mira por dónde, le valió por mi parte una atención con la que probablemente no contaba, porque me disparó la inspiración y, en una pausa del duro trabajo diario,  tratando de introducir un poco de poesía en la seca prosa administrativa habitual, le escribí esta interesante misiva:

Cógeces del Tajo, a .. de ... de 19.... 

En respuesta a su escrito del pasado 5 de Septiembre, por el que solicita de este Ayuntamiento el envío mensual de los datos de las personas fallecidas durante el mes anterior, significo a vd. lo siguiente: 

En el membrete de dicho escrito figura como dirección postal de ese Organismo la calle "Cjón. del Moro". Esta expresión, a primera vista enigmática, ha suscitado en mí las cavilaciones que paso a referirle, en la seguridad de que, compartiéndolas y, por así decir, meditando ambos al unísono, obtendremos consecuencias fructíferas para el buen desempeño de nuestras tareas administrativas. 

Comprobado en varios diccionarios que la palabra Cjón no existe, se impone la interpretación, abonada por el hecho de que vaya seguida de un punto, de que se trate de un apócope o abreviatura de alguna otra palabra. La que inmediatamente se viene a las mientes es, sin duda estará de acuerdo conmigo, la muy recia e hispánica de cojón. Otras alternativas, como cejón, o cajón, además de resultar menos atractivas, parecen tener menos fundamento. En efecto, cejón, aumentativo de ceja, no es palabra de uso habitual, y, por otra parte, no alcanza a entenderse por qué, caso de existir un moro con una gran ceja, (¿solo una?) iba a dedicársele a tal pilosidad nada menos que una calle de la Capital de la Comunidad Autónoma, sede en su día de la monarquía visigoda, asiento siglos después de la Corte Imperial y ciudad de las más antiguas e importantes, si no la más, de estos Reinos. 

Cajón, si bien es palabra más usual, presenta problemas similares. ¿Qué condiciones extraordinarias tendría que reunir una gran caja propiedad de un árabe para que se perpetuara su memoria introduciéndola en el callejero de esa histórica ciudad? 

Sin duda hay respuestas posibles para estas preguntas, pero cualquiera de las que se me ocurren resulta menos fascinante que las que pueden explicar que el nombre de la calle celebre un testículo de uno de nuestros vecinos del Sur. Esta posibilidad sí que abre perspectivas llenas a la vez de verosimilitud y de encanto. 

¿Cabe, por ejemplo, nada más natural que que el pueblo de Toledo, orgulloso del tamaño y la singularidad de las gónadas de uno de sus vecinos de estirpe arábiga, resolviera dejar constancia perenne de ellas por medio de su nomenclator urbano? 

Con los ojos de la mente nos adentramos en el ambiente misterioso y lleno de encanto de la Toledo medieval, recorremos las callejuelas laberínticas en las que durante siglos han convivido en armonía ejemplar los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas y descubrimos en una de ellas -precisamente en la que actualmente alberga al Organismo que vd. tan dignamente dirige y quizás ¿por qué no? emplazada incluso en el mismo lugar- la vivienda de un fiel de Mahoma, al que bien podemos llamar, pongamos por caso, Abdullah. 

Observamos algún revuelo ante la casa: cierto número de chiquillos desharrapados se agolpa en el arco de piedra que da paso al zaguán umbrío, al que se asoman para lanzar regocijados gritos y retroceder luego, con expectación temerosa. Y ¿qué es lo que dicen en su desacompasada cantinela? Aguzamos el oído, y entre la confusión de voces impúberes, alcanzamos a distinguir una frase, cien veces repetida: "¡Abdullah, enséñanos el güevo!". Se advierte que para los rapaces aquello es un juego cotidiano, casi un rito, pudiéramos decir, que cumplen con cierta periodicidad, quizás a diario, en los muchos ratos de ocio que sus quehaceres infantiles les consienten. 

Surge, por fin, en la puerta, la figura del buen Abdullah, que, envuelto en su caftán - si es que esta prenda de hermoso nombre pero de naturaleza y forma para mí imprecisas en este momento es apropiada para envolverse en ella; si no es así, dejémoslo en su albornoz- increpa a los muchachos, tratando de ahuyentarlos con aspavientos, gritos y muecas de gran ferocidad. Mas todo en vano. La chiquillería se aleja un tanto, sí, pero para formar un corro vociferante y huidizo, que, taponando la callejuela y provocando que algunas comadres asomen a sus ventanucas, continúa exigiendo al infeliz musulmán la exhibición de parte tan íntima de su anatomía. 

Al fin Abdullah se resigna a aceptar que, como tantas otras veces, el acoso que así le incomoda y pone en evidencia no cesará hasta que la horda pueril alcance la visión anhelada; y mascullando una oscura maldición andalusí, se remanga las faldamentas y muestra a los espectadores alborozados, entre sus dos piernas flacas y algo renegridas, un testículo, un único, sí, testículo: pero de un esplendor y tamaño tales que fácilmente se admite que pueda, solo con él, sustituir, y con ventaja, a la pareja que el resto de los varones cobijamos en similar parte. Un momento enmudecida por el asombro y la maravilla, pronto vuelve la infantil hueste a prorrumpir en su bullicio, pero esta vez acompañándolo de una dispersión veloz, a impulsos de la excitación, por el dédalo de callejas adyacentes. Reacomoda Abdullah la vestimenta, reniega entre dientes y vuelve a sumirse en las profundidades oscuras de su morada. 

 ¿No es fácil, no es hermoso, no es casi necesario (con esa inexorabilidad con la que se imponen las evidencias) admitir que pueda y deba ser la reiteración de escenas como la descrita la que ha dado origen al nombre que conjeturo para la vía donde se ubican las oficinas de su digna dirección? ¿No sobresale esta entre las otras hipótesis explicatorias con la misma dignidad y el mismo brillo con que el único Cojón del Moro se significaría entre los más modestos y habituales, si bien mejor acompañados, cojones de sus convecinos, caso de que estos se hubieran visto igualmente requeridos a exhibirlos coram populo

Y si así es, y no puede ser de otro modo, ¿por qué disimular nombre tan evocador con el empleo soso y pudibundo de esa abreviatura y ese punto, que privan al Cojón de su sonoridad máscula y arrogante y lo convierten en un vulgar apócope fácilmente atribuible a cualquier tontería, como, por ejemplo "callejón"?

Hágame caso, Sr. Director, y, lejos de avergonzarse del nombre rotundo que ostenta la calle donde sus méritos le llevaron a dirigir provincialmente ese Instituto de gran utilidad social, lejos de velarlo tras tímidos puntos y pacatas abreviaturas, exhíbalo vd. con el mismo orgullo con que Abdullah ostentaba su glándula portentosa, consciente de que, al hacerlo, rendirá vd. merecido homenaje a la larga historia de tolerancia de esa ciudad, a la virilidad de las razas que desde siglos inmemoriales la pueblan, al ingenio de sus habitantes y a la sonoridad, reciedumbre y precisión conceptual de la hermosa lengua castellana, que Gabriel Celaya celebrara en sentidos versos. 

En cuanto al resto de su escrito, debo comunicar a vd. que el corto número de habitantes y relevancia escasa de este municipio no justifican que dedique a su gestión administrativa más que unas pocas horas a la semana, tiempo durante el que, entretenido como estoy con otras cuestiones, no me es posible cumplimentar esos papeles de que me habla con la prontitud que vd. desearía. No pierdo, ni debe vd. tampoco perder, la esperanza de que, cuando las circunstancias lo permitan y encuentre la adecuada disposición de espíritu, pueda ocuparme de ellos a lo que espero será su entera satisfacción. 

En espera de ese momento, queda de vd. afmo. 

EL SECRETARIO 

Honorio Jiménez Retuerto 

Como puede suponerse empañé el cristal de la verdad en lo tocante a detalles como el nombre del pueblo y el del Secretario, y ello porque mi natural modestia me aconsejó permanecer en un discreto anonimato. Cógeces del Tajo nunca existió, aunque bien podría, porque es un nombre muy bonito; y el de Honorio, se comprende, es solo un astuto seudónimo que espero no correspondiera a nadie existente, porque no me gustaría que nadie se llevara los méritos que solo a mí corresponden. 

Nunca, claro está, tuve respuesta a esta carta -¿dónde me la hubieran podido enviar?- y aún hoy me pregunto qué cara pondrían en la Dirección Provincial de la Seguridad Social al recibirla. Fue una bengala en la noche, sin posible respuesta ni más objetivo que la satisfacción de dispararla. Tengo la esperanza de que le alegrara un rato la vida a algún funcionario tan aburrido como yo mismo, y espero que hoy se la alegre otro poco a ustedes, mis estimados lectores. Especialmente a mi querido y doliente Miroslav, al que tenía prometido contarle la historia.

jueves, 31 de mayo de 2012

Hoy disparatamos sobre... arquitectura


La arquitectura es la única arte que se nos impone. Puedes no ir a ver el cuadro o la escultura que no te gustan, no leer el libro que no te apetece o no escuchar la música que detestas, pero no puedes dejar de sufrir el edificio horrendo que han plantado en tu ciudad. Es, claramente, una imposición –la de ver, quieras o no, la ocurrencia del divo de turno– y, lo que es peor, un expolio –el de "tu" paisaje anterior a la tropelía, el de "tu" ciudad de toda la vida– frente a los que no tenemos ninguna defensa. Porque las únicas existentes –las reglamentaciones urbanísticas, las ordenanzas de edificación, esas cosas– además de ser insuficientes, frágiles y precarias, están en manos de los políticos, aún menos dignas de confianza que las de los arquitectos. Comprendo que hay problemas mucho más graves e injusticias mucho más sangrantes, pero yo esta la llevo muy mal.

Creo que el principal problema de la arquitectura viene del deseo inmoderado de ser genial que aqueja a todos los arquitectos, así acaben de recibir el título. Todos quieren diseñar obras maestras y rompedoras, todos han recibido la inspiración divina, todos se creen llamados a ser quienes reinterpreten, reaviven, iluminen y, por decirlo en corto, jodan irreversiblemente el afortunado pedazo de mundo que será emplazamiento de su obra genial, (y al que no se lo parezca así, que le vayan dando, que para eso los arquitectos son ellos). Muy pocos se proponen, modesta y artesanalmente, contribuir a la creación del bien colectivo y público que es la ciudad –que yo considero el habitat natural del hombre, dicho sea de paso; por lo que es, además, un bien imprescindible y de primera necesidad–.

(Uno de los mejores arquitectos que he conocido en persona alardeaba de no ser más que un albañil ilustrado. Otro gallo nos cantaría si más arquitectos renunciaran a ser Dios y se ciñeran a este modesto y útil papel.)


El aspaviento metalizado de Gehry en Bilbao, por ejemplo, no está mal como escultura, pero considerarlo arquitectura solo porque han aprovechado que era muy grande para meterle cosas dentro me parece a todas luces una exageración. La arquitectura, en mi opinión, supone una ordenación racional de espacios y volúmenes basada, fundamentalmente, en el uso y la función, de la que el Guggenheim no solo carece, a mi juicio, sino contra la que atenta violentamente.

En fin, al menos este no estropea el paisaje urbano. Por lo poco que recuerdo de cómo estaba antes la zona, lo mejora notablemente. No así la que juzgo monstruosidad imperdonable perpetrada por Moneo en la desembocadura del Urumea, el Kursaal de San Sebastián, que me parece el paradigma de los atentados urbanísticos. En una sociedad tan acostumbrada a la violencia y a la imposición como la donostiarra ha sido aceptado con una docilidad lamentable. Yo lo apedrearía sin un titubeo, si consiguiera secuaces en número suficiente. Pero la compulsión identitaria tiene estas extrañas consecuencias.


(Recuerdo de mi remota infancia el antiguo Kursaal, tan decimonónicamente cursi, tan adecuado a la cursilería decimonónica –¡espléndida!– del resto de la ciudad; y la visión del engendro acristalado que lo ha sustituído me corta la respiración y me asoma lágrimas a los ojos. Gros –creo que ya nadie lo llama así– me parece yacer semi aplastado, asomando sus pobres restos bajo el pisotón de la mole. Para mí es una zona devastada. Pero qué se le va a hacer, parece, como digo, que hay hasta a quien le gusta. Yo lo celebro. Como no soy nacionalista, a mí no me consuela que el sufrimiento se socialice.)


Hablando de nacionalistas, si he sacado a colación en este asunto la compulsión identitaria es porque no han sido ni dos ni tres, sino muchos más, los donostiarras que me han confesado que el nuevo Kursaal, a su juicio, "da carácter" a la ciudad, y, aunque no han sido capaces de mencionarme ni una virtud más del edificio, parecían encontrar que esa es suficiente. Al oírlos uno saca la impresión de que les satisface ser "diferentes", aunque la diferencia consista en una enorme verruga en la nariz. (He visto verrugas menos feas que los prismas de Moneo). Es, desgraciadamente, bastante esperable: una sociedad que lleva los últimos cincuenta años aleccionada en las virtudes supremas de ser diferente, aún a precio de terror callejero y de envilecimiento colectivo, es probablemente más proclive que otras menos castigadas a aceptar la erección de aberraciones cristalinas como forma alternativa, menos cruenta que el acoso y asesinato de convecinos, de alcanzar la deseada singularidad.

El nacionalismo, que no tiene más que ventajas.

(¿Cómo haré yo para acabar siempre hablando de lo mismo?)

jueves, 10 de mayo de 2012

Instrucciones para no viajar de Provenza a Catamarca


Georges Brassens - Carcassonne


Durante sus correrías europeas de juventud Ezra Pound hizo, al parecer, un viaje a pie y en tren por la Provenza, siguiendo los pasos de los trovadores. Pensaba que no podría apreciar cabalmente su admirada poesía provenzal sin haber recorrido los mismos caminos y visto los mismos paisajes que sus autores. Es una creencia muy extendida y que goza de gran prestigio, esta de que entre la obra artística y el medio en que se produce existe alguna clase de vínculo misterioso en virtud del cual quien 'se impregne' convenientemente de las circunstancias que rodearon la gestación de la obra estará en una disposición particularmente favorable para entenderla y disfrutarla. Y ha dado lugar a este género de 'peregrinaciones artísticas' como la de Pound, cuyos practicantes pasan por ser degustadores especialmente exquisitos, cultos y experimentados de las obras de arte que sirven de pretexto a sus andanzas.


Es difícil no rendirse a una mitología tan prestigiosa –y tan placentera: viajar está muy bien, incluso cuando acarrea la obligación de visitar casas natales y otros lugares así de entretenidos– y no caer en esta clase de bobadas: que para entender la poesía de los trovadores hay que haber visto la Provenza, que para sentir realmente la música de Bach hay que haberse paseado por las calles de Leipzig... Es el mismo tipo de pensamiento según el cual no se entiende bien a Proust sin saber que era homosexual, ni se escucha Pedro y el Lobo (1) como es debido si se prescinde de ese detestable narrador que entorpece la música con el cuentecillo al que pretende, el muy blasfemo, que la música sirva de... ¿ilustración?

Las llamo bobadas porque creo sinceramente que lo son y, de hecho, me ponen bastante nervioso. No me cabe la menor duda de que los paisajes provenzales influyeron de algún modo en los versos de los trovadores provenzales, ni de que las tendencias sexuales de D. Marcelo condicionaron en alguna medida su obra. Hasta acepto que Prokofiev pensara en el abuelo de Pedro cada vez que suena el fagot –aunque no veo ningún motivo por el que deba hacerlo también yo, que no tuve el gusto de conocer al abuelo y que ni siquiera entiendo el ruso...– Pero el sentido común me dice lo que esta culta superstición se niega a aceptar: que esos mecanismos se produjeron una sola vez, restringieron su eficacia al interior de la cabeza del artista y al momento de la creación de la obra, y no son reversibles ni reproducibles, no tienen ninguna consecuencia apreciable sobre el lector del libro o el oyente de la música, a quienes libro o música llegan "pelados", sin adherencias visibles, ni mucho menos legibles, del lugar, las circunstancias o los propósitos con que se produjeron. La Provenza no está en los versos del trovador, ni la homosexualidad se trasluce de las páginas de La Recherche, ni la música de Pedro y el Lobo tiene la menor oportunidad de hacer pensar en pedros ni en lobos a nadie que tome elementales medidas de higiene y elimine al tipo que habla. Aunque ello desilusione a los mitómanos del arte, que con gran frecuencia dan la impresión de apreciar más este género de anécdotas que la obra de arte en sí, a la que, en mi opinión, faltan flagrantemente al respeto cuando la supeditan de este modo a las contingencias eróticas o paisajísticas de su autor, o a sus (malas) ocurrencias narrativas.

Digo más aún: es muy posible, y esto sí que deseable, que la lectura de los trovadores haga nacer en mi cabeza imágenes de una Provenza particular, imaginaria y mía. Para mí, esa Provenza será siempre la asociada a las trovas, y aunque me vaya luego a vivir a Carcasona, cuando lea poesía provenzal evocaré la que yo imaginé y no la que vea por la ventana. Y así debe ser, porque esa asociación que se forma en mi cabeza entre Provenza y mi lectura es la que verdaderamente corresponde a la que existió en la cabeza del poeta entre su Provenza y su escritura. Y la verdaderamente importante.

Algo así, me parece, viene a decir Cortázar en un corto escrito que se llama... ¿Instrucciones para viajar a Cabo Sunion? (me da ahora pereza consultarlo, y además si no se llama así me va a estropear el título del post...)  Uno de los mundos, creo recordar, por los que atraviesa en su vuelta al día. Cuando rememora el viaje desde Atenas hasta el cabo, explica, el viajero recuerda el que anticipó mientras se le daban las instrucciones para hacerlo, no el que luego realizó efectivamente y que resultó no tener nada que ver con el imaginado. Su cabeza elige, soberanamente, cuál de los dos es el itinerario que prefiere, y en esta elección le importa mucho menos cuál es el real que cuál es el suyo. Tan poco, pienso, como debe importarnos a nosotros el Buenos Aires real para entender a Borges, si nuestra cabeza ha decidido elegir el nuestro, personal y propio, que imaginó cuando leíamos a Borges. En última instancia, se trata de decidir si es BA quien crea a Borges sin que nosotros tengamos nada que decir, o si es Borges quien crea a BA con nuestra activa participación (y ahí es el BA real el que no tiene nada que decir). Para mí la elección es clara.

A esa conclusión llega también el protagonista de La Recherche cuando viaja a Balbec por primera vez y descubre que no tiene nada que ver con las catedrales gótico-bizantinas asomadas sobre acantilados batidos por el temporal que él había imaginado; y sigue prefiriendo su Balbec imaginario al real –hasta que empieza a encontrarse con las muchachas en flor, pero eso es ya en el siguiente tomo...–

Claro que haberlo leído así no impide que recuas de turistas proustianos recorran devotamente Illiers, Du coté de chez Swann en mano, buscando aplicadamente los restos de un Combray que, deberían saberlo, existe con mucho más derecho y mayor realidad en su cabeza que donde lo buscan.


(1) Como pueden ver los que recuerden mi post de hace año y pico, o hayan seguido el enlace que le pongo, me repito, sí. Pero es que hay cuestiones –normalmente irrelevantes y más bien tontas, como esta– sobre las que tiendo a volver, vaya usted a saber por qué. A lo mejor, precisamente, porque, por tontas e irrelevantes, me relajan...


Los Chalchaleros - Changuito lustrador



La música de mis amados Chalchaleros es, creo, folclore del norte argentino. Al oirla yo tendría que evocar las quebradas catamarqueñas, por ejemplo, que no conozco y que, vistas en foto, no me han dicho gran cosa, la verdad. Sin embargo lo que cualquier canción suya trae inmediatamente a mi imaginación son los paisajes guipuzcoanos en los que siempre he pensado al oírlas. Escucho, pongo por caso, Changuito lustrador e inevitablemente se me asoma a la cabeza la plaza donde está el Parador de Fuenterrabía. Jamás se me ocurriría  –ni creo que pudiera ni, desde luego, quiero– sustituir esta asociación para mí automática y naturalísima por otra en la que apareciera la plaza mayor de Santiago del Estero. Aunque esta última plaza sea, desde luego, canónicamente más adecuada y a pesar de que, para ser lo que se entiende por un verdadero aficionado a los Chalchaleros, yo debería peregrinar devotamente hasta situarme bajo sus arcos. (Cosa, por otra parte, que no renuncio a hacer si algún dudoso día se me presentara la ocasión...)

domingo, 22 de abril de 2012

Libros

Fui de los pequeños de una familia numerosa, un niño urbano, burgués y protegido. No salía solo a la calle, compartía cuarto con mi hermano pequeño y casa con siete personas más. El libro fue mi primera conquista personal, mi primer ámbito propio, mi primer espacio exclusivo, la primera tarea que hice solo y de la que fui protagonista.










Aún recuerdo la emoción infantil de abrir un libro nuevo, que sigue reviviéndoseme ahora mismo con cada libro que compro o que me prestan. El olor de algunos papeles, la vista de algunas portadas, hasta el tacto de algunos lomos me despiertan aún la emoción inaugural y magnífica de los primeros amores. He vivido con libros desde que nací, he crecido con ellos y en ellos. Desde que a los cuatro años rompí a leer, con seguridad no hay en mi vida ninguna actividad a la que haya dedicado tanto tiempo, ni objetos a los que haya dado tanta importancia como a los libros. 

Ahora tengo un lector electrónico, y en él cargados cerca de mil e-books. Es comodísimo para leer en la cama o en sitios raros –pesa menos que los tochos más gordos– y para viajar. Merced, además, a la benemérita actividad de desinteresados individuos, a quienes sus interesados detractores llaman sin razón piratas –un adjetivo que cuadra mucho mejor a quienes trafican y se lucran con bienes de primera necesidad– me es posible conseguir para él de modo gratuito gran cantidad de títulos que sin este benéfico expediente jamás habría comprado ni leído. Es un invento estupendo, y lo uso con frecuencia y entusiasmo, pero nunca podrá desplazar para mí a los libros de papel, por razones emocionales y afectivas, mucho más profundas y poderosas que ninguna consideración racional.

Me gustan los libros como objeto, me gusta tener libros. Muchos libros. En mi casa se han juntado las... llamémosles bibliotecas familiares de mi mujer y mía. Digo "llamémosles" porque no son nada que merezca ese nombre, sino más bien ese conglomerado sedimentario de libros que toda familia de clase media va amontonando en sus estantes a lo largo de los años y que, además de los libros que están allí por derecho propio, que han leído y que guardan porque les interesan, reúne tratados de contabilidad marchitos, estudios petardos sobre la economía del agro manchego en la década de los sesenta, ejemplares desencuadernados de la colección Reno y del Reader's Digest, códigos civiles (edición de 1973) y, en general, cosas de títulos opacos, autores ignotos, portadas estremecedoras y lomos reversibles (no hay manera de que los editores se pongan de acuerdo en si los títulos de los lomos se deben escribir de arriba a abajo o de abajo arriba, con la parte inferior de las letras hacia la izquierda o hacia la derecha) que no se sabe qué son, nadie ha leído y uno no se resuelve nunca ni a leer ni a tirar. Son un problema, porque constituyen un buen veinticinco por ciento del total, complican y encarecen las mudanzas, consumen estantería y acumulan polvo igual que los buenos. Pero tienen su lado bueno, y es que forman un humus indistinto e inexplorado en el que, tras varios lustros de matrimonio, aún seguimos ambos descubriendo cosas que no sabíamos que teníamos y que nos apetece leer. Gracias a ellos recorrer con la vista los lomos de los dos mil y pico libros que hay en casa todavía nos depara alguna buena sorpresa de vez en cuando.

Siempre pienso que un día que tenga tiempo y ganas expurgaré las estanterías, recopilaré repetidos, absurdos, desconocidos poco prometedores y horrores manifiestos, los venderé por lo que me den en la Cuesta de Moyano y tendré, por fin, sitio para comprar muchos más. Esa esperanza estimulante es otra de las emociones que debo a los libros...