domingo, 28 de diciembre de 2014

El idioma y los idiotas


Para Ignacio, mi nuevo lector del otro lado del Atlántico,
que usa estupendamente todos los idiomas que puede, y cada vez puede más.

Hace unos años un grupo de diputados nacionalistas gallegos que –un descuido lo tiene cualquiera– le habían echado un vistazo al Diccionario de la Real Academia Española, descubrieron para su consternación que entre los significados de la palabra "gallego" estaban los siguientes: "En Costa Rica, tonto (falto de entendimiento o razón)". Y: "En El Salvador, tartamudo". Indignados, presentaron en el Congreso un proyecto de ley para que la Academia retirara de su diccionario esas dos acepciones de su gentilicio suyo propio de ellos, que consideraban insultantes para su patria (fuente de todo bien y criterio último, si no único,  para establecer lo que es bueno y lo que es malo). Una inteligente reacción, que ilustra muy exactamente la clase de proceso mental que los nacionalistas de cualquier nación suelen tomar por razonamiento y, más específicamente, el productivo y útil empleo que suelen hacer del idioma.
Es un principio que creo haber descubierto yo, o al menos enunciado por primera vez en estos términos, y que no falla: cuanto más tonto el ciudadano, peor su relación con el lenguaje.
 
No hace falta consultar el DRAE para saber, por ejemplo, que "argentino" significa en primer lugar "de plata", "semejante a la plata" y "que suena como la plata". De esos significados, por la vía del principal interés de sus primeros colonizadores europeos, la palabra pasó a referirse a un país sudamericano, a sus naturales y a todo lo relativo a él. Así, ahora mismo, además de los que acabo de enunciar, la palabra argentino tiene el significado de "natural de la Argentina, perteneciente o relativo a ese país". Y no tengo noticia de que ningún argentino haya protestado por que se le llame así, asegurando que ni es de plata, ni es semejante a ella, ni suena como ella. Debe de ser que los argentinos, felices ellos, no tienen nacionalistas.
Me imagino que, de modo similar, en muchas partes de Sudamérica comenzó a llamarse gallegos a los inmigrantes españoles por el excelente motivo de que lo eran en un alto porcentaje. Y como del campesino gallego inmigrante –como de cualquier otro campesino obligado por la miseria a emigrar desde cualquier otra parte del mundo, hambriento, ignorante y desconfiado– no cabe razonablemente esperar que se distinga por la amplitud de su cultura, la jovialidad de su trato ni la altura de sus miras, tampoco es extraño que en esos lugares se empezara a llamar gallegos a los ciudadanos especialmente cazurros, como parece ser que efectivamente ocurrió.
Las palabras adquieren sus significados exactamente por ese procedimiento, y el que no lo encuentre de su agrado hará bien en elevar sus quejas al Lucero del Alba, por ejemplo. Pero dejando en paz a quienes no hacen más que emplear su idioma de manera que sirva para el fin para el que se inventó: comunicarse. Usando para ello las palabras con los significados que tienen, les gusten o no al BNG o a cualquier otra congregación de inquisidores lingüísticos.
Por razonable que parezca esta recomendación que acabo de formular, somos franca minoría los ciudadanos que la seguimos. Es mucho más frecuente que, no bien se tropieza con una palabra que por algún motivo le desagrade a uno, se comience una justiciera y agraviada campaña de protesta como la de los nacionalistas gallegos.

Las palabras, insisto, adquieren nuevos significados por el empleo que de ellas hacen los hablantes, que son sus dueños y quienes mejor y con más derecho pueden decidir cómo y para qué las quieren usar. Y por eso es estúpido pedirle a nadie cuentas de los motivos por los que deciden usarlas con un significado y no con otro. Uno puede darse por enterado –y, si uno es un diccionario, describirlo y, como mucho, tratar de explicarlo– de lo que los hablantes han hecho, pero no pretender juzgarlo o encauzarlo. Ni cabrearse por ello, ni intentar prohibirlo, incluso aunque uno sea nacionalista, circunstancia  desde luego muy lamentable y que merece toda mi compasión.

Si cito cito este  ejemplo es porque es el primero que se me ha venido a las mientes y sin el menor ánimo de ofender a nadie, pero los censores in pectore o in voce, por los motivos más variopintos y todos ellos respetabilísimos, son innumerables, y de todos los pelajes imaginables.
Todavía no he sabido de ningún enérgico comunicado de la Federación Progresista de Palmípedos que proteste por el común empleo de la palabra "pluma" para designar un aparatito para escribir, o para referirse al excesivo amaneramiento de algunos homosexuales. Y eso que bien podrían las agraviadas aves argumentar que ellas son bien machos, o bien hembras, y que la finalidad con la que producen plumas nada tiene que ver con los fines espurios de la Parker, ni ellos la menor responsabilidad sobre las tonterías que puedan escribir los usuarios de las estilográficas.
Pero si tal hicieran los patos, no harían más el ridículo que los diputados del BNG cuando protestan de que se llame gallegos a los ceporros –o, lo que es peor, ¡ a los españoles no gallegos!–; o que el que hace, en general, cualquier congregación de las numerosísimas que se dedican a levantar la voz cada vez que se topan con que la gente usa alguna palabra de un modo que hiere su particular sensibilidad ideológica, religiosa, profesional, nacional, sexual o lo que sea
* * * * *

El genial Fernández Flórez escribía unas crónicas parlamentarias estupendas, las "Acotaciones de un oyente", que publicaba en ABC. Un día, para caricaturizar la falta de preparación de los diputados y de los políticos en general, y lo incongruente de los caminos por los que muchos de ellos llegaban a la vida pública, se le ocurrió escribir en una de esas crónicas algo así como (cito de memoria): "Hay que tener mucho cuidado con los fotógrafos. Aprovechándose del pase de prensa entran en el hemiciclo, ocupan algún escaño de esos que siempre están vacíos, esconden debajo la cámara y alli se quedan. Los ujieres se acostumbran a verlos, acaban trayéndoles agua con azucarillos... Un buen día el Presidente, al que ya le suenan vagamente sus caras, les concede la palabra para una intervención breve... De alguno se sabe que por este sistema ha llegado a ser nombrado subsecretario en una crisis de gobierno..."
Naturalmente al día siguiente el ABC recibió una airada carta de un representante de los fotógrafos de prensa, que protestaba enérgicamente por ataque tan gratuito, se quejaba de ver en entredicho la honorabilidad de su profesión, exigía una rectificación y culpaba a FF de cualquier medida que contra los fotógrafos creyera adecuado adoptar el Presidente del Congreso, tras semejante gravísima denuncia. 
Quiero decir que un idiota dispuesto a darse por ofendido, por nimio o inexistente que sea el motivo, no falta nunca. Pero nunca. Son, desgraciadamente, la mercancía más abundante e indeseable del planeta, los idiotas. Y el empleo eficaz, inteligente y libre del idioma es su bestia negra y su enemigo mortal.

ACTUALIZACIÓN: Un amable corresponsal, lector habitual y atento de este blog, me ha hecho notar que algunas alusiones contenidas en la versión original de este post podían resultar hirientes para algunas personas. La verdad es que precisamente por eso las había puesto, ya que el propósito del post no es otro que negar que sea ni razonable ni legítimo sentirse herido por los usos que sin propósito de herir y dentro de los significados extendidos y aceptados de las palabras, hace la gente de su idioma. No obstante, y puesto que considero más grave el daño de que alguien se sienta herido, aunque sea sin razón (en mi opinión), que necesarias mis alusiones, por legítimas e inofensivas que a mí me parezcan, he decidido suprimirlas, dejando aquí constancia de la rectificación.

martes, 23 de diciembre de 2014

Propiedad intelectual y derechos de autor

A la benemérita página Papyre fb2, que tantos ratos de honesta lectura me ha proporcionado
y que cerrará definitivamente el próximo 1 de Enero de 2015, para desgracia de sus usuarios
y honra del eficaz gobierno, diligente servidor de sus amos, que le ha obligado a hacerlo.


Creo en la propiedad intelectual, si por tal se entiende la autoría. Creo que roba quien presenta como propia la obra intelectual de otro, a quien plagia o suplanta.
 
También creo en los derechos de autor, que me parecen perfectamente legítimos, y también creo que roban quienes se lucran ampliamente con los beneficios que producen obras ajenas y escatiman a los autores la sustancial parte de ese lucro que legítimamente les corresponde.
 
Hablo, claro está, de editores, discográficas, productoras de cine y televisión... Ellos son los que creo que pueden, con justicia, ser llamados piratas.
 
En lo que no creo es en la propiedad intelectual tal como la pretenden imponer SGAE y similares, nacionales e internacionales, a través de las legislaciones estatales que han llegado a controlar vaya usted a saber por qué medios inconfesables. Y ello porque creo que la propiedad intelectual, como tal propiedad que es, incluye un contenido natural de cualquier propiedad, que es el de poder ser enajenada.
 
Por eso no creo en la que se vende interminablemente, una y otra vez, sin acabar nunca de transmitirse como se transmite cualquier otra propiedad al ser vendida. En la que sirve de coartada escandalosa para cobrar y cobrar y seguir cobrando por cada uso que alguien haga, o ellos crean que pueda hacer, de la propiedad, incluso después de vendérsela y de cobrársela a ese alguien. En la que pretende que yo no sea propietario del libro, la película o el disco que sin embargo he comprado, y se cree con derecho a impedir que, como con cualquier otra de las propiedades que adquiero, yo haga con libro, disco o película lo que me dé la gana, incluido prestarla, bien en directo, bien a través de Internet.
 
No puedo creer en una propiedad así entendida porque, en mi opinión, no solo no encaja en el concepto clásico de propiedad, sino que lo subvierte grave e injustamente.
 
Por eso declaro pública y solemnemente que me parece ilegítima y objetable (y en la medida que me es posible la desacato y la infrinjo, y me propongo seguir haciéndolo mientras no arrostre al hacerlo incomodidades o riesgos demasiado elevados) la inicua legislación que pretende impedirme compartir mis libros, músicas o películas como siempre he hecho y puedo ahora, gracias a Internet, hacer con mayor intensidad y comodidad.
 
Y niego rotundamente que esta conducta mía me convierta en nada parecido a un ladrón o a un pirata: es, muy al contrario, mi forma de combatir lo que me parece el latrocinio desvergonzado de los auténticos piratas en cuyas manos han caído como rehenes los conceptos de propiedad intelectual y de derechos de autor.
 
Sucede que cualquier idea, por buena que sea, puede ser convertida en un absurdo por la vía de su extensión indiscriminada e irracional, sobre todo si es susceptible de producir dinero y cae en manos a la vez ignorantes, estúpidas, faltas de escrúpulos y codiciosas. (No digamos ya si estas manos consiguen el amparo legal de una clase política más necia, ignorante, inescrupulosa y codiciosa aún).
 
Y eso es, exactamente, lo que en mi opinión no es que esté ocurriendo, sino que ha ocurrido ya con las ideas, antaño útiles y respetables y ahora mismo dañinas y deleznables –siempre a mi modesto juicio– de "propiedad intelectual" y "derechos de autor".
 
Tal como pretenden que las entendamos, mi sastre puede demandarme, y no veo por qué no habría de ganar el subsiguiente pleito, si yo le presto a un amigo el traje que el sastre me hizo, porque yo he pagado por el traje, sí, pero la "concepción" del traje, la "propiedad intelectual" del traje sigue siendo suya, al parecer por los siglos de los siglos. Y si se lo presto a un amigo, estoy evitando que mi amigo tenga que comprarle otro traje al sastre, estoy privando al sastre de una venta y tendré que compensarle por ello. El razonamiento funciona así, ¿no? Y sucede lo mismo con mi máquina de fotos, mi coche y prácticamente cualquier otro objeto ideado por un hombre que yo crea ingenuamente haber adquirido alguna vez, ya que no veo ningún motivo por el que deba existir la propiedad intelectual de los libros y no la de los trajes, las locomotoras y las máquinas de picar carne.
 
Cada vez que usamos de cualquier modo que lo hagamos cualquiera de estas cosas –prácticamente cualquier cosa– estamos disfrutando de una 'propiedad intelectual' ajena. ¿Cuánto más tiempo nos permitirán hacerlo gratis? Todo nuestro concepto de la propiedad se va al garete, minado por la inasible y eterna "propiedad intelectual", que convierte la propiedad, a secas, en mera apariencia. Que se cree usted que ese libro, ese disco o ese sofá son suyos, por mucho dinero que haya pagado por ellos. Son, o serán, del listo que se haya erigido en administrador de la propiedad intelectual, al que, como tal, tendrá usted que seguir pagando toda la vida.
 
El día que llevando a sus últimas consecuencias esta perversa lógica que ya  les estamos permitiendo aplicar, pretendan cobrarme también por cada vez que escuche MI disco, o lea MI libro, o los preste –y ya han empezado a hacerlo con el inicuo canon de las bibliotecas– ¿quién de los que ahora consideran razonable que se me prohiba fotocopiar MIS libros o intercambiar MIS archivos en Internet –después, eso sí, de cobrarme por adelantado por si lo hago– tendrá nada que decir?

sábado, 6 de diciembre de 2014

Un diagnóstico lúcido, para empezar

 
Violeta Parra - El Santo Padre

La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.
Hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes». 
Algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: la negación de la primacía del ser humano. Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo. 
Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta. 
La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. La ética –una ética no ideologizada– permite crear un equilibrio y un orden social más humano. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos. ¡El dinero debe servir y no gobernar! 
Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas. 
Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes. 

El anterior texto, ya lo habrán adivinado, no es mío. Pertenece al comienzo del segundo capítulo de la exhortación apostólica Evangelii gaudium (La alegría del Evangelio) que el nuevo Papa publicó hace un año, en noviembre de 2013. Aunque he omitido unas pocas frases, apenas cuatro líneas en total, que hacían referencia explícita a la fe cristiana o a la Iglesia Católica, queda en el texto un inconfundible tono clerical, pontificio incluso, que no les habrá engañado. No obstante el cual, pienso que su contenido es fácilmente asumible por cualquier ciudadano lúcido, y constituye un buen punto de partida para que quien esté de acuerdo, creyente o no, con el diagnóstico que en él se hace sobre el actual estado de cosas, localice las causas del mal, que es el primer paso para que cada uno pueda combatirlo a su manera.
Naturalmente, nada de lo que en él se dice es nuevo. Sí lo es para mí que sea el Papa quien lo dice, y que lo haga con una sorprendente, para un Papa, falta de ambages, de suavizaciones y de ambigüedad. El lenguaje es enormemente más claro que el de sus antecesores, y las paletadas son prácticamente todas de cal, sin apenas arena.
Personalmente creo que es la primera vez en toda mi vida que me siento plenamente identificado con un texto de un Papa. (Habrá sin duda quien piense que esto no se debe  tanto a la buena calidad que como Papa tiene Bergoglio como a la mala calidad que como cristiano tengo yo). Y francamente esperanzado, también por primera vez, por lo que un texto así permite augurar de su pontificado, no solo respecto a lo que pueda y quiera hacer él sino, sobre todo, respecto a lo que pueda cambiar en las actitudes y prácticas de la Iglesia y de los católicos.